Leí la nota rosa cuando caminaba por el pasillo hacia el departamento de publicidad.
Dice que le verá esta noche en la cena de la ACM, y espera que baile por fin.
…Empieza un nuevo año y los organizadores del desfile anual del día de San Patricio por el sur de Boston ya han anunciado otra vez su intención de excluir a los homosexuales y a las lesbianas de las festividades. ¿No entienden que al hacerlo prácticamente garantizan que los medios fijen su atención en los homosexuales y lesbianas que desean ser incluidos? Si el objetivo del desfile es celebrar la herencia irlandesa en Boston, más que la intolerancia, los organizadores deberían aprender una lección de las fuerzas armadas: «Sin preguntas, no hay respuestas». De otra forma, consiguen que la homosexualidad y el desfile del día de San Patricio estén inexorablemente unidos en nuestra memoria cívica.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 3. ELIZABETH
Probablemente no debería haberlo hecho, pero después de ver a Lauren en la última reunión de las temerarias, y después de leer su hermosa columna sobre el desfile, la llamé y la invité a cenar, las dos solas, con la intención de decirle, por fin, lo que siento por ella.
Fuimos al Elephant Walk, en Brookline, un restaurante de comida camboyana y francesa, y hablamos con el tono civilizado y tranquilo habitual entre nosotras. Llevaba un sombrero de lana azul y vaqueros, y una mochila, como en los tiempos de la universidad. Sus ojos brillaban; sus labios también. Ed, Jovan, problemas, dolor. Habló y habló. Bebió y bebió. Yo la escuchaba y me atragantaba con las palabras que tenía prisioneras en la garganta. Casi se lo digo, casi. Estuve a punto de decirle que yo podía salvarla de todo aquello, amarla eternamente, sin condiciones, abrazarla hasta borrar las dudas de su piel, hasta que todo lo que quedara fuese su enorme e imponente belleza. Pero no lo hice. No pude. El riesgo era demasiado grande, era perderla. Enfrentarme a su educado rechazo. No podría soportarlo. Cobarde hasta la médula.
Selwyn sospecha algo, creo. Cuando menciono a mis amigos, suele mostrar indiferencia. Pero cuando hablo de Lauren, se pone tensa, como una loba con el pelo erizado. Algo pasa, lo presiente, en el bosque, acechando, amenazante. La nariz dilatada. Le he hablado a Selwyn de todos mis amores pasados, pero nunca de éste, el que más me ha atormentado, el que me hace llorar. Lo que la loba que hay en Selwyn percibe es mi amor por Lauren, algo que nunca decrece, que siempre palpita, que, ¿cómo decirlo?, enturbia cada célula, volviendo mi sangre más densa e inútil cada vez que la veo, que me empuja y me hace aullar a la luna.
La llamé más tarde aquella noche para agradecerle tan fantástica cena. Parecía adormilada y sorprendida, y me callé lo que sentía. Me detuve un momento con mi secreto, aún podía oler su fragancia, escuché su respiración y pensé en cómo decírselo, en cómo decirle algo contra lo que he luchado durante una década.
– ¿Hola? ¿Liz, estás ahí? -me preguntó.
– Sí -murmuré, la boca llena de sangre invisible.
– ¿Estás bien? -quiso saber.
– Por supuesto -dije-. Sólo quería decirte que deberíamos repetirlo pronto.
– Claro -dijo arrastrando la palabra más de lo acostumbrado, y con ella, una pregunta, y tal vez también una respuesta.
Había curiosidad en su voz, escuchaba el mensaje en clave de un silencio forzado.-Bueno, adiós entonces -dije, apresurándome a salir corriendo otra vez.
– Buenas noches. Cuídate, Liz -dijo-. Te quiero.
Un millón de palomas revolotean en mi interior. La muerte de toda esperanza. Te quiero. ¿Amor? El amor de la mujer heterosexual, el de caminar cogidas del brazo cuando vas a comprar un vestido, el del beso en la mejilla, incluso el que permite, como hiciste una vez en la universidad, que agarres a la mujer que quieres del brazo y le metas un condón en el sujetador antes de que se vaya a una cita con un hombre con quien ha aceptado quedar por guardar las apariencias, un amor que significa muchos momentos casi sexuales, pero que jamás te dejará abrir la boca contra la suya para recibir su dulce y suave lengua, ni deslizar la rodilla entre sus piernas, lentamente y con los ojos bien abiertos.
De vuelta a la realidad. O casi. De vuelta a Selwyn. Todo el día pensando en Selwyn. Me he sacado a Lauren del corazón. Otra vez. Ella jamás podría entender cómo me angustia, cómo se apodera de mí y me empuja, hasta que tengo que morder mi almohada para acallar lo que pienso, cómo la amo. Las mujeres heterosexuales nunca lo comprenden del todo. Después de que la última «curiosa» me usara como experimento y me dejara sin aire, varada en la costa más solitaria cuando volvió con su hombre con un «gracias, ha sido divertido», he dejado de intentarlo.
