Unos minutos después, la pierna se movió otra vez y el tacón de Rye empezó a balancearse, en inconsciente gesto de impaciencia. El movimiento se comunicó a la pierna de Laura, aumentando la intensa excitación que crecía dentro de ella.

En un momento dado, cuando creyó que no aguantaría un segundo más, Josh -¡bendito fuese!-, puso la mano sobre el brazo de Josiah:

– Abuelo, me parece que tendríamos que ir a ver a nuestros pollos.

– Sí, creo que tienes razón, muchacho. Ya hemos estado perdiendo demasiado tiempo aquí.

Bajo la mesa, el tacón de Rye se detuvo. Se irguió cuan alto era, con fingida languidez que hizo sonreír a Laura para sus adentros, y luego la tomó del codo para hacerla levantarse. «Como si necesitara que me instase», pensó.

Les pareció que los apretones de manos y las buenas noches llevaban un tiempo exagerado pero, al fin, el grupo se desintegró y la familia Dalton bajó en fila india por la escalera hacia sus camarotes.

Al llegar a la puerta del de Rye y Laura, Josiah se detuvo y los señaló con la boquilla de la pipa.

– Será mejor que mañana durmáis hasta tarde. No os preocupéis por Josh y por mí… -Buscó con la mano el hombro del nieto, y lo oprimió-. Nosotros estaremos ocupados alimentando a los animales.

Josh aferró la mano ancha y retorcida del abuelo y lo arrastró hacia la puerta vecina.

– ¡Vamos, abuelo! ¡Ship está gimiendo!

– Ya voy, ya voy.

Josiah se dejó arrastrar por el niño, sintiéndose invadido por un bienestar que no disfrutaba desde el día en que su hijo zarpó a bordo del ballenero Massachusetts.

Capítulo23

El cerrojo se cerró tras ellos con chasquido metálico. Laura se detuvo en el centro de la habitación, y Rye, cerca de la puerta. A través de la pared llegó el sonido ahogado de la voz de Josh que saludaba con entusiasmo a Ship y de un par de ladridos excitados, y luego, silencio, salvo por el golpe rítmico de la máquina de vapor que funcionaba en las entrañas del buque. La lámpara encendida se balanceaba sobre la cabeza de Laura, proyectando su sombra sobre las piernas de Rye, luego a la pared y otra vez a los pies del hombre.

Contempló los estrechos camastros, notando que no eran lo bastante largos para Rye: para albergarlo con comodidad, deberían tener unos quince centímetros más. Estaba sacándose el cordón del bolso de la muñeca cuando oyó a sus espaldas la voz de Rye,.

– Señora Dalton.

Se dio la vuelta lentamente hacia él: estaba con los pies bien separados, las rodillas unidas, una mano suelta a su lado y la otra ocupada en aflojar el corbatín.

– ¿Sí, señor Dalton?

Tiró el bolso sobre el banco sin mirar dónde caía. Dentro del pecho, su corazón bailaba una danza de acoplamiento, y le faltó el aliento.

– ¿Puedo hacerte el amor ahora?

Con gestos lánguidos soltó el corbatín, pero lo dejó colgando del cuello. Apartando la chaqueta hacia atrás, la retuvo con las muñecas y apoyó las manos sobre las caderas. La postura revelaba por qué había estado sacudiendo el pie bajo la mesa, y ahora la exhibía con audacia. La cresta de su masculinidad proyectaba hacia delante los pantalones verdes, y Rye vio que la mirada de Laura se posaba en ella para luego volver a su boca.

– Pensé que nunca me lo pedirías -respondió con voz ronca. Se detuvieron al borde del abismo, estirando ese último momento para gozar por anticipado del abrazo antes de que comenzara de verdad.

– Entonces, ven aquí y empecemos.

Pero se movieron al unísono, encontrándose a mitad de camino, corazón a corazón, boca a boca, hombre contra mujer en una unión prefijada por años durante los cuales ni los giros adversos de la fortuna consiguieron separarlos. Las lenguas impacientes, miembros resbaladizos y sedosos, se encontraron uniendo a marido y mujer en una imitación oral de lo que vendría. El beso empujó hacia atrás la cabeza de la mujer contra el hombro sólido, y Rye se cernió sobre ella detectando su sabor, su textura y esa esencia de laurel atrapada en su ropa.

El olía a tela de lino limpia, y su cuerpo parecía haber retenido el punzante perfume de la madera de las tablas de encina y de cedro con que trabajaba desde hacía años.

