Cuando llegaron a la casa de Patricia, Jeff apagó las luces y envolvió a Patricia entre sus brazos sin un momento de vacilación.
Los besos, descubrió Theresa, hacían más ruido del que se podía pensar. Del asiento delantero provenía el inequívoco sonido de la respiración agitada, los murmullos provocados por los cambios de posición y los lentos movimientos de las manos. El chasquido de una cremallera zumbó en el aire y Theresa pegó un salto. Pero se arrepintió inmediatamente de ello, pues era sólo la cazadora de Jeff.
– Theresa, ¿qué te parece si damos un paseo? -sugirió Brian.
Se encendió la luz del techo y Theresa salió precipitadamente por la puerta de Brian, tan aliviada que deseó arrojarse a sus brazos y besarle de pura gratitud.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, Theresa se sorprendió a sí misma soltando un suspiro, contenido hasta entonces, y las últimas palabras que se hubiera imaginado.
– Gracias, Brian.
Él metió las manos en los bolsillos de la cazadora y sonrió.
– No tienes que dármelas. Yo también me sentía un poco incómodo.
Su confesión la sorprendió, pero la franqueza acabó con parte de la tensión.
– Veo que tendré que hablar con mi hermanito sobre el decoro. ¡No sabía dónde meterme!
– ¿Qué solías hacer cuando te sucedía algo parecido en una cita doble?
A Theresa le avergonzó tenerlo que reconocer.
– No había estado en una cita doble an… -se detuvo justo a tiempo y rectificó-. Nunca he estado en una.
– Bueno, no debes preocuparte por ellos. Ambos son adultos. Jeff la quiere… me lo ha dicho más de una vez, y tiene la intención de casarse con ella cuando acabe el servicio.
– Me sorprendes, ¿siempre te lo tomas todo a bien?
«Cielos», pensó Theresa, «¿hacen dos parejas cosas así en el mismo coche con tan pocos escrúpulos como mi hermano y se quedan tan tranquilos? Theresa se dio cuenta de lo ingenua que debía parecerle a Brian Scanlon.
– Es mi amigo. Yo no juzgo a mis amigos.
– Bueno, es mi hermano, y me temo que yo sí le juzgo.
– ¿Por qué? Tiene veintiún años.
– Lo sé, lo sé.
Theresa se sentía irritada consigo misma y violenta con el tema de conversación.
– ¿Cuántos años tienes, Theresa? Veinticinco, ¿no es así?
– Sí.
– Y deduzco que no has hecho con demasiada frecuencia este tipo de cosas…
– No.
«Porque cada vez que me metía en un coche con un chico, él iba sólo a por lo que iba, sin importarle la persona lo más mínimo».
– Estaba ocupada estudiando cuando iba al instituto y a la universidad, y desde entonces… bueno, no salgo demasiado.
Iban deambulando por una calle nevada, Theresa con su abrigo gris abrochado hasta arriba y las manos apretadas en los bolsillos. La nieve resplandecía bajo la luz de los faroles, y sus alientos formaban nubes vaporosas mientras el hielo quebradizo crujía bajo sus pies a cada paso.
– Entonces, ¿qué te ha parecido la película? -preguntó Brian.
– Me avergonzó.
– Lo siento.
– No es culpa tuya, sino de Jeff. La escogió él.
– La próxima vez nos aseguraremos antes de seguirle ciegamente, ¿de acuerdo?
¿La próxima vez? Theresa alzó la vista. Brian estaba sonriéndole con una relajada naturalidad que tenía por objeto tranquilizarla, pero que sólo imprimió a su corazón una extraña ligereza. Debería haber respondido «No habrá próxima vez», pero en cambio sonrió a su vez y aceptó.
– De acuerdo.
Volvieron sobre sus pasos y, estaban dirigiéndose hacia la calzada de los Gluek, cuando Jeff apareció con el coche y se detuvo junto a ellos.
– ¿Os importaría que os llevásemos a casa? -preguntó Jeff cuando los dos se instalaron de nuevo en el asiento trasero.
– En absoluto -respondió Brian por ambos.
– Gracias por comprender, Bry. Y tú, cara guapa, ¿te ocuparás bien de él, verdad?
Theresa sintió ganas de darle una bofetada a su hermano. ¡Desde luego, Jeffrey Brubaker daba por hecho bastante más de lo que había!
– Claro.
¿Qué otra cosa podía responder?
Cuando llegaron, Brian abrió la puerta y se encendió la luz. Patricia Gluek se volvió y apoyó el brazo en el respaldo del asiento.
