Brad contempla el techo mientras le hablo y masculla para sí mismo. No puedo esperar que recuerde nada de lo que le digo, así que la lista es tanto para él como para ella. Brad siempre tiene la cabeza en las nubes con su «investigación». Solía admirarle por ello. Hasta lo encontraba sexy, y me sentaba frente a él para escuchar sus ideas. Nunca había conocido a alguien tan orgullosamente intelectual. Pero últimamente me irrita. Sus ideas son confusas cuando las examinas. No estudié en una universidad de la Ivy League [6] como sus amistades, pero me doy cuenta de que mi marido es un idiota con un gran vocabulario.
Cuando conocí a Brad, no estaba particularmente versada en filosofía esotérica o en publicaciones académicas. Me propuse sumergirme en ese tipo de material para demostrarle mi amor. Fue un error. Cuanto más aprendía, más comprendía que él no tenía ni idea de lo que estaba hablando, simplemente introducía palabras como «paradigma» en su conversación cotidiana para impresionar. Me he dado cuenta de que Brad se aproxima a los conocimientos académicos como sus padres a la vida: mediante marcas. En el caso de su familia, ropa de diseño y coches. En el de Brad, predecibles hombres intelectuales. Ahora su forma de pronunciar me irrita. Su olor a papel marchito y a biblioteca me irrita. Su manera de sonarse a todas horas con ese pañuelo sucio con sus iniciales me irrita. Lleva el cabello revuelto, porque le gusta llevarlo así. Todos sus amigos tienen el mismo aspecto y me irritan también. En conclusión, Brad, mi marido, el hombre al que tengo que aguantar de por vida, me irrita.
Dios me ayude.
Consuelo debe llegar al mediodía. Más vale que Brad esté aquí a esa hora. La última vez, alegó que se había olvidado por completo y que estuvo en la biblioteca del MIT. La pobre Consuelo tuvo que coger el autobús con semejante frío para regresar a Chelsea. Me sorprende que no nos haya abandonado. Brad sugirió que le diéramos una llave. Sospecha de todos los hombres que se parecen a su padre, pero ¿confía en Consuelo? Tiene que estar loco.
7.50 h: Voy en el Cherokee hacia la avenida Commonwealth, antes incluso de que Brad se haya dejado caer de la cama de invitados que ahora es oficial y literalmente su nido, llena como está de papeles, comida caducada y calcetines sucios con agujeros. Han pasado cinco meses desde la última vez que dormimos en la misma habitación. Ya ni siquiera lo despierto para despedirme. Lo prefiero. Al principio me dolió, pero ahora puedo leer tranquitamente revistas en mi propia cama, sin tener que oírle quejarse de lo vulgar que es la cultura pop. Puedo disfrutar de mi trabajo sin tenerlo resoplando sobre mi revista y mi dedicación. El silencio entre nosotros al menos ha servido para algo. Doy gracias al Señor.
8.00 h: Me dirijo a South Boston para lavar el todoterreno. Esta noche es la cena mensual de la Asociación Comercial Minoritaria, en el hotel Park Plaza, y un coche sucio no es admisible. Lauren me diría que soy superficial; debe de haber algún motivo para que me odie. Hay estudios sobre este tipo de cosas. La gente toma sus decisiones basándose en detalles no verbales. El color de tus dientes, si llevas las uñas limpias, la postura que adoptas esperando a que te atiendan. Intento no juzgar a las personas por estos detalles, pero somos animales. Así nos creó Dios, ¿y quiénes somos para cuestionar su obra?
En marzo daré el discurso principal en la cena de la Asociación Comercial Minoritaria. Es un gran honor. Y no es ningún error. Me preparé para esto en mi presentación personal. Ya he empezado a trabajar en mi discurso sobre la imagen de las minorías en los medios, y sobre cómo controlar nuestra propia imagen. Tengo mucho que decir.
He olvidado mencionar que me he duchado en casa. Los sitios públicos son para el público. Llevo un traje de chaqueta de buen gusto, nada demasiado llamativo o chillón. Ropa de trabajo.
8.10 h: Espero en la calurosa nave del lavadero automático de coches y vigilo, a través de un ventanuco, para que esos apocados y desvergonzados jóvenes que trabajan aquí no le hagan un arañazo al coche. Una mujer regordeta me golpea al pasar hacia la puerta, y ahogo una protesta.