Selwyn lee esta noche poemas de amor. Son para mí.
Sin maquillaje y con este pañuelo en la cabeza no creo que nadie pueda reconocerme. Después de que se fuera, esperé unos quince minutos en la camioneta, aparcada en una calle oscura a unas manzanas del bar, me colé cuando ya había empezado a leer, bajé al bar por una escalera oscura y estrecha, y me senté de incógnito al fondo de la sala. Me dejé puestas las gafas de sol, a pesar de que ya era de noche y el bar apenas estaba iluminado. No quiero que me molesten. Aquí no. No mientras Selwyn Womyngold está leyendo. Me arriesgo a que me reconozcan un miércoles por la noche. La noche de Womyn. Sin embargo, no querría estar en ningún otro sitio.
Es la primera semana de un nuevo año. A lo mejor también ha llegado el momento de ser una nueva mujer. No lo sé. No sé si tengo ese tipo de valor.
Nace del mar tu cuerpo, sal, sol y aire / Sirena, piel de concha marina, deslízate por la arena de mi pecho, dejando las huellas de tus manos al marchar…
Sigue leyendo y se me pone la piel de gallina. Esta mujer fuerte y sólida de Oregón es pura poesía. Su alma es tan verde como los pinos que describe. Uno puede ver su alma al descubierto cada vez que hace una pausa al recitar y nos mira, a su público, saboreando cada palabra perfecta y deliciosa. Esta noche, su pelo corto y desordenado es violeta. Cambia con su estado de ánimo. La semana pasada lo llevaba blanco platino, porque nos leyó un poema sobre cómo envejecemos; sólo tiene veinticuatro años, por lo que hizo un gran esfuerzo de identificación. Esta semana es del color del amor, porque lee poemas de amor.
No debería decir lee, sé que no es la palabra adecuada. Vine a este país a los diecisiete años, para ir a la universidad, y aunque estudié inglés en Colombia y lo hablo con fluidez, a veces me es difícil encontrar las palabras adecuadas para expresarme. Quiero decir que me es difícil encontrarlas en inglés y en español. Después de diez años de vida bilingüe, no sé dónde se van las palabras. Intento alcanzarlas, las siento flotando aquí mismo, en la periferia de mi conciencia, pero se escapan y se desvanecen en el éter. Por eso amo la poesía. Si falta la palabra adecuada, puedes dar forma al mismo propósito con otra, seguir el tentáculo que las conecta, de alguna manera; son los agujeros negros de nuestro espíritu.
No le he dicho a ninguna de mis antiguas amigas de universidad que quiero escribir poesía. Que escribo poesía. Amber podría entender la necesidad que el mundo tiene de poesía. Tal vez Lauren también. Las otras valorarían la creatividad, supongo. Lo que no entenderían es lo que me impide hablarle a ninguna de las temerarias de mi poesía. No creo que comprendieran los sentimientos que encierra. Sé que no los entenderían. Cuando nos reunimos, cuando veo a Lauren y la pasión que brilla en sus ojos, quiero decírselo a todas. Quiero abrirme el pecho con un cuchillo, sacarme el corazón y alzarlo frente a ellas sobre la palma de mi mano, para que puedan ver por fin que late de forma diferente. Y extraña. ¿Cómo?, ¿qué dices? Y lésbica, sí. Pero tuve que esperar a tener veinticinco años, hace tan sólo tres, para verlo yo misma, o incluso reconocerlo. Y es mío. No creo que ninguna de las temerarias reparase en su arrítmico latido, su forma peculiar, el extraño dibujo de su superficie. Selwyn entiende esa parte de mí, porque la comparte. Y ahí está, escapa por su boca en forma de palabras que captura del cosmos sólo para mí.
Solía verte, niña de sombra, niña encogida, hablando con tus demonios por las esquinas / Solía cantarte en sueños, respirarte en mi lenta muerte solitaria / y entonces me adentré en tu ola, te sentí bajo el agua, te sentí bajo el agua, te encontré allí, te encontré allí / Niña oscura, niña esbelta, te encontré allí, esperándome, palabras españolas goteando de tu boca como miel, goteando cada vez más abajo, cada vez mejor.
No les causaría buena impresión. Estoy segura. Es corpulenta, lleva camisas de franela a cuadros y pantalones anchotes de hombre. Lleva el pelo corto, eso podría gustarle a Rebecca, pero sólo lleva pendientes en una oreja, cinco aros de plata como mínimo. No les gustaría a ninguna. Buscarían la puerta más próxima para salir corriendo. Son así. No serían capaces de ver más allá de sus prejuicios para apreciar los ojos de Selwyn. Marrones ojos ardientes que se encienden con chispas de humor y vida. No les causaría buena impresión. No a ellas. Pero a mí sí. A mí. Es casi como estar con Lauren.
