Me desnudo y me miro un segundo en el espejo que hay sobre el lavabo. Parezco enferma, hinchada y cansada. Parezco vieja, gorda y tonta. ¿Cómo voy a adecentarme lo suficiente en quince minutos como para impresionar a un tipo como Amaury? ¡Ya has visto las chicas que le rondan! Dejaron el colegio en noveno para dedicar todo su tiempo a cosas como depilarse las piernas y perfilarse los labios. ¿Por qué iba alguien como él a interesarse remotamente en este pálido monstruo de pelo absurdo y gafas? Tengo una teoría: si trabajas en prensa más de tres años, empiezas a parecerte a un cadáver de los del video de Michael Jackson. Los periódicos son fábricas, aunque creen que son oficinas. Cada tarde, el edificio entero tiembla cuando arranca la rotativa, los rodillos empiezan a girar y la tinta sale disparada por las grietas. No hay luz natural, sólo una gran sala donde la gente se sienta a mirar fijamente al ordenador. No hay nadie más espeso, más grasiento, más enfermizo, con aspecto más lamentable, que los que trabajan en los periódicos.

– Me pones enferma -me digo a mí misma-. Eres tan fea.

Tiempo. Transcurre. Habitación. Gira.

Me doy cuenta de que llevo un rato pasmada haciendo muecas. El suelo se ha llenado de agua. Estoy borracha. ¿Ya lo había dicho? Creo que sí.

¿Cuánto tiempo he estado así? No lo sé. ¿Funciona el timbre de la puerta? Ni idea, el agua hace demasiado ruido. No tengo tiempo. ¿Qué estaba haciendo? Ah, sí.

Llorar e insultarme.

Río, me meto en la ducha y empiezo el largo proceso femenino de transformarme en algo atractivo. Ya sabes a lo que me refiero, no disimules. Afeitarte, lavarte, exfoliarte, salir de la ducha, secarte, hidratarte, retocar con la maquinilla esos pelitos que han quedado en el tobillo izquierdo, y fingir que no duele cuando te cortas. Ponerte desodorante por todas partes. Bañarte en perfume. Meterte en un sujetador que levanta el pecho, y afrontar la invasiva amenaza del tanga. Encontrar algo provocativo en el armario, algo que esperas no te haga parecer gorda. El negro es la mejor apuesta. Medias y un suéter de Limited. Tampoco tiene que parecer que te has arreglado especialmente. Adelante. Ah, pero aún no has acabado. Aún te queda la cabeza. Quiero decir, el exterior, no el interior. (Eso no tiene solución.) Te recoges la melena con una toalla para que no te moleste, y utilizas esa crema que dice reducir las arrugas, aunque eres la prueba viviente de que es mentira. (¿Por qué nadie me dijo que una empieza a parecer vieja a los veintitantos?) Después te pones la base, el colorete, la base para los ojos, la sombra; te depilas las cejas, las rellenas con lápiz negro, ahora la raya de los ojos, y te das el rímel así, con la boca abierta. Intenta ponerte el rímel con la boca cerrada, bonita. Es imposible. Y ahora los labios. Perfilador, barra, lanzar un beso al aire, quitarte el sobrante de los labios con un papel. Después polvos sueltos encima del conjunto, para fijarlo, como dicen. Te sueltas el pelo, lo cepillas, te lo secas con secador en cinco minutos, entonces coges un cepillo redondo grande y trabajas cada mechón, más de cien en total, hasta que quede liso, brillante y parezca «natural». Yo tengo el pelo superrizado. Ser mujer es como cuidar un jardín Victoriano.

Examino el resultado final en el espejo de cuerpo entero del dormitorio de abajo y tengo que reconocer que bajo la luz adecuada, desde un ángulo bueno, no estoy ni la mitad de mal de lo que suelo pensar. Elizabeth y las demás temerarias siempre me están diciendo lo guapa que soy y que tengo que dejar de menospreciarme. Tal vez sea verdad, pero si tienes que hacer tanto esfuerzo para parecer guapa, entonces es que probablemente no lo eres.

Es posible que las guapas no lancen la ropa sucia al fondo del armario. Ahora tengo trajes chaqueta, como otras temerarias, pero yo los deformo. Los plancho porque creo que no puedo pagar la lavandería, y dejo el tejido quemado en parches de distintos colores y brillos. Los trajes terminan oliendo a sustancias químicas porque se supone que no deben plancharse. Intento arreglarlo echándoles perfume. Ahora imagina el desastre completo, añade el pelo de la gata y la bulimia. Mi boda se ha fastidiado. Y ahora viene a verme un narcotraficante.

