– Sonaba bien -dice. Levanta una comisura y sus ojos brillan-. Muy bien, de hecho.
– ¿Te ha gustado?
Sonríe. Puedo oler su penetrante colonia. Me recuerda a la que usaba mi abuelo. Colonia de fontanero. Gato no usa colonia, sólo aceite de pachulí.
– ¿Puedes pasar por nuestras oficinas la semana que viene, digamos el lunes por la mañana? -pregunta sin rodeos.
Parece aburrido, sopesando.
– ¿El lunes por la mañana? -me detengo.
– El dos de febrero -dice. El año nuevo mexica. ¿Coincidencia?-. Por la mañana. A menos que sea demasiado temprano para un músico.
Se ríe. Me río como una hiena. Mi mano sube hasta mi pelo y empieza a juguetear con él.
– ¿A las diez?
Mira al fondo de la sala, observando a la gente del club, seguro de sí mismo.
– A las diez. Está bien. A las diez.
Detecto mi pánico en un hilo de voz.
Saca un tarjetero de plata del bolsillo interior de su chaqueta, lo abre con una mano y extrae una sola tarjeta con su experto dedo pulgar. Clap, la cierra. Cojo la tarjeta de entre sus dedos.
– Ahí tienes la dirección -dice mirando a lo lejos-. Di en recepción que vas a verme.
Pienso en preguntarle de qué quiere hablar, pero se ha dado la vuelta y se desliza hacia la puerta sorteando a la gente que baila. Anda como un hombre poderoso. Le observo y sigo escudriñando la oscuridad cuando desaparece, hasta que siento una mano en mi hombro, es Gato.
– ¿Lista? -pregunta.
Todavía sigue sin camisa, y su cuerpo está cubierto de arañazos y rojeces de cuando se tiró al foso.
– Sí, claro -me despejo y recuerdo que aún tengo que pagar al grupo-. Tengo que pedirle el dinero a Lou -digo, refiriéndome al gerente del club.
– Ya está. Ten.
Saca un cheque del dueño del club. Es más de lo que esperaba, un par de miles más. Cojo el cheque y me quedo boquiabierta. Sonrío a Gato. Me cuenta que el dueño está tan impresionado con el gentío que ha querido asegurarse de que volvería. Genial.
Miro a Gato para saber si me ha visto hablando con Joel Benítez. No creo. No quiero decírselo. No aquí. Nunca quise ser la primera en conseguir una oferta, igual que el que tiene hijos espera morir antes que ellos.
Pago al grupo en efectivo. Nos damos la mano y Gato y yo salimos por la puerta trasera y subimos en mi Honda Civic. Mi madre me lo dio el año pasado, cuando se compró un Accord nuevo. Es un buen coche, casi demasiado bueno. Demasiado limpio y demasiado normal, como mi familia. Le pedí a Lalo que lo llenara de antiguos símbolos mexicas. En el capó hay un gran dibujo de Ozomatli, el rey mono azteca del canto y el baile. Por detrás está lleno de adhesivos, es importante aprovechar cualquier oportunidad para difundir la verdad entre la gente. Uno dice «Mexica: nosotros no vinimos a América, América vino a nosotros». Otro: «Mayoría Feminista», o «Buen intento, hombre blanco». El que provoca más comentarios es mi gran pez Darwin magnético comiéndose a un endeble pez Jesús. Unos locos intentaron echarme a la cuneta por ése. Nada me entristece más que ver a La Raza con esos pequeños peces magnéticos en los coches, como Elizabeth. No tienen ni idea. Jesucristo es la religión del hombre blanco.
La vuelta a nuestro apartamento de dos dormitorios sobre una relojería en Silver Lake Boulevard, nos lleva, como todos los trayectos en Los Ángeles, más de una hora. Las chimeneas de las refinerías de aceite de la orilla de Long Beach tiñen el cielo de un naranja artificial; la vista se llena de llamas que suben al cielo. Pido perdón en alto a la madre Tierra por los pecados de mis semejantes. No hay nadie en la carretera a estas horas. Gato y yo no hablamos mucho. Las actuaciones nos exigen demasiado, nos gusta cogernos de la mano y escuchar el zumbido de nuestros oídos.
Los helicópteros de la policía están totalmente desplegados esta noche. Vemos tres antes de llegar a nuestra salida. Pienso en mi hermano Peter, oficial del vilipendiado departamento de policía de Los Ángeles. Está tan perdido. Vino a uno de mis conciertos en West Hollywood. No dijo mucho. Le dio la mano a Gato y me dio unas palmaditas en la espalda, pero no repitió. No he vuelto a hablar con él desde entonces. No tenemos nada que decirnos. Ha sido así desde que éramos pequeños. A Pedro le gustaba quemar hormigas bajo una lupa y a mí me gustaba salir después de las tormentas y rescatar a los gusanos perdidos por la acera.