Cuando Brad empezó a esfumarse de mi vida también me quedé callada. Creo que mis padres se distanciaron igual, mucho antes de que yo naciera. Me pregunto si alguna vez sintieron pasión el uno por el otro. Antes solía preguntarme si era adoptada, pero me parezco a ambos. Siempre que veo el cuadro del granjero y su esposa, detrás de una horca, pienso en mamá y papá en la iglesia, muy juntos, hombro con hombro, y al otro lado de mamá estoy yo. Ni gritos ni lágrimas, había poca conversación en casa. En una ocasión, mi madre me llevó aparte y me susurró:
– Por favor, recuerda que no tienes que ser como yo.
Aquél fue su único consejo.
8.15 h: Voy en mi resplandeciente Cherokee a la oficina. Enciendo el equipo y escucho tranquilamente el disco compacto de Toni Braxton. Aumento el volumen hasta que siento retumbar los bajos en mi pecho y arranco a cantar sola. Marco el ritmo dando golpecitos en el volante, y muevo los hombros hasta que veo que un hombre me sonríe desde el coche de al lado. Me ruborizo y paro. ¿Se reía o coqueteaba? No me atrevo a volver a mirar. Bajo la música y miro a otro lado. Ha empezado a nevar de nuevo.
Intento recordar la música que escuchaba en la casa de mi infancia, y me parece que lo único que sonaba siempre era una plácida ópera o el viejo country de papá. Vivíamos bien en nuestra amplia hacienda de adobe, con flores y álamos meciéndose al ritmo del canto de las cigarras en verano. Exhibíamos el éxito con aquellos coches americanos nuevos y ropa tradicional de Dillard's, una familia antigua continuando una tradición inmemorial de modales y sofisticación. No discutíamos demasiado sobre nada, a excepción del negocio que mi madre montó unos años antes de conocer a mi padre y que él se apropió.
– El hombre toma las decisiones -dice papá- y la esposa obedece. Eso es lo que dice la Biblia y eso es lo que hacemos en esta casa.
Mi padre lo controlaba todo, e informaba a mamá con frases breves y oportunas en español. Nunca la he visto sin las comisuras de la boca torcidas por la amargura del resentimiento. En la universidad me di cuenta de que la Biblia no dice que la mujer deba obedecer al hombre. Ésa es la versión de mi padre. La interpretación hispana del norte de Nuevo México. La Biblia dice que el hombre y la mujer deben respetarse mutuamente. Eso es lo que enseña mi Dios. Pobre mamá.
En el siguiente semáforo, abro de una sacudida mi teléfono móvil y llamo a mi madre con la marcación abreviada. Sólo son las seis y veinte en Albuquerque, pero sé que ya lleva más de una hora levantada, preparando huevos revueltos con chorizo, calentando las tortillas en la llama azul de la estufa, arreglando la casa y eligiendo la corbata de papá. Mi padre ya debe de haberse marchado a trabajar en su camioneta de cuatro puertas plateada con pegatinas republicanas en el parachoques.
– Residencia de los Baca -contesta, intentando sonar alegre.
Le pregunto cómo está. Me contesta:
– Ah, bien. -Pero oigo un suspiro en su voz-. ¿Y tú? -me pregunta.
Le digo que estoy bien. Me pregunta por Brad.
– Está bien, mamá.
Pregunta por el tiempo. Le contesto y devuelve la pregunta.
– Aquí también está nevando -dice-. Falta poco para Navidad. Ya hemos empezado a vender bizcochitos.
Le recuerdo que no los coma.
– Ya lo sé -dice.
Le pregunto si hoy tiene diálisis y me dice que sí.
– No te olvides de las inyecciones -le recuerdo.
La parte baja del abdomen de mi madre está repleta de cardenales por las inyecciones de insulina. Pellizca varias veces al día una parte nueva de piel y entierra la aguja en su carne sin inmutarse. Al final del día, una diminuta gota roja de sangre que señala el punto de entrada se habrá convertido en una rabiosa flor color púrpura. Nunca se queja. Nunca.
– No me olvidaré, mi'ja -dice.
El semáforo se pone verde. Le digo que la quiero, que voy conduciendo y que tengo que colgar. Colgamos.
Subo otra vez el volumen y empiezo a moverme un poco. El tráfico va ligero, así que nadie va a fijarse en mí. Quiero un hombre que me haga sentir lo que una canción de Toni Braxton. Pensé que ese hombre era Brad. Me equivoqué. Han pasado años desde que sentí el cosquilleo de la lujuria. Sé que no debo, pero lo echo de menos. Su ausencia hace que me sienta vieja. Interrumpo el pensamiento, me persigno y pido a los santos de las estampitas que llevo en la guantera que me perdonen. Creo que lo harán. Me aproximo a un semáforo en naranja y acelero. Subo la música aún más y apenas entro en el cruce cuando se pone rojo.