Perdedora.

Subo, meto los platos en el lavaplatos, quito las migas de la mesa del comedor, recojo los trozos de las fotos rotas y los botes de helado, y los tiro a la basura que hay debajo del fregadero. Ya. Se acabó. Lista para que me seduzcan.

No, espera. Él es dominicano, de la isla. Entonces debe de gustarle la música latina. Miro mi colección de discos compactos, descarto a Miles Davis y Missy Elliot, y escojo uno de merengue. Eso es lo que les gusta a esos tipos, ¿no? Merengue. OlgaTañón. Pongo el disco compacto y me siento en el sofá a esperar. Estoy borracha, como seguro ya he dicho. Olvídate de Ed y de su cabezón lleno de cráteres. Le odio. Cojo el teléfono, marco su número y cuelgo cuando contesta. Vuelvo a hacerlo. Cuatro veces. Empiezo a llorar otra vez. Llamo a Usnavys y le digo que quiero matar a Ed. ¿Podemos contratar un asesino a sueldo? ¿Podemos?

La voz de Usnavys arrastra un sueño interrumpido.

– Café, mi'ja -murmura-, tómate un café. Vete a la cama. Descansa, sucia. Mañana te llamo.

– Alguien que le pegue un tiro. No es tan difícil. Es tan cabezón que es imposible fallar.

Suspira.

– ¿Está Amaury ahí?

– No.

– Me alegro. Es peligroso. No necesitas peligro. Tienes que quererte más, cielo.

– ¡Qué buena idea! Amaury podría matarle.

– Buenas noches, mi'ja. Vete a la cama, sucia. Sola. Te llamo por la mañana. No hagas ninguna estupidez.

Cinco minutos más tarde, la estupidez llega envuelta en una chaqueta de cuero.

Suena el timbre del interfono. Cojo unos cuchillos grandes del escurridor y corro de un lado a otro como un psicópata, dejándolos en oportunos escondites en cada habitación: bajo los almohadones del sofá, entre mi colchón y el somier, entre las toallas amontonadas en el armario de la ropa blanca. Por si acaso. Reviso mi aspecto en el espejo una vez más. Me atuso el pelo. ¡Luces, cámaras, acción! Debo de estar ovulando.

Abro abajo, y le espero aquí, en el descansillo del piso de arriba. Lleva la misma camisa de cuadros verde y blanca, chaqueta de cuero, pantalones khakis y botas Timberland. Aunque yo he degenerado hasta convertirme en una vieja espantosa desde mi momento de mayor gloria en el bar, él está igual. Mejor. Él está mejor. Él no camina, levita. Se le ve seguro y contento de verme.

– ¿Qué es lo que…? -dice sonriendo.

Está cantando, tarareando. Pasa junto a mí, directo al interior, sin esperar a que le invite a entrar, y empieza a pasarle los dedos a todo, asintiendo con la cabeza. Hasta abre mis armarios y mira dentro, cantando y bailando con Olga Tañón.

No le teme a nada.

– ¿Qué haces? -le pregunto en mi correoso español.

– Nada -contesta en español.

Es la primera vez que le oigo hablarlo, y suena más educado de lo que pensaba. La mayoría de la gente de barrio, por ejemplo, sólo dice «na'», como Usnavys. Pero él dice «nada», con sus dos sílabas.

– Estaba comprobando -dice él.

– ¿Comprobando?

– Yeah -dice en inglés.

– ¿El qué?

Me ignora y continúa su recorrido. Al final se queda en el salón de arriba, tirándose en el sofá como si fuera el amo. Pone los pies encima, botas incluidas, se tapa sus partes con las manos y sonríe con la plenitud de un cachorro de tigre. Jamás había visto nada igual. Ni saludos, ni charla de cortesía. Sólo esto.

– Siéntete como en tu casa -le digo sarcásticamente en inglés acercándome a él con cuidado mientras el apartamento gira sobre su eje.

– Tienes una bonita casa -me dice en español abriendo los brazos como un viejo amigo pródigo. Y después en inglés-: Ven aquí, muñeca.

– No sé -le digo.

Ríe y dice:

– ¡Oye, ahora!

Me siento en el suelo del salón y le digo:

– Primero, cuéntame algo sobre ti.

Esto lo hace reír más fuerte, una carcajada escandalosa. Oigo un ruidito electrónico. Coge un buscapersonas de plástico rojo del cinturón, lo mira, y se pasa la lengua por los labios.

– ¿Qué quieres saber? -pregunta en inglés-. Ya lo sabes todo.

No sé nada de este tipo, ¿vale?

