En concreto, a mi mejor amiga, Sara, esa mujer singular y bocazas de Miami que me hace reír más que nadie. Sara nunca me ha atraído. Pero no puedo confesarle lo que soy. Parece que no le gustan los gays y nos lo ha dicho a todas alguna vez; recuerdo cientos de veces que ha contado chistes de homosexuales. ¿Cómo, se preguntarán, puedo tener una amiga como Sara, conociendo su aversión a personas como yo? Les contaré algo: Sara y yo tenemos historia, una larga amistad de café, té y sueños compartidos, su sentido del humor es el mío, su familia es como la mía, sus hijos como mis hijos. No creo que sea sabio combatir prejuicios con prejuicios, no puedo odiar a mi mejor amiga por ser ignorante. Prefiero esconderme de su odio y disfrutar de su risa. No puedo salir del armario. Perdería a Sara. Podría hasta perder mi trabajo.
La primera mujer que amé fue Shelly Meyers, en quinto. Vivía para verla andar. Nunca se lo dije. No sabía que pudiera, no sabía cómo. No sabía. Siempre me ha gustado el mismo tipo de mujer. La segunda mujer que amé fue Lauren Fernández. Shelly y Lauren tienen la piel clara, el pelo alborotado y oscuro que les cae por todas partes y los ojos grandes y temperamentales. Ambas tienen caderas y piernas poderosas y caminan con paso firme. Selwyn también es así. A veces imagino que es Lauren. Eso no lo sabe y nunca debe enterarse. Enloquecería. Selwyn es así, frágil. Puede parecer dura, pero no lo es. Es emocionalmente frágil, como los verdaderos artistas. La llamo papel de cristal, lista para romperse al menor soplo de viento. Ella me llama alga marina. Así nos llamamos en la oscura intimidad. Papel de cristal y alga marina.
Un alga marina me pasa por encima, por debajo, por dentro / cuando menos lo espero la lengua me sabe a alga marina, la saboreo en mis momentos más luminosos / luz de papel de cristal en las mil formas del sí.
Continúa y se detiene de repente. El público aplaude y silba, y unas admiradoras se apresuran al escenario e intentan tocar su mano. No estoy celosa. Son sus estudiantes. Conozco a Selwyn y no es de las que te engañan. Fue la primera que me contó ese chiste de: «¿Qué trae una lesbiana a su segunda cita? Un camión de mudanzas U-Haul». Llevamos juntas cerca de un año, escondiéndonos como adolescentes, yo cogiendo caminos inverosímiles para llegar a su casa en Needham, ella esperando pendiente del móvil hasta que le digo que mis vecinos han bajado las persianas y puede doblar la esquina y escurrirse por la puerta de mi blanca casa de Beacon Hill. Selwyn es en quien pensaba cuando compré el edredón con la funda de cuadros escoceses; Selwyn es en quien pienso cuando compro en el supermercado ensalada de patata, algo que yo nunca comía; Selwyn es en quien pienso cuando riego las plantas que insistió en que pusiera por toda la casa para conseguir armonía, serenidad y oxígeno. Es Selwyn, siempre Selwyn, el motor de mis decisiones, la Selwyn de piernas musculosas y manos estrechas.
A estas alturas ya viviríamos juntas, si yo pudiera reconocer lo que soy. Selwyn es paciente. No me presiona. Dice que hay que darle tiempo a un brote para que se convierta en árbol. Es amable y generosa, y no me llama al trabajo a menos que la avise primero. Tiene cuidado y nunca me mira de forma comprometida en público. Así expresa de forma visible e invisible su amor por mí. Éstos son los aros por los que la hago pasar. Así la hiero todos y cada uno de los días, pero ella siempre regresa a por más, siempre pide más. Así son las cosas para Elizabeth Cruz y Selwyn Womyngold. Así es el amor visto desde el filo de la navaja.
El trío de jazz empieza a tocar. Selwyn firma algún autógrafo, sonríe a algún fotógrafo y me busca con la mirada. Me hace la señal -rascarse la ceja izquierda- que significa que nos vemos en la camioneta. La veo salir primero, andando como una pantera, espero un minuto interminable y me deslizo por la parte de atrás hacia la escalera que conduce a la fría noche. Bajo por la avenida Massachusetts, tuerzo en la esquina y siento clavarse en mí la mirada de todo bicho raro que deambula de noche por Central Square. Es sólo una sensación, por supuesto. Con mi bufanda, gafas de sol y abrigo largo soy una excéntrica más en uno de los lugares excéntricos más densamente poblados del mundo. He aparcado a unas manzanas, en una calle pequeña cerca del Centro de la Mujer, el lugar donde escuché leer a Selwyn por primera vez. Camino y soy vagamente consciente del sonido de pasos detrás de mí. Hay mucha gente, no me resulta raro.
