– ¿Ah, sí? -pregunto sarcástica.
«Lo siento, Lauren», pienso. No puedo mantener mi promesa, mi'ja. Tengo hambre y estoy empapada y cansada, y mi capa empieza a oler a perro mojado.
– A lo mejor nos da tiempo a ver el Vaticano hoy -sugiere.
Me encojo de hombros. Me tiende la mano para ayudarme e intenta abrazarme y besarme diciendo estupideces como lo romántica que puede ser Italia bajo la lluvia. Tengo frío. Tengo hambre. Me duelen los pies. Le aparto de un empujón.
Volvemos al coche. Juan le pregunta al encargado del aparcamiento cómo llegar al Vaticano con su pobre italiano y el tipo nos indica hablando a una velocidad que aturde. Juan se lo agradece y se lanza al tráfico kamikaze otra vez.
– ¿Sabes adonde vas? -le pregunto.
Estoy segura de que no.
– Claro -dice intentando sonar alegre. Levanta un puño, y como quien dice «Adelante mis muchachos», grita-: ¡Al Vaticano! ¡A ver al Papa!
Mi estómago ruge tan alto que lo oye. Me mira y se golpea la frente con la palma de la mano.
– Oh, Navi, lo siento -dice mirando el reloj-. Se me ha pasado la hora de comer. Estoy despistado con el cambio horario. ¿Tienes hambre?
Casi nunca come, y es flaco. Cómo no iba a olvidar la comida. Quiero decir, estamos en Roma. ¿Quién quiere comer aquí?
No respondo. Le clavo la mirada y espero que se dé cuenta de lo mal que me lo estoy pasando hoy. Traga saliva y vuelve a preguntarme si tengo hambre. Mascullo entre dientes:
– ¿Tú qué crees?
Empieza a deambular de calle en calle, al azar, esquivando niños, y gatos y perros callejeros en busca de un restaurante. Se para en el primero que le parece bien. Es una trattoria con mala pinta a los pies de un edificio sosísimo, dentro hay unos viejos de aspecto lamentable fumando puros y viendo un partido de fútbol en una tele en blanco y negro. Juan se las apaña para aparcar cerca, y cuando entramos nos mira todo el mundo. ¿Qué pasa?, me gustaría decir, ¿acaso nunca han visto una señora con estilo y buen gusto? Dios. Juan parece encantado, como si hubiera encontrado un tesoro escondido.
Me pregunta qué quiero y respondo que no lo sé porque no entiendo el «menú», una pizarra vieja y polvorienta llena de esas estúpidas palabrejas italianas. Una mujer con marcadas ojeras rodeada de una prole de niños con la cara sucia que van tirándole del delantal intenta entender a Juan, y minutos más tarde nos sirve un par de platos con algo que parece carne y pasta. Me lo como. No está mal, de verdad, pero no es precisamente una comida de cinco tenedores. El vaso de agua está grasiento, como el del hotel.
– Espero que tengas pensado llevarme algún día a un buen restaurante -le digo de camino al coche-. Quiero decir que Roma está llena de sitios elegantes. ¿Por qué tienes que llevarme a un antro así?
Juan parece enfadado:
– ¿Alguna vez dejas de quejarte?
Durante el resto del camino al Vaticano no nos dirigimos la palabra. Juan busca algo en la radio, y se decide por esa rara música disco italiana que me devuelve el dolor de cabeza con tanto sonido electrónico. Hace un aire frío y viciado, y está diluviando. Los limpiaparabrisas embadurnan el cristal con ese aceitillo que parece flotar en el aire de Roma. Oscuridad y frío en un coche espantoso. Juan debe de sentirse como en casa.
Hay que hacer cola para todo en el Vaticano. Bien podría ser Disneylandia. Por fin entramos al edificio principal y empezamos a admirar un arte exquisito. Juan tiene que estropear el momento contándome con voz de guía que el Vaticano tenía contactos con los nazis y vínculos con la mafia. A veces me recuerda a Lauren con sus discursos políticos. Escucho lo más educadamente que puedo, pero no creo que sea correcto hablar así en el propio Vaticano. Los dos somos católicos, me sorprende que no tenga la misma veneración y respeto que yo por este sitio. Soy demasiado educada como para pedirle que se calle, pero te aseguro que nunca he pasado tanta vergüenza.
