– Si quieres, sube arriba y te daré un juego de toallas limpias y una esponja, y te enseñaré dónde está el cuarto de baño.

– Jeff me lo enseñó después de la cena.

– Oh. Oh… bien. Bueno, siéntete libre de ducharte o… o lo que sea cuando quieras. Puedes colgar las toallas mojadas en el cuarto de la lavadora.

– Gracias.

Estaban de pie a ambos lados del sofá, y Theresa se dio cuenta repentinamente de que por primera vez permanecía frente a él sin ocultar sus senos. Desde que se habían conocido no le había visto mirándolos ni una sola vez. Sus ojos contemplaban las pecosas mejillas, luego ascendieron hasta su pelo, y Theresa cayó en la cuenta de que llevaba un buen rato sin mover un solo dedo.

– Bueno… buenas noches entonces -dijo con voz suave y temblorosa.

– Buenas noches, Theresa -respondió él con voz profunda y tranquila.

Theresa salió precipitadamente de allí, subiendo las escaleras como si la estuviera persiguiendo Brian con malas intenciones. Cuando ya estaba instalada en la cama con las luces apagadas, le oyó subir al baño.

«¡Theresa Brubaker, tápate la cabeza con la almohada!» exclamó para sí, pero escuchó todos los sonidos procedentes del baño, y se estuvo imaginando a Brian Scanlon ejecutando los rituales de la hora de acostarse preguntándose, por primera vez en su vida cómo se las arreglarían un hombre y una mujer en los momentos iniciales de su relación.

Capítulo 3

A la mañana siguiente, Theresa se despertó con el estruendo del tocadiscos de Amy. Echó una mirada al despertador y saltó de la cama como si ésta estuviese ardiendo. ¡Las diez! ¡Debería haberse levantado dos horas antes para preparar el desayuno de Brian y Jeff!

En pocos minutos estuvo lavada, peinada y vestida con unos vaqueros y una blusa holgada, blanca, además de una rebeca negra echada sobre los hombros.

Sus padres habían ido a trabajar muchas horas antes. La puerta del cuarto de Jeff estaba cerrada, y se podían oír sus ronquidos. Al parecer, Amy estaba aún en su cuarto, destrozándose el pelo con unas tenacillas eléctricas, mientras Theresa intentaba peinar sus indomables cabellos pasándose la mano por el infame amasijo de rizos que caían hasta sus hombros.

Se dirigió silenciosamente hasta la cocina, pero la encontró vacía. La puerta del sótano estaba abierta… Brian debía haberse levantado ya. Estaba llenando de agua la cafetera cuando él entró sin hacer ruido por la puerta que conducía directamente a la sala.

– Buenos días.

Theresa se dio la vuelta bruscamente, haciendo que el agua volara en todas direcciones, y se llevó la mano al corazón.

– ¡Oh! ¡No sabía que estabas aquí! Creía que todavía estabas abajo.

– Llevo mucho tiempo levantado. Es difícil romper la rutina.

– ¿Has estado todo el tiempo ahí solo?

Brian esbozó una simpática sonrisa.

– No. Con Stella.

– ¿Y qué tal te fue con ella? -preguntó Theresa devolviéndole la sonrisa mientras llenaba de café el filtro y ponía la cafetera al fuego.

– Es una chica vieja y descarada, pero le hablé con dulzura y respondió como una dama.

No era lo que decía, sino cómo lo decía, lo que hizo ruborizarse a Theresa. Había un leve indicio de burla en sus palabras, a pesar de ser absolutamente educadas. Theresa no estaba acostumbrada a oír ese tono de voz cuando hablaba con hombres, y ese tono, combinado con su vaga sonrisa, le daba escalofríos.

– No te oí tocar.

– Nos hablábamos en susurros.

Una vez más, Theresa no pudo evitar ruborizarse.

– Yo… yo siento que no estuviera nadie levantado para prepararte el desayuno. Es mi primer día de vacaciones, y creo que mi cuerpo decidió aprovecharse de ello. Jeff todavía está durmiendo, debió volver tarde.

– Alrededor de las tres.

Así que Brian no había dormido bien. Ella tampoco.

Brian se apoyó contra la puerta. Llevaba unos vaqueros desgastados y ajustados y una camiseta de rugby blanca que delineaba su cuerpo lo justo como para darle un aspecto tentador.

Theresa recordó lo mucho que le había costado dormirse después del extraño modo en que Brian había conseguido agitar sus sentidos, y se preguntó qué le habría quitado el sueño a él. ¿El recuerdo de las escenas más fuertes de la película? ¿Pensar lo que estarían haciendo Jeff y Patricia? ¿O tal vez recordar los momentos en que estuvieron en la cocina, en la penumbra?

