Murmuró contra la boca abierta de ella:
– Vamos a la cama, querida.
Con un lento movimiento de la cabeza, Laura negó mientras la boca de él la acompañaba.
– No, traté de decírtelo…
Pero la boca del hombre se cerró sobre la de ella interrumpiéndola, inundándola con la textura húmeda y lisa de la lengua.
Cuando levantó otra vez la cabeza, murmuró:
– Si no aceptas, te juro que lo haremos aquí mismo, en la silla.
Un reguero de minúsculos besos cubrió un costado de la nariz de Laura.
– Mmm… eso sería maravilloso -aprobó en tono gutural, sintiendo su sonrisa contra el cuello-. Pero no lo haremos en ningún lado hasta que sea tu esposa.
– Eres mi esposa -replicó imperturbable, cambiando posiciones para poder inclinarse y llegar hasta el otro pecho con la boca.
– No, no lo soy.
– Mmm… hueles tan bien que me dan ganas de comerte. Toda la vida oliste a bayas de laurel. ¿Lo sabías? -murmuró sin hacer caso de la réplica.
Laura estaba colgada sobre los brazos de la silla como una funda, con la cabeza hacia atrás mientras la boca de él se apoderaba de la cima de su pecho, mojando la tela del vestido y de la enagua, mordisqueando el erecto pezón hasta hacerlo doler. Sacudía la cabeza de un lado a otro, juguetón y feroz, tironeando de la carne oculta hasta provocar un grito gutural que escapó de su garganta y le tiró del pelo para instarlo a que siguiera. Pero un instante después, repitió:
– Rye, no voy a hacer el amor contigo.
Por la posición en que tenía la cabeza, las palabras salieron estridentes y forzadas. Se incorporó, encontrando una fuente secreta de resistencia hasta quedar otra vez sentada sobre las piernas de él.
– ¿A quién quieres engañar? -le preguntó Rye, sin dejar de excitar el pezón con el dorso de los dedos.
La punta de la carne empujaba hacia fuera contra el círculo mojado de la delantera del vestido: era inútil negar que estaba excitada.
– Soy tan humana como tú. Del mismo modo que no pude impedir que me besaras a los dieciséis años, tampoco hubiese podido ahora. Pero quiero ser honesta contigo, Rye.
Él no se convenció, pero le dirigió una sonrisa seductora.
– Bueno, mientras eres honesta, ¿tenemos que dejar este almohadón entre los dos?
La manipuló como si no pesara más que una muñeca de trapo, levantándola, sacando el almohadón y tirándolo al suelo. Sin ninguna delicadeza, le asió un tobillo y lo hizo pasar por encima de él, dejándola a horcajadas, y exponiendo sus partes más íntimas contra el bulto crecido de su propia excitación.
– Muy bien, ¿dónde estábamos? -preguntó en tono frío-. Ah, sí, tú querías ser honesta y estabas diciéndome que no pensabas hacer el amor conmigo hasta no estar legalmente divorciada de Dan, ¿es así?
Mientras hablaba, Rye tiraba de las numerosas faldas de vestido y enaguas, que habían quedado atrapadas debajo de ella, primero con una mano luego con otra, hasta que Laura sintió el bulto de las telas raspándole el trasero y luego caer.
– Sí, así es -afirmó seria.
Pero ya estaba sentada sobre él, y entre los dos sólo se interponían los pantalones de Rye y los calzones de ella. Imperturbable, él acomodó mejor las caderas en la silla, hasta que su dureza y la blandura de ella se ajustaron entre sí como piezas de un rompecabezas.
– Mmm… -Metiendo las manos bajo las olas de algodón, encontró los tobillos de Laura, los apretó contra sus caderas y siguió acariciándolos a través de la textura áspera de los calcetines-. ¿Y piensas dejarme esperando hasta marzo?
– Exacto -replicó en el tono más sereno que pudo, mientras en los ojos de Rye brillaba la diversión mezclada con el deseo.
– ¿Te molestaría que yo pusiera un poco a prueba tu deseo, señora… eh, Morgan?
– En absoluto -respondió con una mueca-. Prueba. Como he dicho, nada más hasta que estemos casados.
Laura enlazó las muñecas alrededor del cuello del hombre y entrelazó los dedos, aceptando la lujuriosa pose con una despreocupación que no hubiese imaginado en otra mujer.
– Sabes que no sería capaz de tentarte a que hagas nada en contra de tu voluntad.
Las manos cálidas se deslizaron por las pantorrillas hasta el hueco de atrás de las rodillas y bajaron junto con los calcetines hasta los tobillos. Metió los pulgares y los índices dentro de las medias, acariciando las curvas encima de los talones, apretando con suavidad, masajeando.
