Brian notó que ella tenía los brazos cruzados, apretados contra el pecho, y su habitual nerviosismo, que sólo estaba ausente cuando alguno de sus hermanos estaba cerca.
– Siento que no tenga armario, pero puedes colgar tus cosas aquí.
Abrió una puerta que conducía a una parte del sótano sin terminar, la cual contenía la lavadora y los accesorios de la misma.
Brian avanzó hacia ella, que retrocedió mientras él asomaba la cabeza por la puerta del cuarto de la lavadora. Había un colgadero con perchas vacías, que las corrientes de aire procedentes de la abertura de la puerta hacían tintinear.
– Aquí no hay baño, pero usa la bañera o la ducha de arriba siempre que quieras.
– Todo esto da cien vueltas al «POS» de la base, especialmente en Navidades.
Theresa observó lo bien hecho que estaba el nudo de su corbata, el modo en que la chaqueta azul perfilaba el pecho y los hombros, sobre el azul más claro de la camisa, lo bien que le quedaba la gorra de líneas rectas sobre su rostro de líneas igualmente rectas.
– ¿POS? -preguntó ella.
– Pabellón de Oficiales Solteros.
– Ah.
Theresa esperó a que los ojos de Brian resbalaran hacia abajo, pero no fue así. En cambio, Brian comenzó a desabrocharse los cuatro botones plateados con el emblema del águila y el escudo de la U.S. Air Force, dándole la espalda a Theresa y paseando por el cuarto mientras se quitaba la chaqueta. Con un movimiento lento y tranquilo se quitó la gorra, y Theresa vio su pelo por primera vez. Era de un tono castaño muy intenso, corto, de acuerdo con las normas militares; demasiado corto para el gusto de Theresa.
Sería mucho más atractivo si lo llevase un poco más largo.
– Es estupendo quitarse estas cosas.
– Deja que las cuelgue.
Cuando Theresa se acercó a coger la chaqueta, Brian le tendió la gorra también; el interior de la misma todavía conservaba el calor de la cabeza. Mientras se dirigía hacia el cuarto de la lavadora, aquel calor parecía abrasarle la mano. Cuando le dio la vuelta a la gorra para dejarla en el estante que había sobre el perchero, percibió el aroma de colonia que también tenía su chaqueta.
Cuando regresó al cuarto, Brian estaba de pie junto a las puertas de cristal, con las manos en los bolsillos, contemplando el crepúsculo en el jardín nevado. Durante un largo instante Theresa observó la espalda de su camisa azul cielo. Luego cruzó la habitación silenciosamente y encendió una luz exterior, que iluminó las perchas para pájaros de su padre. Brian pestañeó cuando se encendió la luz y luego volvió la cabeza para mirar a Theresa, que cruzó los brazos bajo la rebeca y se puso a su lado, observando el paisaje.
– Todos los inviernos papá intenta atraer a los pájaros cardenales, pero hasta ahora no lo ha conseguido este año. Este es su sitio preferido de la casa. Por las mañanas se baja su café y se sienta en la mesa con los prismáticos a mano. Se pasa horas aquí.
– Entiendo por qué.
La mirada de Brian se dirigió una vez mas al exterior, donde los gorriones picoteaban en la base de la percha en busca de semillas caídas. La luz le daba a la nieve un aspecto resplandeciente y cristalino. De repente, un arrendajo azul se lanzó de un árbol, graznando furiosamente. Al aterrizar, espantó a los gorriones, y luego contoneó la cabeza orgullosamente, desdeñando las semillas que con tanto celo guardaba.
– No estaba seguro de venir con Jeff. Pensaba que a lo mejor molestaba, ¿sabes?
Theresa sintió que sus ojos se volvían hacia ella y esperó no ponerse colorada mientras intentaba mentir de modo convincente.
– No digas tonterías, no molestas en absoluto.
– Un extraño en una casa en esta época del año es un estorbo. Lo sé, pero no pude resistirme a la invitación de Jeff, cuando pensé en pasar dos semanas sin nada que hacer aparte de mirar las paredes desnudas de los pabellones.
– Me alegra que no lo hicieras. Mamá no vaciló ni un momento cuando Jeff telefoneó y le sugirió la idea. Además, Jeff nos ha hablado tanto de ti en sus cartas que no podemos considerarte un extraño. De hecho, creo que hay «alguien» que está un poco atolondrado contigo, incluso antes de que bajaras del coche.
Brian se rió de buena gana y sacudió la cabeza mirando al suelo, como si estuviera un poco avergonzado.
– Menos mal que no tiene seis años más. Va a causar sensación cuando tenga veinte años.
