– ¿Quién, el anillo? -pregunto, momentáneamente ida.
– Hablaremos sobre eso después -me dice en español.
– Juan -suelta Lauren, en inglés-, por fin recapacitó.
Allison, que probablemente no entiende el español, sonríe.
– Tu madre le ha pedido a tu padre que viniera. El estado le ha quitado a Roberto la custodia de sus hijos y no puede acercarse a ellos.
Lauren se acerca a la cama, llorando.
– Voy a matar a ese cabrón -dice-. Te lo juro, Sara. Lo voy a hacer. Mi hermano conoce a gente en Nueva Orleans. Lo puedo arreglar. No estoy bromeando.
Rebecca se acerca y aparta a Lauren, diciendo:
– Vamos, cariño. Vamos a dejar que Sara descanse ahora.
– Necesitamos saber si estás dispuesta a presentar cargos -dice Allison.
Pienso en la pobre Vilma, en cómo esta asistenta social pobremente vestida ha pronunciado su nombre, en cuánto la quiero. Pienso en cómo volvió a llamarme Sarita; en que es como una madre para mí. Tiene que haber un límite; un punto a partir del que no puedes perdonar, sin importar cuánto se quiera o cuánto haga que se conoce a alguien. Éste, creo, es ese punto. Si no por mí, por Sethy, por Jonah, y por Vilma.
Me encuentro mal, y el cuarto empieza a nublarse. Estoy tan cansada. Cierro los ojos y me duermo.
Cuando me despierto de nuevo, estoy sola. Es de noche, y ya no tengo tubos ni en la nariz ni en la garganta. El aparato de la cabeza también ha desaparecido. ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo? Puedo levantar un poco la cabeza, y veo que no estoy sola, que mi padre está cerca de la ventana, en la oscuridad. Gruño para llamar su atención. Se acerca y se pone al lado de la cama. Lleva su uniforme habitual: pantalones verdes, un polo Ralph Lauren, y mocasines marrones. Miro el informe médico de la pared que está enfrente de la cama y me doy cuenta de que han pasado tres días desde la última vez que me desperté. Tres días. Todavía estoy cansada, extenuada de la cabeza a los pies.
– Ay, Dios, Sarita -me dice. Tiene los ojos rojos de llorar, y me dice en español-: ¿Por qué no nos lo dijiste? ¿Por qué no me lo dijiste?
– Lo siento, papá -digo.
Tengo la voz ronca y me duele la garganta.
– No, soy yo quien lo siente. Es culpa nuestra, de mamá y mía, por habernos pegado siempre. Tú pensarías que aquello era normal.
Está llorando.
– No -digo-. Lo siento. Fue culpa mía.
– ¿Tú? ¿Lo sientes? ¿Por qué? Él es el hijo de puta que casi te mata. Él es el cabrón que mató a mi nieta.
Nieta.
– ¿Era niña? -pregunto.
Mi padre asiente.
– ¿Han podido verlo?
– Han podido verlo.
Empiezo a sollozar. Las convulsiones me hacen tanto daño en las costillas que casi me desmayo.
– No -lloro-. No, papá. Por favor. No, Dios mío.
– Tranquilízate -dice.
Está de pie a mi lado y me acaricia el pelo, algo que no ha hecho desde que era muy pequeña. Chasquea la lengua para consolarme.
– Descansa. No tendrás que volver a verlo jamás.
– Busca a esa asistente social. Voy a presentar cargos.
Parece desconcertado por un momento.
– ¡Ah!, no lo sabes, ¿no?
– ¿Qué?
– No encuentran a Roberto, mi vida.
– ¿Qué? ¿Cómo que no?
Papá suspira.
– Ha matado a Vilma, Sarita, murió ayer. Cuando la policía fue a detenerlo por asesinato, no abrió la puerta. Tiraron la puerta abajo y había desaparecido. Se llevó ropa y algunos papeles. Encontraron su coche aparcado en el aeropuerto, con las llaves en el asiento.
– ¿Qué?
– Salió corriendo, el muy cobarde.
– ¡No! -lloro.
Me observa incrédulo.
– ¡Es imposible que sigas queriéndolo después de lo que te ha hecho!
No digo nada, y me toma la mano, me planta un pequeño beso tembloroso en ella.
– Yo siempre me pregunté si era él quien te hacía esos moretones. Tu madre me dijo que empezaron cuando lo conociste, pero pensó que tenía que ver con el hecho de que te habías convertido en una señorita y aún no te sentías cómoda en tu cuerpo. Como un potrillo, decía, eras como un potro aprendiendo a usar sus largas patitas.
– Me pegaba, papá -lloro-. Siempre. Durante años. Quise decírtelo, pero no quería que pensaras que era una estúpida. Yo también le golpeaba a veces.
– Ya, ya, ya ha terminado. Aquí está papá. Jamás pensaría eso de ti.