– Oye, en Noche Vieja vamos a juntarnos un grupo de amigos en Rusty Scupper, y estáis invitados los dos. Cenaremos allí y luego nos quedaremos al baile. Habrá muchos amigos de la vieja pandilla… tú ya los conoces a todos, Theresa. ¿Qué decís?
«¡Demonios! ¿Tenía que preocuparse todo el mundo de arreglar citas para la pobrecita Theresa, que nunca salía con nadie?» Pero en el fondo sabía que Patricia sólo estaba procurando ser amable y también pensando en Brian, que era el invitado de Jeff y no podía ser excluido en modo razonable alguno. En esta ocasión Brian no la puso en un compromiso.
– Lo discutiremos y te contestaremos la próxima vez, ¿de acuerdo?
– Una gente del colegio hace una fiesta en su casa, y les dije que iría -mintió Theresa.
– Oh -Patricia parecía sinceramente decepcionada-. Bueno, en ese caso, vendrás tú, ¿no, Brian?
– Lo pensaré.
– Muy bien.
Brian hizo ademán de salir, pero Jeff le cogió del brazo.
– Oye, Scan, gracias. Supongo que debería estar contigo para hacer de anfitrión, pero nos veremos por la mañana a la hora del desayuno.
– Venga, venga. Diviértete y no te preocupes por mí.
Cuando se alejó el coche, Theresa buscó las llaves dentro del bolso. Las encontró y abrió la puerta, entrando a una cocina sombría, iluminada tan sólo por una bombilla que había sobre la cocina blanca. Reinaba el silencio… ni tocadiscos, ni guitarras, ni voces.
Ambos sabían a ciencia cierta lo que estarían haciendo Jeff y Patricia, y esto creó una inevitable tensión sexual entre ellos.
– Has dicho que te apetecía comer pastel. Queda muchísimo -murmuró Theresa para aliviar la tensión.
En realidad Brian no tenía hambre, pero no le desagradaba en absoluto la idea de pasar un rato más con Theresa, y el pastel parecía una buena excusa.
– Jeff me ha hablado mucho de ti, Theresa. Mucho.
«¡Cielos!», pensó. «¿Cuánto? ¿Cuánto? Jeff, que conoces mis miedos más íntimos. Jeff, que me comprende. Jeff, que no puede mantener la boca cerrada.»
– ¿Qué te ha contado?
Theresa procuró dominar el pánico, pero se filtró en su voz, dándole un matiz que no podía disimularse.
Brian se puso más cómodo, recostándose y estirando sus largas piernas para apoyar los pies sobre el asiento de la silla opuesta. Le brillaban los ojos mientras observaba especulativamente el rostro en sombras de Theresa.
– Cómo le cuidabas cuando era un crío. Me ha hablado de tu música. El violín y el piano. De los dúos que hacíais en las reuniones familiares para conseguir algunos centavos pasando la gorra.
Brian esbozó una leve sonrisa y movió en círculos el vaso de leche sobre la mesa.
– Oh, ¿eso es todo?
Theresa dejó caer los hombros aliviada, pero mantenía los brazos cruzados en la mesa, ocultándose tras ellos como mejor podía.
– Por las cosas que me contó, me imaginé que podría llevarme bien contigo. Tal vez me gustaras incluso antes de conocerte, porque a él le gustas mucho, y eres su hermana, y a mí él también me cae muy bien.
Theresa estaba poco acostumbrada a oír que le gustaba a alguien, a lo largo de su vida, unos cuantos habían intentado demostrar abiertamente lo que les «gustaba» de ella, pero de la forma descarada y grosera que tanto despreciaba. Al parecer, Brian admiraba algo más profundo, su forma de ser, su amor por la música, sus relaciones familiares. Todo esto, incluso antes de verla.
Pero ahora tenía la mirada fija en ella, y Theresa percibió el brillo de la misma en la semioscuridad.
– Me encantaría ir contigo a esa fiesta de Noche Vieja -prosiguió Brian.
Sus ojos se encontraron, los de Theresa muy abiertos por la sorpresa, los de Brian con expresión cautelosamente grave.
– Comeré un poco si tú comes también.
– Me parece bien.
Theresa se dirigió al vestíbulo, en el que reinaba la oscuridad total, y se desabrochó el abrigo sin encender ninguna luz. Una vez más, Brian estaba detrás de ella para ayudar a quitárselo. Ella le dejó murmurando las gracias y regresó a la cocina para poner dos vasos de leche y sacar tenedores y platos.
Brian se sentó con Theresa, escogiendo una silla que había junto a la de ella, y se quedaron comiendo en silencio durante un buen rato. En el ambiente débilmente iluminado, Theresa podía percibir que Brian estaba observándola.