Para cuando volvemos al hotel, he colmado mi límite. Quiero a Juan, de verdad. Creo que es buen tío, un tío inteligente, y un tío atractivo. Pero no piensa en los demás. No me ha preguntado ni una sola vez qué me apetecería hacer. No ha hecho ademán de llevarme de compras o de hacer cosas de las que me gustan. Aunque intenta dar con un buen restaurante para cenar esa noche y se ofrece a comprarme «un calzado mejor» cuando pasemos por una tienda de deportes, el resto del viaje es sólo más de lo mismo. Quiere recorrerlo todo andando. No sabe adonde va la mitad del tiempo. Se quiere «perder» por los barrios romanos y comer en sitios típicos como aquel primer antro en lugar de ir a sitios elegantes. Cuando finalmente devolvemos el coche y embarcamos hacia Heathrow, me siento aliviada. Doce horas en avión parecen música celestial. Me acurruco en el diminuto asiento, me pongo los auriculares e ignoro a Juan cuando intenta hablar conmigo.
Cuando aterrizamos en Boston ha entendido la indirecta. Estoy enfadada con él. Me siento defraudada por cómo me ha tratado durante el viaje. Cuando el avión se detiene, saco el móvil del bolso de Kate Spade y marco el número del doctor Gardel, con Juan sentado a mi lado.
– Hola, doctor -digo-. ¿Cómo estás? Oh, estoy bien. Gracias por preguntar. Eres muy considerado. Ahá, ahá… Bueno. He estado liada con un proyecto, pero ahora tengo tiempo. ¿La sinfónica? Eso sería maravilloso. ¡Tienes tan buen gusto!
A mi lado, Juan entierra su cara entre las manos.
Normalmente no uso esta columna para hablar de arte, pero anoche vi algo que me emocionó y he querido contárselo a los lectores. Fue el primero de los actos de celebración de Semana Santa del festival de música antigua de Boston, en la iglesia Emmanuel. La interpretación, por parte de un coro de dieciséis personas, de piezas antiguas inglesas y españolas de Tomás Luis de Victoria, me ha infundido la esperanza de que llegue el día en que los bostonianos, a pesar de nuestras diferencias, celebremos en paz todo lo que tenemos en común, en lugar de centrarnos en lo que nos separa…
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 8. AMBER/CUICATL
Cuando Gato se despierta me cuenta que ha soñado con la luz del quinto sol, y que se le ha aparecido el jaguar para decirle que debemos adelantar la ceremonia de mi nuevo nombre a este fin de semana, antes de verme con Joel Benítez.
Habíamos previsto ir a la casa de Curly, en La Puente, dentro de tres semanas, para celebrar una ceremonia modesta y privada, pero los espíritus le han comunicado a Gato que tiene que ser a lo grande, pública e inmediata. Me abraza con cariño y dice:
– Si vas a esa reunión sin tu verdadero nombre, no encontrarás lo que debes.
Siempre ha tenido razón en estas cosas. Gato tiene sueños que no son sueños. Sus sueños son conversaciones con los espíritus animales del universo mexica.
Nos levantamos, nos damos nuestra ducha matinal juntos y tomamos fruta en el balconcito de la parte posterior del apartamento. Gato empieza a organizar la ceremonia, y yo me retiro. Estoy gestando una melodía. Las contracciones han empezado. La canción está a punto de nacer.
Mientras me siento en el suelo con la guitarra y trabajo la progresión de los acordes, Gato habla por teléfono. Apenas se le oye.
– Es que es muy urgente, mano, urgente urgente, que hagamos la ceremonia pronto, pero pronto pronto -dice.
Estoy concentrada en sacar la nueva canción, Hermano oficial. Cuelga, y espera a que haga una pausa antes de contármelo todo.
– Curly dice que mañana está bien -dice-. Tenía otra ceremonia, pero la cambiará. Se hace cargo de lo importante que es y dice que el jaguar se le ha aparecido a él también. Está escrito, Amber. Ya verás. Hay poco tiempo, pero creo que localizaremos a todo el mundo.
Vuelve al teléfono y durante unas horas avisa a todo el grupo de baile azteca, para montar una gran danza mañana por la tarde. Cuando termina tengo el esqueleto de la canción y he empezado a darle forma añadiendo trozos de carne. Saca su tocado y su escudo del armario y empieza a limpiarlos para el baile.
En total, treinta de los treinta y seis integrantes del grupo dicen que vendrán. Cambia el emplazamiento, y de la casa de Curly pasamos a un espacio abierto en Whittier Narrows. No hay suficiente espacio en casa de Curly para una danza entera, con tambores y demás, y Whittier Narrows es el lugar donde solemos ir. Paso el resto del día terminando la canción.