Cuando llego a la camioneta, la calle está vacía. Selwyn está apoyada en una farola y me ve llegar. Sonríe, mujer pantera de papel de cristal. Está preciosa. Le devuelvo la sonrisa. Quiero abalanzarme, tomarla entre mis manos, amasarla como pan y devorarla. Quiero besarla. Lo deseo. Miro alrededor y no veo a nadie. Su poesía me ha emocionado, me ha hecho sentir viva. Invencible. Decido dejarme llevar por un instante, saltar desde el precipicio y ver qué pasa. Corro hacia ella, la abrazo y la beso en la boca. Se sorprende. No está incómoda, porque no es ella quien tiene el problema. Si dependiera de ella, iríamos por los centros comerciales cogidas de la mano, ignorando a los escandalizados padres y madres que apartan a sus hijos a nuestro paso. Iríamos al cine como la gente normal.
– ¿Por qué has hecho eso? -pregunta frotándome el hombro.
– Por ser tú. Por ser mía.
Me siento como una jovencita de nuevo, risueña e inconsciente, a punto de bailar en plena calle. Pero hace demasiado frío aquí en Cambridge, en Boston. Frío metido en los huesos. Selwyn me acerca a ella y me besa otra vez, caliente, suave, mía, mujer. Pero antes de terminar, oigo una voz. No la mía. Ni la de Selwyn. Sin embargo, me es familiar.
– ¿Liz Cruz?
Paro, suelto a Selwyn y me vuelvo en dirección a la voz. Es Eileen O'Donnell, columnista de cotilleos del Boston Herald e invitada habitual del programa de televisión matutino que presento.
– Pensé que eras tú -dice, con una sonrisa demasiado grande para su pequeña y puntiaguda cabeza-. Escucha, estaba en el recital, recibí un soplo sobre Selwyn Womyngold… Te llamas así, ¿verdad? ¿«Womyn», con «y»? La lectura ha estado genial, Selwyn. Muy… conmovedora.
Las palabras salen de su boca entre feas bocanadas de vapor blanco; ha corrido y el aire frío le hace toser.
– Eileen -digo-. Te lo ruego -le suplico con la mirada.
– Me alegro de verte, Liz. ¿Cómo estás?
No contesto.
– ¿Dónde podría encontrar uno de tus libros, Selwyn? -pregunta.
La loba que hay en Selwyn la observa con la tensión de una luchadora entrenada.
– Tengo que ser honesta con vosotras, chicas -continúa Eileen-, también estuve aquí la semana pasada. Y os seguí hasta Needham. Tienes una bonita casa por allí, Sel. Vives muy bien para ser poeta. Una poeta de veinticuatro años recién graduada en Wellesley. Vi en internet que enseñas en Simmons College. ¿Es una universidad sólo para chicas o algo así?
– Que te jodan -dice Selwyn furiosa.
– Eso no me suena a poesía. ¿Qué es, un haiku?
Selwyn me quita las llaves de la camioneta y abre la puerta del copiloto. Me empuja dentro:
– Vamonos.
Estoy aturdida, fría, rígida, aterrada ante lo que Eileen va a hacer. Selwyn ocupa el asiento del conductor y acelera. Hacemos casi todo el camino de regreso a su casa en silencio.
– No te preocupes -dice finalmente, en un vano intento por parecer alegre.
La miro y veo lágrimas en sus ojos.
– Por favor, Elizabeth -dice. Veo a la niña que fue-. Tienes que olvidarlo.
Asiento. Me ayuda a entrar en casa, me hace una taza de chocolate, me trae el camisón largo de Snoopy y las zapatillas peludas. Me da un masaje, me canta nanas americanas con letras tan tristes que me cuesta imaginar que se las canten a los niños, y me acaricia el pelo. Entonces me acuesta, me arropa como una madre y me besa suavemente en la frente.
– Duerme un poco, mio amore -me dice en su pobre español-. Todavía tengo que escribir un rato.
Asiento y cierro los ojos. Pero no puedo dormir, porque sé que Selwyn no es la única que tiene algo que escribir esta noche.
En algún lugar de su infernal guarida con olor a cebolla, Eileen O'Donnell también está escribiendo.