Durante la huelga de los porteros, Gato y yo solíamos apoyarlos todas las noches. Preparábamos nuestro equipo y tocábamos en el centro de Los Ángeles, junto al Museo de Arte Contemporáneo. Una vez la policía vino a disolver el concierto -tocábamos sin permiso público-, y ¿quién crees que era el tipo que apareció con la orden de desalojar? Mi hermano. Fue muy fuerte. Nos miramos fijamente durante un largo minuto y me largué. Es republicano, además, ¿puedes creerlo? Le gusta burlarse de los mexicanos. Demasiados chistes de mexicanos. Peter cree que deberíamos cerrar la frontera con México y disparar a todos los «ilegales» que se pongan a tiro.
Meto el coche en el aparcamiento que hay detrás de nuestro edificio y saco el cuaderno de mi bolsillo. Abro la puerta para tener luz, apoyo el cuaderno en el volante y escribo, ignorando la alarma que avisa de que he dejado las llaves puestas. Dos niños, tú y yo / De la misma semilla los dos / Yo salvaba gusanos mientras tu quemabas hormigas / Ahora llevas pantalones de policía / De jóvenes compartíamos una habitación / Ahora me apuntarías a la cara con tu arma y dispararías / Sólo porque sé de dónde somos / Una tierra antigua, una tierra india / Y tú, hermano oficial, no lo entiendes / Los inmigrantes que odias tienen raíces americanas / Son de aquí, igual que tú.
Gato sube mi guitarra para ayudarme. Nada más cerrar la puerta con llave voy a preparar un té caliente -un ritual para recuperar la voz-, y finalmente hablamos de nuevo.
– Un concierto increíble, mujerón -dice Gato abrazándome por detrás en el fregadero.
Me sube el pelo y siento su boca cálida y suave en mi cuello:
– Eres la mujer más increíble que he conocido en mi vida, ¿sabes?
Se aprieta contra mí y adivino que tiene en mente algo más que cumplidos. Me vuelvo y lo acerco a mí. Le rodeo con mis brazos y lo llevo dulcemente a la habitación. Hay algo especial en dar un buen concierto, en sacar toda esa energía, algo que limpia mi espíritu y me llena de vida.
– Olvida el té -digo.
– Sí, olvida el té.
Nuestro dormitorio es un paraíso. Tenemos un futón enorme en el suelo, cubierto con preciosos almohadones de todo el mundo. Tenemos velas e incienso por todas partes, y las paredes recubiertas con sarapes mexicanos. No podemos pintar las paredes porque el piso es de alquiler, por eso hemos cubierto cada centímetro con telas sensuales, incluso el techo. Gato lo llama nuestro «útero». Nos desnudamos y nos miramos.
Conmigo es dulce, tierno, abierto, amoroso. La mayoría de los hombres van tan pasados de vueltas que no saben mantener su imagen de ti como amiga y ser humano una vez te has quitado la ropa. Dicen cosas feas. Gato es el primer hombre que conozco que sonríe mientras hace el amor. No hay diferencia entre esas sonrisas y las que te regala cuando comemos o nos contamos chistes. Es el primer hombre que he conocido que real y verdaderamente me hace el amor a mí. Nuestros cuerpos se vuelven uno. Es un tipo de pasión tranquila, un fuego que arde despacio. Cuando Gato y yo hacemos el amor siento que los espíritus de nuestros antepasados ascienden de Atzlán y sacuden la tierra.
Nos corremos juntos. Siempre tenemos el orgasmo juntos. Gato hace yoga. Puede controlar su cuerpo de formas increíbles.
– Escucho tu cuerpo -me dice-. Oigo sus acordes y melodías. Lo siento como si fuera el mío propio. Lo sé por cómo te tensas.
Después, Gato se levanta para apagar la tetera, que lleva silbando un rato. Prepara el té, con miel y limón, en las tazas de cerámica oscura que le compramos a un navajo en Flagstaff cuando Gato dio un concierto en la universidad. Me siento en la cama y tomo la taza entre mis manos, extenuada y feliz como nunca. Me duelen los músculos. Quizá Gato me frote con esa esencia de tallos de marihuana.
– ¿Así que… -dice sonriente, bebiendo a sorbos el té-…Joel Benítez?