– Necesito preguntarle cómo pudo hacerlo. ¿Adonde habrá ido?
Papá me suelta la mano:
– Mató a Vilma, Sara.
Está contando las víctimas con los dedos, uno por uno, tranquilo y sereno.
– Mató a tu hija. Casi te mata a ti.
Miro a mi padre, esperando. Papá continúa:
– Ahora está escondido para no enfrentarse a la justicia por lo que ha hecho. No debes volver a hablar con él. Es un cobarde. Tienes que seguir y ser fuerte, por los chicos. Él te hubiera matado si Vilma no le hubiera detenido. Eso lo sabes, ¿no?
– ¿Por qué las cosas son así, papá? No quiero que pase esto. Quiero que todo sea como antes.
– Ay, mi'jita -dice derrumbándose en la silla que hay junto a la cama-. ¿Qué voy a hacer contigo?
Es demasiado. Lo he perdido todo. A Vilma, a mi hija, a mi marido, casi la vida. Quiero ver a Liz. Necesito hablar con ella. ¿Dónde está? ¿Por qué no ha venido todavía? ¿Se ha marchado también?
– Quiero ver a Elizabeth -le digo a mi padre.
– Ha venido temprano, mientras estabas durmiendo.
– Por favor, llámala. Hazla venir de nuevo.
– Está bien. Ya voy. Ahora, tranquila. Cierra los ojos, mi vida, trata de descansar.
Cuando vuelvo a despertarme, está allí, Elizabeth, radiante en una sudadera turquesa y vaqueros oscuros. Siempre he envidiado eso de ella, su facilidad con la ropa, no le cuesta trabajo estar guapa.
La desagradable asistente social, Allison, está aquí también, y parece que han estado hablando entre ellas. Por la sonrisa hipócrita de Liz, puedo ver que Allison le parece tan molesta como a mí. Quiero reírme a carcajadas, pero me contengo. Debe de ser una buena señal.
Me encuentro lo suficientemente bien para sentarme. Elizabeth se disculpa por haber ido a mi casa, y dice que tenía que verme, para pedirme perdón.
– Todo ha sido culpa mía -dice-. Nunca debería haber ido a verte. Lo siento.
Allison la interrumpe.
– Liz estaba contándome lo que pasó. No es culpa suya. Ni tuya. Nadie es culpable de esto salvo el hombre que te pegó. Quiero que ambas lo comprendáis.
«Sí, vale, pero ¿quién te ha preguntado?»
Elizabeth sostiene un manojo de globos, con el mensaje «Ponte buena pronto». Me mira y me sonríe tímidamente:
– Bastante ridículo, ¿eh? -me pregunta-. He visto las flores que Amber te ha enviado, y sabía que no podía superarlas. Así que he comprado esto.
Me río un poco.
– Gracias -digo-. Hablando de Amber, ¿de dónde habrá sacado el dinero?
– ¿No lo sabes?
– No sé nada.
– Su disco es número uno en las listas nacionales.
– ¿Bromeas?
– No estoy bromeando. Pensaba que lo sabías. Es la próxima Janis Joplin en español.
– No lo sabía. Vaya. Me alegro por ella.
– Supongo que no habláis mucho.
– No fuera de las reuniones de las temerarias. No tengo mucho en común con los vampiros aztecas, ya sabes.
Nos reímos. Es perverso. Por eso somos amigas Liz y yo. Tenemos el mismo sentido del humor.
– Está a punto de ser la vampiro más famosa -dice Liz-. Cuidado con lo que dices.
– Anda, vete por ahí. ¿Amber? ¿Famosa?
– ¿Te mentiría yo en un momento así?
– No, probablemente no.
– Yo siempre te dije que lo conseguiría. No te lo creías.
– Sí, es verdad. Tú siempre has sido mejor que yo, Liz. Siempre has buscado el lado bueno de las personas. No como yo.
Nos miramos un momento, y Liz es la primera en bajar la mirada a los pies. Entonces le hago la pregunta clave, en español para que Allison no comprenda lo que estamos diciendo.
– ¿Liz?
– ¿Sí, Sarita?
– Roberto me dijo algo la otra noche, la noche que nos peleamos. Necesito saber si es verdad.
Se la ve nerviosa.
– Claro, ¿qué es?
– Él… me dijo que vosotros dos os acostasteis en Cancún.
– ¿Qué? No, nunca.
Parece que estuviera a punto de escupir.
– ¿Me lo juras?
– Sólo me he acostado con tres hombres en mi vida, y él no fue uno de ellos. Yo no disfruto precisamente con los hombres.
– Pero estaba enamorado de ti. Lo sé.
– Quizá. Si lo estaba, es un imbécil.
Me río.
– ¿Qué tipo de mujeres tiene una conversación así en un hospital, en un momento como éste?
