Ay, Dios mío. Me está haciendo llorar.
– Se acabó el minuto -digo.
– Mi minuto acababa de empezar, Navi. Escúchame. O ellos, o yo. No puedes seguir teniéndolo todo. No voy a repetir lo de Roma por ti. Moriría por ti, ¿lo sabes? De verdad lo haría. Tenemos casi treinta años. Quiero tener hijos contigo. Quiero pasar el resto de mi vida contigo, y quiero jubilarme en Puerto Rico contigo. Decide, ¿yo, o ellos? ¿Ellos, o yo? Depende de ti. Voy a darte cinco minutos para que lo pienses, y entonces me voy y, o vuelvo con un anillo de compromiso, o no volveré nunca más.
– ¿Me estás pidiendo que me case contigo?
– Sí, supongo que sí.
– ¿Supones?
– Pues sí, ¿vale? Sé que no puedo regalarte el anillo que te gustaría, y sé que no llevaré la ropa apropiada a la boda y que te burlarás de mí. Lo sé. Sí, te lo estoy pidiendo. Mira. Me estoy arrodillando aquí mismo, al lado de esta cursi mesita de gueto que tanto te gusta, esta mesa horrorosa que me pone enfermo, y te lo estoy pidiendo. Usnavys Rivera, ¿te quieres casar conmigo? ¿Te quieres casar con un hombre bueno, honrado, y mal vestido como yo? Nunca te engañaré, nunca te mentiré, seré un buen padre, haré todo por nosotros, y te amaré ahora y siempre, como llevo haciéndolo los últimos diez años. Navi, ¿qué dices? ¿Te casas conmigo? Deja de joderme y cásate conmigo ya. Sabes que quieres.
– Se me han pasado mis cinco minutos con tu verborrea.
– Está bien. ¿Okay? Está bien. Esto es lo que voy a hacer. Voy a subir a arreglar el escape de agua de tu estúpido baño porque no aguanto más ese goteo tan escandaloso como ese estúpido abrigo de piel blanca nuevo que llevas. ¿Dónde está? ¿En este armario?
Me levanto para impedirle abrir el armario.
– No, quieta ahí. ¡Aja! ¿Ves? -y se ríe-. Te quiero, estúpida chiquilla de gueto. Ni siquiera le has quitado la etiqueta. Es tan triste. Sé que mi chaqueta es triste, y puede que no te gusten mis zapatos de J. C. Penny, pero al menos los he pagado. Ahora voy a subir, y cuando vuelva me vas a dar una respuesta. ¿De acuerdo? Allá voy. Adiós.
Miro extasiada la película. Y lloro. Lloro y lloro. Lloro cinco minutos seguidos hasta que vuelve.
– Bien, ¿entonces qué? -me pregunta con las manos llenas de grasa negra.
Ya no oigo el goteo. Ha arreglado el lavabo.
– No es una verdadera petición sin el anillo -contesto.
– Cierto. -Y alza las manos como un policía haciendo retroceder al gentío-. Es verdad. Quédate ahí.
Sale corriendo y vuelve de la cocina con el cierre del pan de molde en forma de anillo.
– Esto tendrá que servir de momento -dice, manoseándolo torpemente, dejándolo caer y recogiéndolo de nuevo-. Y además da igual, porque ibas a sentirte decepcionada con cualquier anillo auténtico que consiguiera, así que toma. Tómalo. Tómalo y date cuenta de que el anillo no es lo importante. Es el hombre y es la mujer, y el amor que sienten y el hecho de que podrían perder sus anillos, pero se querrían para siempre igual. ¿Comprendes eso, Navi? Coge el maldito anillo. Y ahora, ¿qué respondes?
– Este anillo apesta -le digo.
Se ríe. Alza los brazos sobre la cabeza y grita a pleno pulmón:
– ¡Te quiero, mujer! ¿Eso no es suficiente?
Pienso en su pregunta. No le va a gustar la respuesta.
– No -le digo-. No lo es. No es suficiente.
Juan se derrumba. Se cubre la cara con las manos y cuando levanta la vista tiene lágrimas en los ojos y manchas de grasa negra en las mejillas. Me mira, y se vuelve hacia la puerta.
– Ya has elegido -dice-. Ahora me toca a mí.
Y se va.
Ay, mi'ja. Nunca pensé que lo hiciera.