– ¿Por qué no te sientas mientras te preparo un zumo de naranja?

Brian aceptó, aunque Theresa no se libró de su mirada ni siquiera después de darle el zumo. Los ojos de Brian la siguieron perezosamente mientras daba la vuelta al bacon, revolvía huevos y ponía pan a tostar.

– ¿Qué habéis planeado Jeff y tú para hoy?

– No lo sé pero, sea lo que sea, espero que vengas.

A Theresa le dio un vuelco el corazón, y se sintió decepcionada por lo que debía responder.

– Oh, lo siento, pero tengo mucho que hacer. Debo ayudar a mi madre a preparar las cosas para la cena de mañana, y por la tarde tendré que arreglarme para el concierto que damos.

– Ah, es cierto. Jeff me lo dijo. ¿Es la orquesta de la ciudad, no?

– Sí. Ya llevo tres años en ella y me encanta…

– Buenos días a los dos.

Era Amy, que apenas miró a su hermana; sólo tenía ojos para Brian. Aunque él ni siquiera pestañeó al ver a Amy, que iba con unos vaqueros ajustadísimos y un suéter igualmente ajustado. Llevaba el pelo muy bien peinado, rizado y hacia atrás, y eso le daba un aire ingenuo asombrosamente adecuado para una adolescente. Su maquillaje podría haberle enseñado un par de trucos a «Ojos de Goma» algunos años atrás.

– Yo creía que hoy en día las jovencitas se pasaban las vacaciones con cualquier cosa puesta -observó Brian, consiguiendo halagar a la chica sin alentar ninguna esperanza excesiva.

– Hum… -dijo Amy con sonrisa bobalicona-. Eso sirve para demostrar lo poco que sabes.

Pero Theresa sabía muy bien que, si Brian no hubiese estado allí, Amy no se habría tocado ni una pestaña, y tampoco habría salido de su madriguera hasta la una de la tarde.

Amy se acercó a la cocina con afectada elegancia y cogió un trozo de bacon, mordisqueándolo con un aire provocativo que sorprendió verdaderamente a su hermana. ¿Dónde habría aprendido a comportarse de aquella manera? ¿Cuándo?

– Amy, si vas a comer huevos con bacon, coge un plato -la regañó Theresa, repentinamente irritada por los flirteos de su hermana.

Aunque era consciente de lo estúpido que era enfadarse por la nueva faceta que su hermana estaba exhibiendo, no podía negar que estaba resentida. Quizás porque la jovencita no tenía una sola peca en la piel, tenía el pelo de color castaño, con reflejos cobrizos, y una figura que debía ser la envidia de la mayoría de sus compañeras de clase.

Desde la mesa, Brian observó toda la escena: el efímero destello de irritación que la hermana mayor no había podido disimular, la rebeca de «camuflaje», y hasta la expresión de culpabilidad que cruzó su rostro, provocada por los feos sentimientos que no había sabido dominar en aquel momento.

Brian se levantó, se puso a su lado y contempló sonriendo sus ojos llenos de perplejidad.

– Oye, déjame echar el café por lo menos. Me siento como un parásito sentado aquí, mientras tú no paras.

Cogió la cafetera mientras Theresa desviaba la mirada hacia los huevos que estaba sacando de una cazuela.

– Las tazas están…

Theresa se volvió y descubrió que Amy estaba observándolos.

– Amy te enseñará dónde están.

Estaban empezando a comer cuando Jeff salió de su cuarto arrastrando penosamente los pies descalzos. Llevaba unos pantalones viejos e iba rascándose el pecho y la cabeza simultáneamente.

– Me ha parecido oler a bacon -dijo.

– Y a mí me ha parecido oler a rata -replicó Theresa-. Jeff Brubaker, deberías estar avergonzado. Tener aquí a Brian como invitado, y haberle dejado de ese modo.

Jeff se arrastró hasta una silla y se dejó caer en ella.

– Oh, demonios, a Brian no le importó, ¿verdad, Bry?

– Claro que no. Theresa y yo tuvimos una agradable conversación, y me acosté temprano.

– ¿Qué te ha parecido la vieja «Ojos de Goma»? -interpuso Amy.

– Es exactamente tan atractiva como esperaba después de oír las descripciones de Jeff y ver algunas fotos suyas -contestó Brian.

– ¡Bah!

Jeff apoyó los codos sobre la mesa y estudió de cerca a su hermana pequeña.

– ¡Mirad quién habla! -dijo canturreando-. Anda que la mocosa no ha aprendido unas cuantas cosas de la vieja Ojos de Goma.

– ¡Tengo catorce años, Jeffrey, por si no lo habías notado! -exclamó mirando ferozmente a su hermano-. Y hace más de un año que me pinto.