…Sólo quedan cuatro días para Navidad, y me complace informaros al fin de que anoche hice la mayoría de mis compras. Pero tengo una amiga a la que no sé qué comprarle. Todos conocemos a alguien así, ¿no? Es casi un cliché: la mujer que lo tiene todo, incluso el hombre perfecto. Pero en el caso de mi colega, Sara, es cien por cien verdad. Estoy pensando en un Chía Pet o en uno de esos enormes aparatos de masaje, pero seguro que ya tiene varios…
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 4. SARA
Coño. Chica, anoche apenas pude dormir. Y no por el sexo, que estoy segura Roberto pensó que fue genial. Me encontraba fatal. Él ni idea. Hice lo de siempre, los gemidos, las caras y la lencería ridicula, todo mientras contenía las ganas de vomitar. Y de colofón, una imitación perfecta de Meg Ryan que a Roberto, como de costumbre, le encantó (hasta que terminó). Después decidió que había actuado como una puta y me soltó «el discurso», que es algo así: «Eres una mujer cubana, una mujer decente. No eres una puta americana. Está bien que disfrutes pero ¿por qué tienes que actuar así? Eres la madre de mis hijos. ¿Dónde está tu dignidad?».
Lleva diciendo este tipo de cosas desde la primera vez que lo hicimos, cuando yo tenía dieciséis años. No soy tímida. Y Roberto es el único con quien he estado, pero está convencido de que ha tenido que haber otros, de tanto como disfruto.
– Ninguna mujer nace con tu gusto por el sexo -me dice-. Alguien te enseñó esta guarrada. Cuando averigüe quién ha sido, más vale que le digas que se esconda.
Intento explicarle que es cuestión de química, que amo su cuerpo, su olor. Pero sospecha. Siempre me acusa de engañarle, aunque le soy completamente fiel.
Fíjate, chica. Si hubieras nacido en este país, pensarías que Roberto tiene ochenta años por su forma de actuar. Y no. Tiene mi edad, veintiocho. Es como la mayoría de los hombres criados en Latinoamérica -o en Miami-, es decir, que cree que sólo hay dos tipos de mujeres: las decentes y las indecentes. Las decentes son asexuadas y te casas con ellas, las llenas de niños y se supone que no disfrutan del sexo. Las indecentes adoran el sexo y las buscas por placer. Así que una esposa que es demasiado atractiva, demasiado sexy en público, demasiado exigente en la cama, es algo negativo para hombres como Roberto. Al principio sus críticas me afectaban, pero después, cuando fui a la Universidad de Boston, Elizabeth me convenció de que asistiera a clases de teoría feminista y allí nos dimos cuenta de que eran chorradas.
Como yo, Roberto lleva muchos años en Estados Unidos y sabe que eso es ridículo. Ya lo hemos hablado. Le he enseñado dibujos del cuerpo femenino y le he explicado que todas las mujeres están constituidas igual y tienen el mismo tipo de respuesta sexual, que hasta su madre tiene clítoris y que funciona de forma parecida a un pene; cosas que aprendí en la universidad y que mi madre jamás se molestó en enseñarme. Me dio una bofetada y se marchó de casa furioso durante unas horas. Fue tan divertida la expresión de su cara cuando se imaginó a su madre teniendo un orgasmo, que mereció la pena.
Por fin reconoció que era natural que una mujer disfrute del sexo:
– … pero no debe gustarle tanto como a un hombre -insistió-. Sólo a las mujeres perturbadas psicológicamente les gusta tanto como a ti.
Oye, chica. ¿Puedes creerlo?
Sigo en ello. Cambiará de opinión.
Pero últimamente, con el embarazo, no disfruto tanto del sexo. Lo hago por guardar las apariencias. Cuando terminamos y Roberto se puso a roncar a mi lado, tuve que salir corriendo al baño a vomitar. No quería que me oyera y se imaginara lo que estaba pasando, ¿entiendes a lo que me refiero? No quiero que lo sepa todavía.
Tengo dos hijos, mellizos, de cinco años, que corren escandalosamente por todas partes y que hacen miles de preguntas por minuto. ¿Qué es esto? ¿Cómo funciona esto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Uno pensaría que son periodistas especializados, yo no. Dicen que los varones y las hembras son iguales, a menos que uno los críe diferentes, pero no creo que sea cierto en absoluto. Mis enanos eran varones desde el principio; buscan porquerías para meterse en los bolsillos, claman por sus camiones de juguete, corretean por la casa con esas zapatillas de deporte que rechinan en el parquet como loros.
Quiero una niña. Cuando fui a comprar toallas para el baño de abajo el otro día, no pude evitar fijarme en la ropa y juguetes para niñas en los grandes almacenes. Estoy cansada de vaqueros diminutos y coches de carreras. Estoy lista para trajecitos de terciopelo y muñecas.
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