El día de los Santos Inocentes, el uno de abril, es una de las fiestas más crueles de nuestra cultura. ¿En qué otro momento arrebatamos tan alegremente las esperanzas de los que nos rodean? Normalmente evito hablar con la gente el primero de abril, pero este año tuve que llamar a mi amiga Cuicatl. ¿La recuerdan? ¿La estrella de rock anteriormente conocida como Amber? Ayer vi el Billboard de esta semana, me avisó uno de los redactores de música del Gazette. Y allí, en la portada, estaba mi amiga Cuicatl. El artículo decía que la preventa del disco que estaba a punto de salir había superado cualquier expectativa, y un par de importantes críticos de rock la alababan como la próxima estrella del pop americano. No me lo podía creer, y la llamé para felicitarla. Me aseguró que no era ninguna broma de los Santos Inocentes, y casi me ahogué de alegría y de sana envidia. Una lección para todos: no te rindas nunca.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 14. CUICATL
Gato y yo miramos perplejos la revista Billboard. Está abierta en la página de la lista latina, y allí estoy, Cuicatl, N.° 1, por el sencillo y el álbum. Voy a la lista de los cien principales, y allí estoy otra vez, N.° 32, con una marca. Compite con todos los discos del país, en inglés o en español. Bebo té, me vuelvo hacia Gato, y nos besamos.
– Lo conseguiste -me dice rotundamente.
Su voz suena distante, y no me mira como siempre. Tiene los ojos puestos en la funda de la guitarra de la esquina. Los brazos colgando a los lados.
– ¿Qué he hecho?
Le cojo la barbilla con las manos y vuelvo su cara hacia mí. Su mirada se fija en la pared que tengo detrás.
– Has llegado a número uno.
La frente se le arruga con tristeza. ¿Por qué está tan triste?
– Gato -digo. Se aparta de mí-. Gato, mírame.
Se levanta y se acerca a su guitarra. Suspira.
– ¿Qué pasa? -pregunto-. ¿Por qué te portas así?
Coge la funda de la guitarra, la deja en el suelo, da unos pasos hacia la puerta, vuelve.
– No sé -dice.
– ¿Qué es lo que no sabes?
Por fin, se detiene y nuestra mirada se encuentra. Tiene los ojos rojos. Ha pasado casi toda la noche despierto, dando vueltas, moviéndose y lloriqueando al filo de una pesadilla de la que no ha podido hablar por la mañana, por más que le he preguntado.
– Nosotros -dice.
Cruza los brazos sobre el pecho y vuelve a suspirar. «Nosotros» nunca hemos sido un problema. Jamás. Se encorva y me doy cuenta de que desde que tengo éxito ha ido achatando los hombros, el pecho hundido sobre el corazón. No puede afrontar lo que me está pasando. Le empequeñece y no lo soporta.
– Nada ha cambiado, Gato -digo intentando parecer amable y delicada.
Es difícil para cualquier hombre, pero mucho más para un mexicano. Me levanto y me acerco a él. Se aleja de nuevo, esta vez tocando al pasar las cortinas de bolitas con la imagen de la Virgen de Guadalupe, va al comedor y se sienta en una mesa rústica pintada a mano con colores chillones, junto a su taza de té, ya frío, de esta mañana. Lo sigo y me repito. Intento frotarle los hombros, su sumisa geisha. En el espejo con el marco de estaño, parezco alta, demasiado alta. Me inclino, para encogerme. Algo, lo que sea. Le beso la coronilla como una madre cariñosa. Una parte de mí odia lo que estoy haciendo. Parte de mí quisiera estar sola con mi guitarra.
– ¿No ha cambiado nada? ¿Verdad? -pregunto.
– Todo ha cambiado -dice bajando la vista, sin mirarme.
Me retira la mano como si temiera contagiarse.
Me quedo con la boca abierta, como mi madre cuando ve un precio exorbitante en una etiqueta.
– ¿Estás de coña? -pregunto.
– No, no lo estoy.
Se levanta y se pasea, alejándose de nuevo. Le sigo.
– Pero lo único que ha cambiado es que tenemos dinero, Gato. Lo demás no.
– Exacto.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– ¿No has oído lo que dicen de ti? -pregunta, y me mira enojado apoyando las manos sobre la mesa que nos separa.
– ¿Quién?
– El movimiento. La gente del movimiento.
– No -digo. Me da un subidón de adrenalina por lo que acaba de decir-. ¿Mi gente habla de mí a mis espaldas? ¿Qué dicen?
– ¿Lo ves? Tienen razón. Te has vuelto comercial. Te has olvidado de tus raíces.
– ¿Qué? ¡Es una locura!
– Llevan hablando de ello en el Red Zone, y en otros programas de radio durante semanas. Tú ya ni los oyes. Estás demasiado ocupada escuchando tu canción en las emisoras de cuarenta principales.
– ¡No las oigo porque estoy agobiada de trabajo! ¿Cómo pueden decir eso? ¿En qué se basan?
Gato mueve la cabeza.
– Cantas en inglés -me dice.
– ¿Y? ¿En qué se diferencia el inglés del español? Ambos son idiomas europeos. Además, es mi primer idioma.