– Lo sé.
Laura sintió que unas cosquillas le subían por las piernas. Como siempre, Rye era el amante perfecto, imaginativo, irresistible. Podía excitarla siempre de maneras diferentes, como hacía en ese momento. «Oh, Rye, quisiera traspasar el límite contigo… pero no puedo, y no lo haré hasta que él ya no se interponga entre nosotros».
Rye ladeó la cabeza, la apoyó contra el respaldo de la silla y preguntó, con sonrisa torcida, en voz sensual:
– Dime otra vez a qué estoy invitado.
Debajo de las enaguas, deslizó las manos hacia las caderas y las hizo retroceder hasta que Laura sintió el bulto cálido de su masculinidad que se albergaba en su feminidad palpitante.
Bajó los párpados y se le agitó el aliento.
– Salchicha -murmuró, siguiendo sus movimientos exactamente como él esperaba.
– En ese caso, deberíamos comer. Me parece que siento el olor.
Los párpados de Laura se levantaron, y sus labios se curvaron.
– Rye Dalton, eres un hombre perverso.
– -Sí, y a ti no te gusta nada. Ven aquí.
Sin hacer el menor caso de las ropas desarregladas, le pasó los brazos por la espalda con faldas y todo, y la atrajo hacia él hasta que las lenguas se encontraron igual que los cuerpos, el de él alzándose, tentador, el de ella apretándose en respuesta. La mano derecha de Rye bajó por la espalda acariciándola a través del basto algodón de los calzones, bajando más para abarcar la curva de las nalgas, mientras ella se inclinaba adelante, respondiendo al beso con un ardor que les aceleró el pulso. Cuando la tentación se convirtió en tortura, se apartaron y hablaron los dos al mismo tiempo:
– Laura, vayamos a la cama…
– Rye, tenemos que detenernos…
Le apretó las caderas con las manos, pero Laura lo empujó por el pecho. Los ojos estaban tan juntos que las pestañas casi se rozaban.
– Hablas en serio, ¿verdad? -le preguntó-. ¿Piensas hacerme esperar hasta que tu apellido legal vuelva a ser Dalton?
Laura se apartó más.
– Te lo dije cuando empezamos.
– ¿Porqué?
– En parte por lo que pasó la última vez que hicimos el amor, en parte…
– ¿Te refieres a la muerte de Zachary?
Cuando Laura asintió, la irritación de Rye salió a la superficie, y en su rostro apareció una expresión colérica.
– ¡Laura, eso es absurdo!
– Tal vez para ti, pero…
– ¡De todos modos, estás exagerando la sutileza! ¿Qué diferencia hay entre lo que estamos haciendo y lo que queremos hacer? Sólo estás justificando tus acciones, eso es todo.
Picada porque había acertado, Laura se levantó de un salto, se bajó las faldas y lo miró, con las mejillas encendidas por el pudor:
– ¡Rye Dalton, no te quedes ahí sentado acusándome, mientras yo soy la que trata de hacer lo que corresponde!
– ¡Lo que corresponde! ¡Ja!
Ya enfadado, Rye se incorporó en la silla.
– ¡Sí, lo que corresponde! ¡Nos prometimos no deshonrar a Dan!
– ¡Mientras estuviese en esta casa!
– ¡No, mientras aún sea mi esposo legal! Pero ahora no te conviene recordarlo.
– ¡Porque tú me pusiste en un estado de… en el estado de un novato que está a punto de estallar! ¡Me duele, maldita sea!
Las frustraciones que Laura había estado acumulando los últimos nueve meses estallaron sin aviso. De pie ante Rye, sin entender que las tensiones tanto emocionales como sexuales pugnaban por liberarse, estalló en una orgía de gritos.
– ¡Oh, pedazo de… lascivo… -buscó una palabra lo bastante hiriente- macho cabrío! -Con un dedo tembloroso, señaló hacia la puerta-. ¡No hace ni medio día que Dan se fue, y tú ya te presentas a mi puerta dispuesto a ocupar su lugar! Bueno, ¿se te ha ocurrido que tal vez yo necesite un tiempo sola, sin uno que me presione para que me quede y otro que me presione para que me vaya? Estoy harta de que me traten como si fuera un premio de feria. Y, de paso, ¿quién te pidió que vinieras, Rye Dalton? Yo estaba aquí sentada, contenta como un cordero en un pastizal, y tú irrumpiste aquí, y… y… ¡oooh! -Le hacía tanto bien gritar que avanzó un paso y le tiró del suéter-. ¡Levántate de mi silla! ¡Yo estaba perfectamente bien ahí sentada, sola, así que sal de ahí!