– ¡Ah! -replicó Jeff recostándose de nuevo-. Le pido perdón, Irma la dulce.

Amy se puso de pie, y habría salido de la cocina hecha una furia si su hermano no la hubiese agarrado del brazo y la hubiese hecho aterrizar en su regazo, dónde se sentó cruzada de brazos obstinadamente y con una expresión de enfado y tolerancia a la vez.

– ¿Te apetece venir con Brian y conmigo a comprar los regalos para papá y mamá? Necesitaré que me ayudéis a elegirlos.

La irritación de Amy se disolvió como por arte de magia.

– ¿Sí? ¿Lo dices en serio, Jeff?

– Por supuesto que sí.

Jeff la levantó de su regazo y le dio una palmadita en el trasero.

– Arregla tu cuarto y saldremos en cuanto acabemos de desayunar.

Cuando se fue, Jeff se quedó mirando la puerta por la que había salido.

– Lleva unos pantalones demasiado ajustados. Mamá debería hablar con ella.


Cuando se quedó sola, Theresa recordó la conversación del desayuno con no demasiado buen humor. ¿Por qué era tan irritante que Jeff hubiese notado la naciente madurez de su hermana? ¿Por qué se sentía sola y abandonada y, tenía que admitirlo, celosa, porque su hermana estuviera acompañando a Brian Scanlon a unas inocentes compras navideñas?

Como tenía la casa para ella sola, se puso ropa más cómoda y se pasó el resto de la mañana hirviendo patatas y huevos para la enorme ensalada que llevarían a la reunión familiar fijada para la noche siguiente, que era Nochebuena. Por la tarde se lavó la cabeza, se dio un baño, se arregló las uñas y revolvió el cuarto de Amy en busca de una pintura de uñas un poco más atrevida que el brillo que usaba normalmente. Encontró una de su hermana y la probó, pero hizo una mueca al pintarse la primera raya. «Sencillamente, no soy una chica sofisticada», pensó. Pero acabó de pintarse la primera uña, y la sostuvo en alto para examinarla críticamente. Al final, se decidió.

Una vez pintadas las uñas, Theresa no se sintió segura de haber hecho lo correcto. Se imaginó la luz de los focos centelleando en sus manos mientras tocaba el violín. «Soy una persona tímida a la que la naturaleza le ha jugado una mala pasada», pensó, pero decidió dejarse las uñas pintadas.

Preparó un asado de carne para la cena y planchó la larga falda negra y la sencilla blusa blanca que componían el atuendo de las mujeres de la orquesta. La blusa se ajustaba a las líneas de su cuerpo, pero en los conciertos no podía disponer de ninguna rebeca para ocultarse.

Estaba sentada al piano haciendo escalas cromáticas para desentumecer los dedos, cuando regresaron Brian y sus hermanos de hacer las compras.

Jeff la llamó a voces y luego siguió la música hasta la sala. Se inclinó sobre el hombro de Theresa, tocó la melodía de Jingle Bells y se fue a continuación de la sala con dos bolsas llenas de paquetes y seguido por Amy, que iba también cargada. Brian apareció de pronto en la puerta, con las mejillas levemente sonrojadas por el aire invernal y la cazadora abierta. Se detuvo con una mano metida en el bolsillo trasero del pantalón y la otra sujetando una bolsa de papel marrón.

– ¿Por qué no tocas algo? -preguntó.

Inmediatamente, las manos de Theresa abandonaron el teclado.

– Oh, sólo estaba desentumeciendo los dedos para el concierto.

– Entonces, desentumécelos un poco más -replicó avanzando un paso más.

– Ya están desentumecidos.

Brian se dirigió hacia el sofá, y Theresa le siguió con la mirada.

– Magnífico, entonces toca una canción.

– No sé tocar rock.

– Ya lo sé. Eres una persona de clase.

Brian sonrió, dejó el paquete sobre el sofá y se quitó la cazadora, sin apartar la vista de ella ni por un momento. Theresa apretó con fuerza las manos.

– Una persona clásica; quería decir -rectificó con una vaga sonrisa-. Así que, tócame algo clásico.

Theresa se puso a tocar sin partitura, permitiéndose a veces cerrar los ojos y echar la cabeza hacia atrás, y Brian atisbo en algunos momentos su expresión de estar como embrujada. Cuando abría los ojos, no los fijaba en nada concreto, y a Brian no le cabía la menor duda de que se olvidaba completamente de su presencia. Volvió a observar sus manos. Frágiles, de dedos alargados y muñecas delicadas… Con qué sutileza se movían. En una ocasión Theresa sonrió, ladeando la cabeza mientras de las yemas de sus dedos brotaban unos acordes trepidantes y ella entraba en ese mundo cautivador que Brian tan bien conocía y comprendía.