Bajo la ropa, Laura sintió el cuerpo cálido, la carne flexible cuando deslizó el brazo entre la chaqueta suelta y el chaleco ajustado, contorneando el torso ancho, abriendo la mano sobre la seda que se tensaba entre los omóplatos por el modo en que él se inclinaba para abrazarla.

Durante largos meses pusieron a prueba su rectitud una y otra vez, pero ya no había restricciones, y no era necesario que las manos se demoraran. Las del hombre se ahuecaron sobre los pechos que las aguardaban, y las de ella tantearon y acariciaron la cálida columna de carne que constituía el estómago de Rye.

De la garganta del hombre brotó un rumor áspero de pasión, y el beso ahogó el murmullo de la mujer, con esa lengua que acariciaba el interior sedoso de su boca. Las manos empezaron a moverse, y el deseo a crecer.

Cuando, al fin, Rye apartó la cabeza, su mano estaba sobre la de Laura, aumentando la presión de las caricias.

– Ah, mi amor, empezaba a pensar que nunca más volvería a sentir tus manos sobre mí. -Sacó la mano de encima de la de ella y descendió por la falda amarilla, posándola en el monte de su feminidad oculto bajo capas de tela-. O las mías sobre ti.

El contacto encendió la sangre de la mujer y transformó en un esfuerzo el simple acto de respirar.

– Creí que la cena no terminaría jamás -pronunció Rye contra el cuello de Laura.

– Todo el tiempo tenía ganas de preguntarte la hora.

Los labios de Rye rozaron los de Laura, y la hizo enderezarse con un rápido movimiento del brazo. Ojos azules como las aguas profundas del Atlántico que se miraban en esos otros, oscuros como la tierra fértil.

– Es hora de que se quite ese vestido, señora Dalton.

– Y usted su traje, señor Dalton.

Los seductores hoyuelos aparecieron en la cara de Rye, que se rascó una patilla.

– Sí, ahora que lo pienso, está resultándome cada vez más incómodo.

– Entonces, permítame, por favor -canturreó con voz dulce, apartando las solapas de los hombros.

Dócil, se puso de espaldas y se quitó la chaqueta. Laura la tiró sobre el banco mientras él giraba lentamente hacia ella y desenganchaba la cadena del reloj del botón del chaleco, al mismo tiempo que los dedos ansiosos de la mujer iban hacia su pecho. Estirando el brazo, Rye dejó el reloj en lugar seguro, mientras Laura le desabotonaba el chaleco y pasaba la prenda por los hombros, sin preocuparse de ver dónde caía.

Estaba a punto de desabotonar el cuello, cuando las manos de Rye la aferraron con firmeza de los antebrazos y la contuvieron.

– ¿Qué prisa hay, querida? Estás adelantándote a mí.

Los pulgares ásperos acariciaron la piel desnuda de la parte interior de los brazos, donde las venas parecían latir a su contacto. En los ojos azules aparecieron chispas de impaciencia que desmentían sus palabras, pues a duras penas se contenía. Sin apartar la vista de los ojos de Laura, besó primero la palma de la mano izquierda, después la derecha, pasó la lengua con suavidad por la piel sensible de la cara interna del brazo, hasta el borde de la manga, que llegaba al codo. Le puso las manos a los lados y empezó a soltar la fila de botones que iban desde el hueco del cuello hasta las caderas. Cuando el vestido quedó abierto, se lo bajó por los hombros. Quedó sujeto por las enaguas en las caderas, olvidado, y Rye tocó con delicadeza la parte de atrás de los lóbulos de las orejas sólo con las yemas de los dedos medios, que luego fue bajando con torturante lentitud por los costados del cuello, contorneando los hombros, enganchándolos en las tiras de la camisa y bajándolos por las curvas subyugantes.

Mientras sus dedos la recorrían, los párpados de Laura descendían. El aliento se le quedó atrapado y retenido cuando la levísima caricia de Rye disparó una flecha ardiente por su vientre. Tuvo la impresión de que perforó algún recipiente de líquido que existía en una parte de su cuerpo, liberando un flujo caliente y sensual de deseo y bienvenida.

Se estremeció y abrió los ojos. Los de Rye eran profundos y atentos, sabían lo que pasaba dentro de la novia mientras trazaba volutas invisibles sobre la clavícula, luego, sobre la blanda hinchazón del pecho para terminar en el borde superior de encaje de la enagua. Laura pasó las manos bajo las de él y, con un solo tirón, el lazo desapareció de entre los pechos y la enagua quedó colgando por la cintura. Tomando las manos del hombre por el dorso, apoyó las palmas que se llenaron con sus pechos, apretándolos, sin poder sofocar el deseo casi doloroso de su carne.