– Entonces, ¿en Noche Vieja irás a una fiesta con tus compañeros?
– No, eso me lo inventé.
Brian levantó la barbilla sorprendido.
– ¿Sí?
– Sí. No me gusta que nadie tome decisiones por mí y, sobre todo, no hay necesidad de que cargues conmigo en Noche Vieja. Puedes ir con Jeff y sus amigos. Conoce algunas chicas muy…
– ¿Cargar contigo? -la interrumpió Brian con esa voz suave y profunda que provocaba escalofríos en su interior.
– Sí.
– ¿Esta noche te di la impresión de estar de mala gana contigo?
– Sabes lo que quiero decir. No has venido con Jeff para tener que llevarme a todos los sitios que vayas.
– ¿Cómo lo sabes?
Theresa estaba perpleja.
– Tú… yo… -balbució.
– ¿Te sorprendería si te dijese que en gran parte deseaba conocer a la familia de Jeff por ti?
– Pero tú… tienes dos años menos que yo.
Nada más hablar, Theresa deseó tragarse las palabras. Pero Brian preguntó impertérrito:
– ¿Eso te molesta?
– Sí. Yo… -hizo una pausa para lanzar un profundo suspiro-. Yo no puedo creer que esta conversación esté teniendo lugar.
– Pues a mí no me molesta lo más mínimo -prosiguió él inalterable-. Y no te quepa la menor duda de que no quiero ir solo a esa fiesta. Todo el mundo estará emparejado y no tendré a nadie con quien bailar.
– Yo no bailo.
Ese era el fondo de la cuestión. Bailar era un placer al que había renunciado.
– ¿Una mujer tan aficionada a la música como tú?
– La música y el baile son dos cosas diferentes. Nunca me he preocupado de…
– Aún faltan varios días para Noche Vieja. Hay tiempo de sobra para practicar. Tal vez consiga hacerte cambiar de opinión.
– Déjame pensarlo, ¿de acuerdo?
– Claro.
Brian se levantó y llevó los dos platos al fregadero. Por su parte, Theresa abrió la puerta del sótano y encendió la luz de la escalera.
– Bueno, no estoy segura de que mi madre haya hecho tu cama.
Theresa oyó los pasos que la seguían por la escalera enmoquetada y pidió al cielo que la cama estuviese hecha para poder darle las buenas noches y escapar rápidamente a su propia habitación.
Desgraciadamente, el sofá-cama ni siquiera estaba abierto, así que a Theresa no le quedó más remedio que cruzar el cuarto para comenzar con la tarea. Dejó a un lado los cojines, consciente de que Brian había encendido la lámpara y la habitación se había iluminado con una luz suave que la hizo perfectamente visible mientras sacaba el colchón plegado.
– Voy a buscar sábanas y mantas -explicó.
Luego se escabulló rápidamente al cuarto de la lavadora y bajó de un estante sábanas y mantas limpias. Brian había encendido la televisión en su ausencia, y en la pantalla podía verse una vieja película en blanco y negro. El volumen era sólo un murmullo cuando Theresa comenzó a hacer la cama y Brian se colocó en el lado opuesto del sofá para ayudarla.
Sus largos dedos manejaban la sábana con la destreza de un soldado acostumbrado a tener su camastro en estado de revista. Una sábana voló en el espacio que los separaba, y sus miradas se encontraron sobre la misma, pero se desviaron a continuación. Las imágenes de la escena erótica de la película surgieron en la mente de Theresa cuando estaban remetiendo las sábanas. Las manos de Brian se movían con mucha más habilidad que las de ella, que no podía evitar que le temblaran.
– Está tan bien estirada que una moneda rebotaría sobre ella -afirmó Brian con tono aprobador.
Theresa levantó la vista y descubrió que Brian no estaba mirando la cama, sino a ella, y se preguntó qué estaría haciéndole aquel hombre. En la vida había sido tan sexualmente consciente de un hombre como entonces. Los hombres no le habían procurado nada excepto vergüenza e intimidación, y los había evitado. Pero así estaban las cosas, y no podía apartar la vista de los ojos verdes de Brian Scanlon, con la cama a medio hacer, preguntándose lo que sería hacer con él las cosas que había visto en la película.
«Las pelirrojas se ponen feas cuando se ruborizan», pensó Theresa.
– La otra sábana -le recordó Brian, y Theresa se volvió, confundida, para cogerla.
Cuando la cama estuvo hecha por fin, el corazón de Theresa daba saltos de campeonato. Pero todavía le quedaba una obligación como anfitriona.
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