Suena el teléfono. Apago el equipo y contesto sin ver el número en la pantalla, pensando que será mamá de nuevo.
– ¿Hola?
– Becca, soy Usnavys.
– Hola, encanto. ¿Cómo estás?
– Bien. Oye, ¿tienes un segundo?
– Claro.
– ¿Estarías interesada en participar en un acto que estamos organizando contra el tabaquismo con el Departamento de Salud Pública?
Giro para esquivar un Buick que me ha cortado el paso. Casi le pito. El viejo que está dentro me saca el dedo corazón como si fuera yo la que se ha puesto en medio.
– Claro, creo. Mira, Navi, ahora no puedo hablar. Estoy conduciendo. ¿Te puedo llamar más tarde?
– Ah, lo siento. Llámame después. Hablamos. Quiero preguntarte otras cosas también, cosas de hombres.
– Perfecto. Adiós, cariño.
– Adiós.
Cosas de hombres. Es tan fácil para ella hablar de cosas de hombres. Observo a personas como Usnavys, Sara y Lauren, cómo se expresan, cómo levantan la voz, maldicen, lloran y golpean la mesa para enfatizar. Yo no puedo hacer eso. Creo que muchas de las cosas que me cuentan mis amigas sobre su vida personal podrían ahorrárselas. No quiero saber nada de sus abortos ni de sus trastornos alimenticios. Sus problemas me agobian. Por eso no les he contado lo que está pasando con Brad. No quiero agobiarlas. Por eso tampoco me he enfrentado a Brad. No sé cómo hacerlo, y no estoy segura de querer aprender. Doy gracias a Dios por tener el trabajo.
8.30 h: He cronometrado cuánto tardo en llegar a las oficinas de Ella en la zona de grandes almacenes de South Boston pasando por el puente del centro de la ciudad, y, dependiendo del tráfico, tardo entre media hora y una hora. Hoy he venido rápido, incluso con nieve. Toni ha tenido algo que ver. Me encanta ese disco. Fue un regalo de Amber, lo creas o no. Nos regaló discos compactos a todas en la última reunión, escogidos, dijo, para equilibrar nuestros karmas. Me aconsejó que buscara un restaurante ayurvedico para mejorar el equilibrio, y explicó que este tipo de restaurantes sirve la comida que el cocinero cree que necesitan los comensales, siempre vegetariana. Tomé nota para escribir sobre ello en un futuro número de la revista. Parece interesante. Amber y yo tenemos más en común de lo que puede parecer a primera vista, especialmente en los hábitos de alimentación y el ejercicio.
Admiro el reluciente color plata de los edificios del centro de la ciudad contra el cielo gris oscuro. Boston es maravillosa, una ciudad llena de aire fresco, de colores pardos y grises, con edificios de ladrillo rojo como contrapunto, y flores y verdor en vera-no. En otoño, las nubes surcan veloces el cielo, como finas láminas. No como en casa, allí las nubes son tan grandes y están tan lejos que ni siquiera puedes imaginar tocarlas. Todo es posible en Boston. Pertenezco a este sitio.
Giro en la calle L hacia la calle donde está la nave reformada que es ahora la sede de la revista. Shawn, el encargado del aparcamiento, me saluda con la mano y sonríe cuando paso delante de la cabina para entrar en el subterráneo. Aparco el Cherokee en un sitio reservado cerca del ascensor, salgo, compruebo que he cerrado y subo.
8.45 h: Sorprendo a la recepcionista, que está hablando por teléfono con un tono de voz demasiado amistoso para ser una conversación profesional.
– Buenos días, señorita Baca -sonríe y cuelga en mitad de una frase intentando esconder la taza de café que se está tomando.
Tenemos una norma que prohibe comer o beber en recepción.
– Buenos días, Renee -contesto.
Hago la vista gorda con el café. Parece cansada. Está yendo a la universidad, y probablemente estuvo estudiando hasta tarde. Pero mañana la observaré. Si sigue transgrediendo las reglas, le advertiré por escrito. Una debe ser sensible y compasiva, y sobre todo amable, pero hay que poner ciertos límites y marcar la frontera de lo profesional. Las mujeres directivas andamos en la cuerda floja. Cuando eres autoritaria, te llaman «puta». Cuando eres exigente, te llaman «puta». Cuanto mejor hagas tu trabajo, más te insultarán.
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