Me río a mi pesar. No estoy enfadada, no exactamente. No lo sé. Estoy aturdida. Sonríe instantáneamente. Es como en esas películas en las que todo se convierte en una gran pesadilla. Estoy esperando despertarme y que todo sea diferente.
Miro por la ventana durante unos minutos. Pienso algunas cosas, me pregunto si es sincera conmigo. Después de todo, me ocultó lo de su lesbianismo todos estos años; miente muy bien. Ya no me importa. La verdad es que hubiera preferido que se acostara con ella antes que con cualquier otra mujer. ¿Le está bien empleado, no, enamorarse de una lesbiana? Es casi cómico. ¿No es de locos? Y no estoy tan enfadada como sería previsible. Quizá son los medicamentos contra el dolor, pero lo encuentro bastante gracioso.
– ¿Sabes qué? -le pregunto, intentando relajar el ambiente, para volver a una conversación normal.-¿Qué?
– ¿Sabes lo que más duele de todo?
– ¿Qué?
Sonrío.
– Que tú nunca, ni siquiera remotamente, te has sentido atraída por mí. Quiero decir, ¿qué me falta? Mírame. Soy perfecta. Dijiste que nunca me has encontrado atractiva.
– ¿Qué?
Me río.
– ¿No es estúpido? Es como me siento ahora mismo. Completamente rechazada.
– Jamás dije eso -dice Liz con una sonrisa cautelosa-. Hubo… veces. Algunas veces, realmente.
– ¿Cuándo?
– Unas veces. Algunas veces.
– ¿Como cuándo? Dímelo.
– En la discoteca Gillians, la primera noche.
– ¿En Gillians?
– Sí. Recuerdo observarte bajo la luz naranja. Llevabas un largo abrigo negro de piel y uno de esos lazos de niña tonta en el pelo. Parecías un desecho de Brat Pack. Te hubiera besado entonces.
– ¿Por qué no lo hiciste?
– ¿Estás loca?
– ¿Por qué no lo hiciste?
– Sabía que eras heterosexual. No quería que a Rebecca le diera un ataque.
– ¿Cuándo más?
– La noche de la graduación. Cuando tuvimos esa fiesta en el apartamento de la madre de Usnavys, con toda esa comida frita repugnante. Cuando nos sentamos afuera, en la escalera de incendios, huyendo de la grasa y del humo, para tomar el aire, ¿te acuerdas de eso?
– Sí.
– También puedo decirte lo que llevabas puesto esa noche. Pantalones cortos a cuadros y un conjunto rosa de punto, con tus perlas. Te quitaste el suéter porque hacía mucho calor esa noche, y me encantaron tus hombros suaves y blancos.
– Ah, sí. Recuerdo esa noche.
– Tenía unas ganas tremendas de besarte.
– ¿Por qué no lo hiciste?
– Estabas prometida a Roberto. Eras hetero. Yo no quería ser lesbiana, quería ser normal. Luchaba contra ello todo el tiempo. Fui a casa y me puse a llorar.
– ¿Por qué no me dijiste nada de esto?
– Por miedo. No quería perderte.
– Bueno, soy una chica normal, curiosa. No me hubiera importado, ya sabes, probarlo. Es lo que hace todo el mundo.
– No. -Liz sacude la cabeza-. Ésas son las palabras más duras que puedes decirle a alguien como yo. Estoy harta de las hetero curiosas, Sara. Nadie te hace más daño que una mujer heterosexual curiosa.
– ¿Y ahora qué?
– ¿Ahora?
– ¿Te sientes atraída por mí ahora? Tengo el aspecto de haber sido atropellada por un camión, y nadie me ha traído el maquillaje. Pero aun así, no soy horrorosa ni nada por el estilo, ¿no? Creo que no estoy mal para ser una mujer con mellizos que acaba de perder a su bebé y a su marido, ¿no crees?
– Sara, por favor, necesitas dormir.
– ¿Crees que soy sexy?
Liz me mira con lástima.
– Te quiero -me dice-. Eres mi mejor amiga. Y estás totalmente drogada o totalmente agotada, o ambas cosas.
– Pero ¿lo harías conmigo? Quiero saberlo.
Sonríe de forma sarcástica. Ahora se da cuenta de que estoy hablando en broma.
– Eres una cubana loca, ¿lo sabías? -me pregunta.
– Dímelo. ¿Ahora mismo, me lo harías? Con todos estos tubos dentro de mí, y los cardenales, y con la estúpida asistente social mirando. Podría ser toda una experiencia.
– No -dice-. Ahora estás horrible, Sara. Prefiero que mis mujeres sean masculinas. No hay nada masculino en una mujer a la que un hombre acaba de dar una paliza, ¿vale? Y necesitas lavarte los dientes.
"El Club De Las Chicas Temerarias" отзывы
Отзывы читателей о книге "El Club De Las Chicas Temerarias". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "El Club De Las Chicas Temerarias" друзьям в соцсетях.