Gato limpia el apartamento y hace una compra en la cooperativa. Ya de noche, hacemos el amor y escuchamos la profunda voz verde de la luna.
El domingo quedamos con todos en el parque al mediodía. Llevo el vestido morado largo con picos y capas de tela, el tocado de oro y mocasines. Gato sólo lleva un taparrabos, campanillas en los tobillos y su tocado grande de plumas. Los demás van más o menos igual.
Las familias que se ven por aquí visten de domingo, la mayoría son de México o Centroamérica y hablan español. Las mujeres se contonean en sus vestidos de rebajas y llevan a los niños en brazos o empujan sus cochecitos. Los hombres llevan sombreros de cowboy blancos y pantalones vaqueros negros ajustados, cinturones de hebillas enormes, y botas camperas amarillas de piel de avestruz. Algunos llevan radiocasetes con música de Los Tigres del Norte o del Conjunto Primavera. Las bebés llevan diademitas con adornos en la cabeza, y diminutos pendientes de oro. Los chavales corren y juegan vestidos con pantalones cómodos y botas. Algunas familias montan en barcas de patines en el lago, o se pasean por la orilla comiendo churros y tortas. Los adolescentes con la cabeza afeitada cubierta con badanas se dan la mano ceremoniosamente y miran a las chicas, que llevan pantalones anchotes de algodón y enormes pendientes de aro. Los quiero a todos.
La mayoría no sabe qué pensar de nuestro atuendo mexica ceremonial. Somos orgullosos príncipes y princesas, reyes y reinas indios. Siento rabia y tristeza cuando se ríen de nosotros. Intento contarles a algunos lo que estamos haciendo, quiénes somos. Sé cómo se sienten; yo era como ellos. Eso fue antes de que descubriera las mentiras de la historia. Antes de que comprendiera que llevo en las venas sangre de un pueblo ancestral y orgulloso. Les cuento que hemos venido a honrar el pasado, a honrar a nuestros antepasados, que murieron defendiendo su cultura. Algunos coches pitan al adelantarnos en señal de solidaridad, algunos levantan el puño y gritan: «¡Viva La Raza!».
Casi siempre comprenden lo que quiero decir, sobre todo los más jóvenes. Todos tenemos fotos en los álbumes familiares de un bisabuelo con trenzas. La mayoría sabemos que somos indios. Los únicos que se niegan a reconocernos son esos chicanos pretenciosos que trabajan en el Los Angeles Times. Ese periódico nos ha calumniado tantas veces que he perdido la cuenta. Una vez nos plantamos allí para hablar con el mexica que tenía el cargo más alto, un tipo de unos cincuenta años que parecía la reencarnación de Toro Sentado. No quiso saber nada. Como Rebecca. Hacemos que se sientan incómodos.
Encendemos las antorchas y las colocamos en círculo para limpiar la zona de malos espíritus. Los que tocan los tambores se preparan. Nos colocamos sin apenas hablar. Inclinamos la cabeza rezando en silencio. Las mujeres cogen maracas, los hombres escudos y maracas. En el centro del círculo, Curly se dirige a nosotros en español, después en inglés y después en náhuatl. Nos recuerda la manifestación de esta semana frente a los estudios de Dreamworks, que están preparando una película de dibujos animados para destruir lo que queda de nuestra historia. Nos habla de otra en los estudios de Disney contra Edward James Olmos.
– Ese vendido quiere hacer una película sobre Zapata -dice Curly-. ¡Tenemos que demostrar al estudio que no queremos que ese eurocéntrico represente a nuestra gente nunca más! ¿Estáis conmigo?
Rugimos.
Por último, nos recuerda que escribamos a todo el que se nos ocurra para apoyar la propuesta de ley que ha presentado una de nuestras hermanas mexica en el norte de California para que el gobierno reconozca a los mexicoamericanos como indígenas.
Ahora Curly nos dice que estamos hoy aquí para bailar en mi honor, y en el de mi reunión de mañana en una casa discográfica interesada en mi música. Es importante, porque si me contratan, dice, el mensaje mexica llegará a todos los rincones de la tierra.
– Por favor, unios a mí para rezar por el éxito de nuestra hermana mexica y de su música.
Uno de los miembros del grupo, un abogado del mundo del espectáculo llamado Frank Villanueva, levanta la mano y pregunta si puede hablar. Curly dice que sí.
– Me gustaría ofrecerme para acompañarla a la reunión con la discográfica -dice-. Si Amber me lo permite.
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