Rye se puso de pie, y se enfrentaron, nariz con nariz.
– ¡Así que lascivo macho cabrío!
– ¡Sí, lascivo macho cabrío!
– Y tú lo dices. ¡No vi que te resistieras demasiado! ¡Y no vine aquí a reclamarte como aun premio de feria! ¡Vine a hacer las tareas, mozuela desagradecida!
– ¿Mozuela?… ¡Mozuela! ¡No me digas así, pues estuviste tonteando con esa Hussey mientras yo no estaba disponible!
Aunque lo ignorase, Laura parecía una moza de taberna con los puños en las caderas, la ropa arrugada, la voz chillona.
– Nunca anduve tonteando con DeLaine Hussey -le respondió, despectivo.
– ¿Y esperas que crea eso… de un hombre con la lujuria que tú tienes?
Levantó el almohadón y lo esponjó, con feroces tirones.
– ¡Tendría que haberlo hecho! ¡Ella estaba más que dispuesta!
Laura se quedó mirándolo con la boca abierta, sorprendida.
– ¡Así que estuviste tonteando por ahí con ella! ¡Maldito seas, Rye Dalton!
Le arrojó el almohadón a la cabeza, y él lo esquivó pero tarde. Cuando se incorporó, lo sujetó en el puño y se lo arrojó a ella, dándole en el costado de la cabeza y obligándola a retroceder un paso.
– Casi no la toqué, como buen tonto que soy. Me mantuve honorable por tu causa y, lo que obtengo en recompensa es el filo de tu lengua.
Aún retenía el almohadón en el enorme puño. Se lo arrojó contra el pecho, soltándolo esta vez, para luego inclinarse a recoger la gorra.
Laura casi se cayó, pero recuperó el equilibrio justo a tiempo para agarrar la chaqueta antes que él. En vez de dársela, se la pasó por encima.
– Puede ser que no me quieran en Michigan con mi lengua afilada.
Rye se quedó inmóvil como una estatua durante un lapso que pareció infinito.
– ¿Eso significa que no quieres ir?
– Te estaría merecido.
Se puso la chaqueta.
– Haz como quieras, y avísame cuando te hayas decidido. -Se dirigió hacia la puerta-. Entre tanto, tendrás que buscar a otro para que haga las tareas cotidianas. Yo tengo bastante que hacer en la tonelería y preparándome para el viaje sin tener que perder tiempo aquí, donde no me quieren.
La puerta se cerró con un golpe tras él.
Durante unos momentos, Laura se quedó inmóvil, preguntándose qué había pasado. Luego, como si hubiera vuelto a la infancia, le sacó la lengua a la puerta. Pero después, cayó de rodillas hundiendo la cara en el almohadón, sobre el asiento, gimiendo e insultándolo. «¡No entiendes lo que me ha tocado pasar, Rye Dalton! ¡No tienes la más remota idea de lo que necesito en este momento!»
Aulló hasta hartarse, y dio puñetazos al almohadón con una furia maravillosa. ¡Catártica!
Sin embargo, ni por un instante dudó de que se iría de la isla con Rye, nueve semanas después.
Rye Dalton emprendió el camino de regreso a su casa maldiciendo todo el tiempo, dirigiéndole insultos en los que no creía, bramando ofensas contra las mujeres en general y contra Laura en particular, sintiéndose masculino y recto, y purificado. Iba pateando los montones de nieve que hallaba en el camino, prometiéndole al Todopoderoso que Laura Dalton jamás volvería a sentir su miembro endurecido apretado contra ella -aunque le rogara hasta que él fuese débil e impotente-, aun sabiendo antes de llegar a la tonelería que no había una palabra de verdad en lo que decía, ¡y que bien le convenía a Laura prepararse para recuperar el tiempo cuando volviese a ser la señora de Rye Dalton!
Les bastó un día para entender qué fue lo que había provocado esa furia irracional. La tensión y la frustración sexual que habían ido creciendo durante meses, mezcladas con las innumerables emociones que los sacudieron: deseo, culpa, amor, reproches, esperanza, miedo, impaciencia. Y como faltaban dos meses para que la situación pudiera resolverse, el enfado era una válvula natural.
Laura se coció en su jugo durante una semana.
Rye también se cocinó en su propia salsa una semana.
Se sintió revivido.
Se sintió renovada.
«¡Maldición, amo a esa mujer!», se torturaba.
«¡Señor de los cielos, amo a ese macho cabrío lascivo!», se irritaba Laura.
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