Y en español me dice:

– ¿No saldrás ahora con que querías que te llamara para hablar, no?

– ¿Vendes drogas? -le pregunto.

Frunce los labios y se hace el sorprendido burlándose de mí.

– Usnavys dice que vendes droga. Me mentiste con lo de la limpieza, ¿no?

Se ríe tanto que tiene que llevarse las manos a la tripa. Monstruo.

– Oye, ahora -dice otra vez-, escucha esto, man.

No tengo ni idea de lo que dice.

– En serio. Tengo que saberlo. ¿Vendes drogas o qué?

Me echo para atrás, sobre las manos, tratando de parecer natural y tranquila. Me doy cuenta, poniéndome enferma, de que lo más probable es que le esté mirando como mis culpables y liberales colegas blancos me miran a mí. «No me hagas daño, por favor, cosita latina.»

Me mira, aún sonriendo, y dice en inglés:

– Qué te importa, ¿eh? ¿Qué más da lo que haga?

– Es que no quiero involucrarme con alguien que venda drogas.

Se encoge de hombros.

– Bueno -dice.

– ¿Entonces?

Se incorpora y comprendo que se siente tan incómodo conmigo como yo con él. Me da auténtica pena.

– ¿Entonces qué, mamita?

Da golpecitos sobre la mesa con todos los dedos a la vez.

– Lo de vender drogas.

– Drogas, no.

Se inclina sobre la mesa de café y coge la caja del compacto de Olga Tañón, lo abre y saca el folleto fingiendo interés. Entonces, sin mirarme, añade:

– Droga. Sólo una. Cocaína.

Entonces me mira y hace una mueca.

Debería saber que éste es el momento en que hay que decirle al narcotraficante que se largue. Lo escoltas hasta la puerta y no vuelves a hablar con él. Rebecca debe de tener algún libro de etiqueta con el protocolo para este tipo de situaciones, ¿no? Una no va a la universidad, trabaja duro, se convierte en redactora de uno de los periódicos más importantes del país y se gasta miles de dólares en terapia sólo para empezar a acostarse con un camello.

Pero ¿sabes qué? En cuanto lo dice, quiero decir, en el instante en que lo dice, en cuanto lo confiesa, mi cuerpo hace boing. Para ser más concreta, mi clítoris se incorpora y presta atención. La espina dorsal me castiga, mis pezones se ponen erectos y saludan al sostén push-up. Me doy cuenta, asqueada, de que este joven gánster me pone a cien.

– Es mejor que te vayas -miento.

Una temeraria debe guardar las apariencias.

Él dice algo en español, rápido, y no le entiendo. Le pido que lo repita, y lo hace en inglés.

– Nunca la he tocado.

Me mira con una sinceridad que me deja perpleja. Llevo años entrevistando a gente y suelo tener un buen detector. Sé cuándo alguien miente. Él no está mintiendo.

– ¿Quieres decir la cocaína? -pregunto.

– Sí, claro -dice.

Claro. Se encoge de hombros de nuevo y mira la librería que hay junto a la mesa del ordenador. Sigue hablando en español, despacio para que pueda entenderle.

– Nunca le vendo a mi gente, Lauren. Se la vendo a los abogados. A los gringos. Ellos son los que la compran. -Y riendo añade-: Mi gente no puede permitírsela.

Me siento a su lado en el sofá, con toda la ternura y frialdad de un asistente social.

– ¿Y por qué lo haces? -pregunto.

Me sorprende por segunda vez, y se levanta. Camina hacia la librería y examina los títulos.

– ¿Te gusta éste? -pregunta sacando una versión en español de Retrato en sepia, de Isabel Allende.

Una vez llegué hasta la página treinta aproximadamente usando mi diccionario de español-inglés, buscando una de cada tres palabras, e hice una buena lista de las que tenía que aprender. Recuerdo bien las primeras frases, porque tuve que leerlas varias veces para poder entenderlas.

Con el libro cerrado en una de sus fuertes y oscuras manos, Amaury recita de memoria las primeras frases: «Vine al mundo un martes de otoño de 1880, bajo el techo de mis abuelos maternos, en San Francisco. Mientras dentro de esa laberíntica casa de madera jadeaba mi madre montaña arriba con el corazón valiente y los huesos desesperados para abrirme una salida, en la calle bullía la vida salvaje del barrio chino con su aroma indeleble a cocinería exótica, su torrente estrepitoso de dialectos vociferados, su muchedumbre inagotable de abejas humanas yendo y viniendo deprisa».

– ¿Lees? -pregunto.

Se ríe de nuevo, empieza a bailar al ritmo de la música.

– Sé leer, sí.