Gato se ríe disgustado.
– Juraste que nunca grabarías en inglés.
– ¡Pero estuviste de acuerdo cuando te dije que lo hacía por compromiso! ¡Es uno de los sacrificios que tengo que hacer para que nuestro mensaje llegue a más público! Tú mismo lo dijiste. El inglés es el idioma universal.
– Eso era antes.
– ¿Antes de qué?
– Antes de todo esto.
– ¿Todo el qué?
– La Raza está decepcionada contigo. Muestras el ombligo en MTV. Dicen que ahora no eres mejor que Cristina Aguilera.
– ¿Y qué? -Me invade la rabia-. ¡No me parezco en absoluto a ella! ¡Y tú lo sabes!
– ¿Y tú? Están poniendo mezclas de Hermano oficial en Jack in the Box. Por Dios, Amber.
– ¿Amber?
– Deberías haberte quedado con ese nombre. Te va mejor.
– Soy Cuicatl. Y no puedo controlar cómo editan mis videos. Es puro marketing.
– Dicen que has traicionado a Atzlán. Como Shakira. Y yo no puedo vivir con eso.
– No puedo creer lo que estoy oyendo. No puedes pensar eso de mí en serio. ¿De mí? -Me golpeo el pecho como un gorila-. ¡Me conoces demasiado bien!
– Dicen que estás encantada con la etiqueta de «princesa del pop latino».
– ¡Tú sabes que eso no es verdad! Es como me llaman los periodistas porque no saben hacer otra cosa. Yo no me hago llamar así.-Bueno, pues deberías enseñarles.
– ¿Crees que no lo he intentado?
– No lo parece.
– Gato, les digo la verdad, pero escriben lo que les da la gana. ¡No puedo controlar lo que escribe cada desgraciado sobre mí!
Gato vuelve a irse de la habitación, pero esta vez va a nuestro dormitorio. Lo oigo mover cosas. Vuelve con tres bolsas de viaje.
– Gato, por favor -le digo-. ¿De qué va esto?
– Me marcho a casa de un amigo.
Tiene en la mano un sobre familiar de papel hecho a mano con bonitas flores secas estampadas.
– ¿De quién?
– De un amigo.
Parece sentirse culpable y se mete el sobre en el bolsillo de los vaqueros. Así que es eso.
– ¿De una amiga?
No dice nada. Recuerdo a la joven admiradora, una bella mexicana con el pelo largo hasta las rodillas, que siempre intenta ser la primera en llevarle agua en las danzas. Nos reíamos juntos de su obsesión por él, de cómo se colocaba pegada al escenario en todos sus conciertos. Le enviaba regalos, le escribía cartas de amor. Se las enviaba en sobres de papel hechos a mano que olían a agua de lluvia. No me acuerdo de su nombre. No quiero saberlo. Ella lo adora. Claro que quiere irse con ella ahora.
– Un hombre puede irse de México -digo-, pero supongo que México no termina de irse de un hombre.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– ¿Tan frágil es tu amor propio, Gato? ¿Necesitas correr en brazos de una chavalita que te adora porque yo ya no puedo ser eso para ti? Nunca creíste que yo lo conseguiría primero, ¿verdad?
– Eso no tiene nada que ver.
– Tiene mucho que ver -digo.
Estoy cansada. El dolor que me ahoga es tan profundo, que no siento nada. Me dará fuerte después, cuando me envuelva el silencio.
– Tiene que ver con que le hayas dado la espalda al movimiento -dice.
– Vete -digo-. Si piensas que me he vendido como Cristina «mira-mis-nuevas-tetas» Aguilera, entonces vete. Si no ves lo que intento hacer, Dios mío. Creía que me querías. Creía que me conocías. Ni me quieres, ni me conoces. Fuera. No te necesito.
– Bien -dice.
– Te habría pasado lo mismo -le digo mientras abre la puerta.
– ¿El qué?
– Un contrato discográfico. Todo esto.
Me mira fijamente, fríamente.
– Pasará. Sólo que yo no me vendo.
– Mi disco no es comercial.
– ¿Por eso es número uno? Nadie alcanza el número uno haciendo arte. Todos en el movimiento lo sabemos. Lo sé yo. Y lo sabes tú.
– Y una mierda -digo-. Yo no he cambiado nada.
– Así lo vemos nosotros -dice, sintiéndose con el derecho de hablar en nombre de toda la comunidad del rock en español.
– Entonces me parece que todos sufrís un complejo de inferioridad masivo -digo-. ¡Por eso preferís elogiar a un grupo de pendejos que apenas sabe tocar antes que a mí! ¡No podéis aguantar que uno de los vuestros triunfe! ¡Sobre todo si es mujer!
– Amber, ya no eres una de las nuestras.
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