– Sí, lo sé. Todo el mundo lo dice.
Brian no percibió rencor alguno en las palabras de Theresa, sólo un cálido orgullo fraternal. Y no necesitó bajar la vista para percibir que, mientras hablaba, inconscientemente apretó los brazos con más fuerza sobre sus senos.
«Gracias por prevenirme, Brubaker», pensó Brian, recordando todo lo que Jeff le había contado de su hermana. «Pero al parecer les ha contado tantas cosas de mí como a mí de ellos».
– Jeff nos dijo lo de tu madre -dijo Theresa con tono afligido-. Lo siento. Debió ser terrible cuando recibiste la noticia del accidente de avión.
Brian contempló la nieve una vez más y se encogió de hombros.
– En cierto modo sí y en cierto modo no. Nunca tuvimos mucho contacto desde que murió mi padre, y desde que volvió a casarse no tuvimos ninguno en absoluto. Su segundo marido pensaba que yo era un drogadicto porque tocaba música rock y no malgastó más tiempo en mí del que era absolutamente necesario.
Theresa pensó en su propia familia, tan unida, tan llena de amor, y reprimió el impulso de poner la mano sobre el hombro de Brian para confortarle. Se sentía culpable por las muchas veces que había deseado que Jeff no le llevase. Había sido algo completamente egoísta, reservar sus Navidades familiares, igual que el arrendajo guardaba las semillas que no quería comer.
Esta vez, cuando pronunció las palabras, Theresa las sentía verdaderamente en el corazón.
– Estamos muy contentos de tenerte con nosotros, Brian.
Capítulo 2
– ¡Están en casa! -dijo Jeff a voces, y luego asomó la cabeza por la entrada del sótano-. ¡Eh, vosotros dos, subid aquí!
Como observador exterior, Brian no pudo evitar el envidiar a Jeff Brubaker por la familia que tenía, pues el recibimiento que le dieron sus padres fue una emotiva muestra de amor sincero. Margaret Brubaker estaba saliendo del coche cuando Jeff se abalanzó sobre ella. La bolsa de la compra que llevaba cayó en la calzada nevada sin ninguna ceremonia y hubo un intercambio de besos y abrazos entremezclados con lágrimas de la emocionada madre. Willard Brubaker dio la vuelta al coche para hacer otro tanto, aunque con muchas menos lágrimas que su mujer, pero había un brillo innegable en sus ojos cuando se echó hacia atrás y dijo a Jeff:
– Es formidable tenerte en casa, hijo.
– Claro que lo es -añadió su madre, y entonces compartieron un fuerte abrazo entre los tres-. ¡Fijaos lo que he hecho con las compras! Willard, ayúdame a recogerlas.
Jeff los detuvo a ambos.
– Por ahora, olvidaos de las compras. Yo volveré por ellas en un minuto. Ahora quiero presentaros a Brian.
Con un brazo alrededor de los hombros de cada uno de sus padres, Jeff los guió hacia la cocina, donde Brian esperaba con las dos chicas.
– Estos son los dos que tuvieron el valor de tener un chico como yo… mi madre y mi padre. Y éste es Brian Scanlon.
Willard Brubaker estrechó la mano de Brian.
– Me alegra tenerte con nosotros, Brian.
– Así que éste es el Brian de Jeff -fue el saludo de Margaret.
– Me temo que sí, señora Brubaker. Aprecio sinceramente su invitación.
– Hay dos cosas que debemos dejar claras ahora mismo -afirmó rotundamente Margaret sin ningún prolegómeno, levantando un dedo acusador-. La primera es que no debes llamarme señora Brubaker, como si fuese un coronel de vuestra base. Llámame Margaret. Y la otra es… ¿no fumarás hierba, verdad?
Amy hizo una mueca de disgusto sin ningún disimulo, pero el resto de ellos compartieron unas carcajadas que sirvieron para romper el hielo incluso antes de que Brian respondiese sinceramente:
– No, señora. ¡Nunca volveré a fumar hierba!.
Primero hubo un momento de sorpresa, y, luego todo el mundo volvió a estallar en carcajadas. Y Theresa miró a Brian de un modo nuevo.
A Brian le daba la sensación de que en la casa de los Brubaker nunca reinaba la tranquilidad. Inmediatamente después de las presentaciones, Margaret se puso a repartir órdenes, mandando a los «chicos» a buscar las compras que había dejado en la calzada. A continuación organizó los preparativos de la cena y la cocina se llenó de ruidos cuando las patatas comenzaron a freírse en una sartén y se fueron colocando los platos con la vajilla de plata en la mesa. En la sala, Jeff cogió su vieja guitarra, pero después de unos pocos minutos, comenzó a dar voces.