No puedo creer que lo sepa, que lo haya sabido todo este tiempo y no haya dicho nada. Me siento tan culpable que no puedo ni hablar. Asiento preguntándome por qué ha esperado.
– ¿Qué te dijo?
Veo el dolor en sus ojos, aunque intenta ocultarlo. Le miro. Me ruborizo. No sé qué decir. Miro hacia abajo, al edredón, y después a mi taza.
– Eso es genial -dice, agachándose para besarme suavemente. Levanto la mirada y lo miro. Me desliza un dedo suavemente por la mejilla-. Tu felicidad es la mía. De verdad.
No detecto nada en su cara o en su voz que indique que se sienta amenazado o contrariado. Pero en sus ojos… Ahí está… Es envidia.
– Lo siento -digo-. Ojalá estuvieras en mi lugar. Lo lamento tanto.
Se encoge de hombros y sonríe, pero sus ojos están tristes.
– Pero ¿por qué, mi amor? Me alegro mucho por ti.
De nuevo siento sus brazos a mi alrededor y comprendo lo afortunada que soy. Lauren pasó tanto tiempo quejándose de los hombres la última vez que nos reunimos las temerarias que casi empecé a creerla. Dijo que hasta los que parecen buenos y maravillosos, no lo son. Está equivocada. Gato es perfecto. Es uno de los pocos hombres que conozco capaz de superar su educación machista.
Está feliz por mí; lo dice, y estoy muy segura de que lo siente.
Me quedé tan impresionada como el resto de la ciudad al enterarme del suicidio de Dwight Readon, columnista legendario del Gazette y mentor ocasional. Los que conocimos a Dwight conocimos lo bueno -su atronadora risa, su toque cínico en asuntos de política local que enmascaraba un corazón grande y compasivo, su abierto estímulo a los periodistas jóvenes- y lo malo, el conocido como Desorden Afectivo Estacional. En los días malos llegaba con el ceño fruncido, quejándose de dolor de cabeza, y contándole a cualquiera que se acercara a su escritorio lo deprimido que estaba. En los días especialmente tristes, incumplía una fecha de entrega. Nuestro error fue no tomar sus palabras y síntomas lo suficientemente en serio. El Desorden Afectivo Estacional es un tipo de depresión provocado por el cambio de estaciones, se cree que está relacionado con la disminución del tiempo de exposición a la luz del sol cuando los días se acortan en invierno. Los que trabajamos en Boston sabemos que no es raro llegar a la oficina siendo aún de noche para salir de noche por la tarde. Con el oscuro enero encima, animo a cualquiera que crea que pueda padecer DAE a que pida ayuda. Me gustaría haber tenido el sentido común de ayudar a Dwight. Le echo de menos. Esta ciudad es más gris sin sus palabras
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 6. LAUREN
El edificio del Boston Gazette parece una enorme y fea escuela pública construida en los años sesenta permanentemente controlada por enormes celadoras con redecillas en el pelo. Ladrillo rojo visto, ventanas de cristal verde, un césped que parecería tentador de no ser por los letreros de «Prohibido pisar el césped». Ya he dicho bastante.
A uno de los lados de la mamotrética estructura se alinean camiones naranja chillón. En la parte trasera está el muelle de carga, donde los del sindicato se sientan a leer el Herald, a pesar de que trabajan para el Gazette. En esta ciudad los periódicos reflejan patentes conflictos de clase. A la gente del sindicato le gusta el Herald, porque es un periódico para la clase obrera, un tabloide lleno de fotos grandes y sin palabrería multiculturalista. Vienen a trabajar con el Herald bajo sus musculosos brazos y los dejan por ahí para que nosotros los periodistas los veamos cuando entramos buscando refugio del viento y de la nieve.
El único escritor del Gazette que gusta a los mozos de carga ahora que Dwight no está es Mack O'Malley. El periódico solía imprimir las derechadas de O'Malley sobre cosas como que las mujeres no deberían trabajar y por qué hay que aceptar la política a favor de las minorías, hasta que una revista de verificación de datos de McCall averiguó que O'Malley se inventaba la mayor parte de los datos que aparecían en sus columnas. No me sorprendió. Durante mi primera semana de trabajo un viejo amigo y colega suyo, el columnista de deportes Will Harrigan, me contó con una voz espesa que olía a whisky:
– Niña, te voy a decir tres cosas que debes saber para trabajar aquí. Lo primero, que O'Malley se inventa toda su mierda. Lo segundo, que Dwyer (el jefe de redacción) tiene un electroencefalograma plano. Lo tercero, no lleves faldas tan cortas que me pones a tono.
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