Otra vez bajó los párpados; ladeó un poco la cabeza y la echó atrás, y murmuró con esfuerzo:

– Rye, he estado pensando en esto desde que terminó el verano. Bésame, querido, por favor.

Rye inclinó la cabeza y los labios cálidos se abrieron sobre uno de los globos marfileños, que levantó y modeló, hasta que su punta sonrosada se proyectó dentro de su boca voraz. Lo chupó, lo mojó e hizo girar el pezón entre los dientes para luego encerrarlo suavemente entre ellos. Laura gimió, se aferró a sus hombros y se echó hacia atrás, mientras los dientes del hombre sujetaban el capullo erguido y lo estiraban. Y cuando las sensaciones fueron tan intensas que hacían doler, se precipitó otra vez hacia delante moviendo los hombros con sensualidad, haciéndolo buscar y seguir el pezón con la boca.

De pronto, Rye gimió, la sujetó por las caderas y hundió la cara en la carne fragante, atrapando otra vez el pecho y obligándola a quedarse quieta mientras él soltaba el botón de la cintura, y empujaba hacia abajo camisa, calzones, enaguas y vestido, que quedaron a sus pies en un amontonamiento de color limón.

– Siéntate. Te quitaré los zapatos.

Con ruido sordo, Laura cayó sobre la nube de prendas: parecía el pistilo en el centro de una margarita amarilla y blanca, mientras Rye se arrodillaba ante ella, aflojaba rápidamente los cordones del zapato, se lo quitaba tirando del talón y le quitaba la media para luego alzar la vista.

– El otro -le ordenó, ya impaciente.

Estaba enganchado en la cintura de la enagua, y él lo soltó, y luego descalzó el otro pie sin desperdiciar un solo movimiento.

Mientras Rye tiraba con destreza de los cordones, ella le acariciaba el muslo con el pie desnudo, contemplando la coronilla que se inclinaba sobre el otro pie.

– ¿Tienes idea de lo mucho que ansiaba hacer el amor aquel día que me senté en tu regazo, sobre la silla?

Rye alzó la vista, asombrado:

– El día que me echaste -recordó.

– Sí, el día que te eché -respondió, y siguió en tono seductor-: Esa noche, cuando me acosté, me satisfice yo misma.

Rye se quedó boquiabierto, con expresión atónita en el rostro petrificado. El zapato cayó al piso.

– Después de cinco años, aún estás llena de sorpresas.

Laura giró las rodillas a un lado, rodó sobre la cadera y se inclinó hacia él con una mano apoyada en el suelo.

– Bueno, no me digas que tú no hiciste lo mismo muchas veces, en los años que estuviste a bordo del ballenero.

Al tiempo que hablaba, sus manos se acercaron a los pantalones.

Simultáneamente, Rye manipulaba los botones de la camisa, sonriéndole:

– No lo niego. Pero cada vez que lo hacía pensaba en ti. -Aferrando la pechera de la camisa, se la quitó a tirones, con impaciencia, sacándola por los hombros. La sonrisa se hizo más audaz-. Creo que, en adelante, no habrá mucha necesidad de autosatisfacción, ¿no le parece, señora Dalton?

– Oh, espero que no.

Con los pantalones ya desabotonados, Rye se sentó y empezó a tironear de una de las largas botas negras bajo la mirada acariciadora de Laura. La bota no salía. Ahogó una maldición, y siguió tirando mientras Laura, de rodillas, asió las puntas del corbatín con las manos, lo atrajo hacia sí y le pasó la punta de la lengua por la ceja izquierda.

– Esta condenada bota…

En ese preciso instante, se salió. De inmediato la emprendió con la otra mientras Laura repetía el tratamiento con la otra ceja, obligándolo casi a irse hacia atrás con su provocación, acariciándole los párpados con la lengua húmeda, pasándola por el costado de la nariz para terminar mordiéndole el labio superior.

– ¿Quieres que te ayude con esa bota? -murmuró, atrapando entre los dientes un mechón rebelde de la patilla, tirando con suavidad, besuqueando en dirección a la oreja.

Hundió la lengua ahí, y Rye dio un brutal tirón que hizo volar la bota a la otra punta del camarote.

Giró sobre las caderas, haciendo caer a Laura al suelo debajo de él, los pechos aplastados bajo el rizado vello de su tórax. Le sujetó la cabeza por los lados, asaltando la boca con la suya, pasando la lengua ansiosa sobre los dientes de Laura, bajo la lengua de ella, encima, hundiéndose una y otra vez con sugestivo ritmo.