– ¡Amy, apaga ese maldito tocadiscos! ¡Está retumbando en la pared como para volver loco a cualquiera!
El único tranquilo del grupo parecía Willard, que se instaló cómodamente en un sillón de la sala a leer el periódico vespertino como si el caos que le rodeaba no existiera. En menos de diez minutos, fue evidente para Brian quién llevaba los pantalones en la casa de los Brubaker. Margaret repartía órdenes como un sargento de instrucción, tanto si quería que la llamasen Margaret como si no. Pero dirigía a su prole con una lengua afilada que poseía tanto sentido del humor como carácter.
– Theresa, no frías las patatas hasta que se pongan más duras que la suela de un zapato, como a ti te gustan. Acuérdate de los dientes postizos de tu padre. Jeff, ¿no podrías tocar otra cosa? ¡Sabes que odio esa canción! ¿Qué ha sido de las viejas canciones bonitas como «Moonlight Bay»? Amy, saca dos sillas plegables del armario, y no te acerques a la crema de coco hasta la hora del postre. ¡Willard, no pongas ese periódico sucio en los brazos del sillón!
Para asombro de Brian, Willard Brubaker miró por encima de sus gafas y murmuró, demasiado bajo para que su mujer lo oyera:
– Sí, mi pequeña tortolita.
Luego miró a Jeff y los dos intercambiaron sonrisas. A continuación, la mirada de Willard se deslizó hacia Brian, le guiñó un ojo rápidamente y desapareció detrás del periódico, apoyándolo en el brazo del sillón.
La cena fue abundante y sencilla: Salchichas, judías con tomate y patatas fritas… la comida favorita de Jeff. Willard se sentó a la cabecera de la mesa, su mujer frente a él, las dos chicas a un lado y los dos chicos al otro.
Mientras cenaban, Brian observó las proporciones del pecho de Margaret y se dio cuenta de quién había heredado Theresa su figura. A lo largo de la agradable comida, Theresa conservó la rebeca sobre los hombros, aunque hubo ocasiones en que claramente le molestaba en sus movimientos. Ocasionalmente, Brian alzó la vista para descubrir a Amy mirándole con una expresión que revelaba un inminente enamoramiento de adolescente, pero Theresa no le miró ni una sola vez.
A mitad de la cena sonó el teléfono y Amy se levantó para cogerlo.
– Hola -dijo, luego tapó el aparato e hizo una mueca de disgusto-. Es para ti, Jeff. Me parece que es la sosa de «Ojos de goma».
– Cuidado con lo que dices, hermanita, o uniré las barras de arriba de tu aparato con las de abajo.
Jeff cogió el teléfono y Amy regresó a la mesa.
– ¿Ojos de Goma? -preguntó Brian mirando a Theresa.
– Patricia Gluek -respondió ella-, su antigua novia. A Amy nunca le gustó cómo se maquillaba, así que comenzó a llamarla Ojos de Goma.
Amy se sentó emitiendo un gruñido de exasperación.
– Solía ponerse tal cantidad de rimel que parecía que tenía pegadas las pestañas, por no mencionar cómo atosigaba a Jeff con todos sus arrumacos. Me pone enferma.
– ¡Amy! -exclamó Margaret, y la chica tuvo la delicadeza de desistir.
Brian arqueó las cejas mirando a Theresa, que una vez más le aclaró las cosas.
– Amy adora a Jeff. Le gustaría tenerlo para ella sola durante las dos semanas completas.
Justo entonces Jeff dejó el teléfono sobre su muslo y preguntó:
– Eh, vosotros dos, ¿os apetece pasar a recoger a Patricia después de cenar para ir al cine o algo así?
Brian estiró el cuello para mirar de lado a Jeff.
– ¿Quién, yo? -preguntó Theresa tragando saliva.
– Sí, Brian y tú -respondió su hermano con sonrisa indulgente.
Theresa ya podía sentir los colores ascendiendo por su cuello. Nunca salía con nadie, y menos con los amigos de su hermano, pues todos eran más jóvenes que ella.
Brian se volvió hacia Theresa.
– A mí me parece bien, si Theresa no tiene ningún inconveniente
– ¿Qué dices, cara guapa?
Jeff jugaba con el teléfono impacientemente, y las miradas de todo el mundo se volvieron hacia ella. Por su cabeza desfilaron un montón de excusas, todas ellas tan poco convincentes como las que solía inventarse en las extrañas ocasiones en que los profesores solteros del colegio le pedían que saliera con ellos. Notó que Amy estaba boquiabierta de envidia, sin ningún disimulo.
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