Empecé a venir aquí con la intención de leer algún día uno de mis poemas. Pero para hacerlo tendría que salir de las sombras, nadar hacia la superficie, mostrarme desnuda ante la ciudad de Boston, exponer mi corazón a la vista y a la mordedura de millones de extraños. No. La gente sabe quién soy. Me conocen. Creen que me conocen. Desayunan huevos y café, miran fijamente el televisor, y ven en él mi cara detrás de una capa de maquillaje. Mandan a sus hijos a la parada del autobús y hacen crujir sus periódicos mientras les leo las noticias del día con mi alegre sonrisa. Me mandan postales de Navidad y miles de cartas con todo tipo de consejos que no he pedido. Me dicen que me deje crecer el pelo, que me lo corte, que engorde, que adelgace, que hable con más claridad, que esté orgullosa de mi acento, que me cambie el nombre, que desvele mi apellido español. Me dicen que vuelva a África. Me insultan de cien maneras. Me piden que me case con ellos y me proponen traer a sus madres al estudio para que me conozcan. Me envían postales con preciosos dibujos de gente colgando de sogas. Me preguntan quién creo que ganará la Superbowl. Me piden que grite a los padres de sus bebés. Todos creen que me conocen.
Ni uno me conoce. Nadie. Ni siquiera Selwyn. Lo intenta. Lee sobre Colombia, estudia la historia de mi país, compra discos compactos de ballenato, e intenta aprender a bailar. Empezó suscribiéndose a revistas como American Journalism Review, para que tuviéramos más cosas de las que hablar los domingos por la tarde. Pero hay algo en mí, el ritmo de mi infancia, el jardín de sabores que me motivan y los colores luminosos y chillones con los que me gustaría que pintaran las casas de esta ciudad, los olores cálidos, florales, que siento que debería despedir la calle de una ciudad en verano, cosas que ella siempre encontraría exóticas e incomprensibles. Vengo de la cálida y húmeda ciudad costera de Barranquilla, y aunque era un lugar cruel para una madre soltera y médico a pesar de su color y su sexo -y para su esbelta y escurridiza hija-, es la imagen de cómo debería ser el mundo. Exuberante. Verde. Lleno de música y sabor. Nunca me siento tan en casa como en Colombia, porque a pesar de su violencia y sus imperfecciones, la amo desesperadamente.
De pequeña Selwyn era bajita, gordita y muy americana; tenía unos padres liberales que la querían a toda costa, y supo desde el jardín de infancia que amaría a las mujeres. Yo era alta y espigada, mi madre jamás hablaba de esas cosas, y aunque sabía que sentía algo especial por las chicas y no por los chicos, no supe que amar a las mujeres fuera una opción hasta que llegué a la universidad y aprendí a ponerle nombre. «Lesbiana.» Una palabra torpe y fea, y que nada tiene que ver con lo que una siente al serlo.
En Colombia no tenemos una palabra para designarlo. Tenemos una palabra para los hombres que aman a otros hombres, y es «mujer». Los hombres no se consideran homosexuales a menos que sean «de abajo», de donde yo vengo, y casi todos los hombres han practicado el sexo con otro hombre al menos una vez. En Colombia no se piensa que las mujeres sean sexuales. Allí las mujeres sexuales son malas. En la sabiduría popular, quiero decir. Incluso cuando las llaman putas, dan por supuesto que las pagan y no lo disfrutan. Las mujeres son madres en Colombia, y cocineras. Son vírgenes o prostitutas, sin término medio, nada. Por eso mi madre nunca quiso que yo volviera. Ella se quedó allí, pero siempre me dijo que quería que yo viviera libre en un país donde mi sexo y el color de mi piel no fueran motivo de odio. En Estados Unidos, me dijo mi madre, las mujeres son cuando menos seres humanos. Y ahora, aquí en Boston, soy mujer y famosa. Mi madre está orgullosa. Me pide que le envíe videos de cada informativo. Hablamos todos los domingos por teléfono y siempre que puedo voy a verla. No sabe lo que siento por las mujeres y prefiero que no se entere. Por eso me escondo en las últimas filas para escuchar a Selwyn. Por eso y porque no sé cómo reaccionarían los productores del informativo nocturno nacional que han estado cortejándome durante meses. Quiero ese trabajo.Con todas mis fuerzas. Presentadora de un informativo nacional. Yo. Por eso no puedo surgir de las sombras, levantarme y gritar lo que soy: ¡lesbiana! Acabaría con mi madre, tal vez también con mi carrera, y podría perder a las temerarias, mis cimientos en esta ciudad durante una década.
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