Nos reímos.
Allison nos ve reír, e interrumpe:
– Os dejo que habléis -dice-. Me alegro de que tengas quien te anime. Para eso están las amigas.
– Perfecto -digo-. Hasta luego, Allison.
Después en español, digo:
– ¡Fuera de aquí, zorra mal vestida!
Liz me mira incrédula. Casi nunca digo tacos. Se sube a la cama. Está tan delgada que casi no se hunde. Se sienta a mi lado durante el resto de la noche, y no hay nada remotamente sexual en la manera en que nos abrazamos, nos contamos chistes y vemos programas basura en la tele, aunque tengo que admitir que me apetece besarla un par de veces durante el Tonight Show de Jay Leno, sólo para ver qué se siente. Debe de ser la morfina.
Liz se queda conmigo hasta el amanecer.
¿Debería preocuparme que a mi novio le guste el catálogo de verano de Victoria's Secret más que a mí? Lo encontré en el baño el otro día, todo arrugado y manoseado, ¡y estamos en mayo! ¿Por qué los hombres y las mujeres están tan condicionados por el cuerpo femenino? Estoy harta de tetas y culos.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 18. REBECCA
André me recoge en la casa nueva. Me he pasado el fin de semana de mudanza, y en el último minuto cojo tres días libres en el trabajo para irme de viaje con él. Ha sido algo impulsivo, algo que no habría hecho hace un año. Me habría puesto histérica porque habría pensado que nadie podría dirigir la revista en mi ausencia. Pero André me convenció de que Ella podría sobrevivir unas horas sin mí. Me aseguró que él no.
Lleva un Lexus SUV, blanco y beige esta vez. Lleva vaqueros. Nunca lo había visto en vaqueros. Le quedan muy bien, tan bien que casi se me para el corazón. Lleva mocasines negros elegantes, un ligero suéter beige, y una chaqueta de cuero negra. El atuendo apropiado para un viaje a Maine. Yo llevo pantalones khakis con zapatos planos negros, un suéter rosa pálido y un blazer negro de lana. Como verse reflejada en el espejo. Otra vez. He metido en la maleta varios camisones largos de franela, y algo de lencería sexy que nunca me he puesto; todavía no he decidido qué tipo de viaje va a ser, aunque tengo mis esperanzas.
– Estás impresionante -me dice.
Me abraza, me da un beso amistoso en la mejilla. ¿Chicle de canela? ¡Qué bien huele! ¡Y esa sonrisa! Me encantaría meterlo en casa, cerrar la puerta, y arrancarle la ropa. Pero no lo hago. Le doy un educado estrujón, y le tomo del brazo que me ofrece para ayudarme a bajar los empinados escalones de la entrada. Me lleva la maleta. Abre la puerta del pasajero, me ayuda a entrar, y coloca mi equipaje en el maletero. El interior del coche huele como André, a especias y a limpio. No he sentido esta ilusión desde que era niña y llegaba la Navidad.
Por ser entre semana y temprano por la tarde, no hay mucho tráfico. Al cabo de poco tiempo, estamos en la 95, rumbo al norte en el suave confort del Lexus, escuchando música sensual y rítmica. La letra está en un idioma que no entiendo.
– ¿Qué es esto? -le pregunto.
– Es una cantante nigeriana llamada Onyeka Onwenu -dice.
– Canta muy bien.
– Sí. Y tiene mucho valor. Se puso en huelga de hambre para protestar porque no cobraba derechos.
– Eso es admirable. ¿Entiendes la letra?
– Claro que sí.
– ¿Es yoruba? -pregunto.
– Sí -sonríe, complacido-. Estás llena de preguntas hoy.
He estado investigando sobre Nigeria, avergonzada por lo poco que sabía en nuestra última cita, pero no tiene por qué saberlo.
– ¿Qué otros idiomas se hablan allí? -pregunto-. ¿Ibo y hausa?
Se ríe y corrige mi pronunciación de ambos.
– Has hecho los deberes, ¿no?
– Un poco.
El paisaje pasa rápido, verde y exuberante. Hablamos con fluidez, sobre varias cosas, y pasamos Salem y Topsfield. Hablamos hasta Amesbury, y sólo paramos un momento al cruzar un gran puente, para admirar la belleza del lugar. Parece como si el tiempo no hubiera pasado, y de repente estamos en la carretera 495, a pocos minutos del hotelito Red Maple Inn en Freeport, propiedad de unos ingleses amigos de André.
– Son una gente fantástica -dice mientras conduce el Lexus por un camino de grava hacia un claro del bosque-. Ambos son informáticos, pero se quemaron. Cogieron su dinero y se retiraron. Éste era el sueño de Lynne, tener un lugar así en los bosques de Nueva Inglaterra.
El hotelito está formado por una serie de casas victorianas de color amarillo pálido, con toques rojos y azules, distribuidas alrededor de un jardín central. En los senderos del jardín, hay cómodas sillas de exterior. Algunas personas están sentadas leyendo, otras hablan bajito y toman té.
– Es encantador -digo, dándome cuenta de que la forma de hablar de André se me está contagiando.
Casi nunca uso la palabra «encantador». Es muy británico.
– Ellos mismos se encargan del jardín -dice, mientras aparca el coche al lado de un granero rojo-. Lynne tiene muy buena mano con las plantas.
Un golden retriever de aspecto amigable salta sobre el coche con una gran sonrisa en la cara. André abre la puerta y llama al perro.
– ¡Precious! Aquí, ¡Precious!
Abro la puerta y salgo. El aire es un poco más fresco que en Boston, limpio. Respiro hondo. Sobre nuestras cabezas, el cielo es de un azul brillante. André y Precious se reúnen conmigo. A Brad nunca le gustaron los animales. Los odiaba, de hecho. André pasa su brazo sobre mis hombros, y Precious olfatea mis zapatos. Oigo un chasquido, alzo la vista y veo a una pareja sonriente saliendo por la puerta de tela metálica de lo que parece ser la casa principal.
– ¡André! -llama el hombre.
Es joven para estar retirado. Me imaginaba un hombre de unos sesenta y cinco; Terry y Lynne son de mi edad, con buen físico, y un atractivo ligeramente británico.
– ¿Todo bien, Terry?
– ¿Todo bien? -contesta el otro.
Parece un saludo.
Precious está tan entusiasmado por tanto alboroto que empieza a ladrar.
– Cállate, Precious -dice la mujer, dándole una palmada-. Entra en casa.
El perro la obedece haciéndose el remolón. Ella se limpia las manos en los vaqueros y me ofrece la mano. Me sonríe abiertamente.
– Soy Lynne -dice.
– Rebecca -digo-. Encantada de conocerte.
– Bienvenida al Red Maple -me dice.
– Gracias.
– Soy Terry -dice el hombre-. Me alegra que hayas podido venir. ¿Cómo te fue el viaje?
– Bien -digo.
– ¿Con ese tipo al volante? -bromea-. Entrad.
– ¿Sabes?, es la primera vez que André viene con una chica -bromea Lynne, dando un codazo a André cuando caminamos hacia la casa.
– Sí, suele venir con chicos -dice Terry muy serio.
– No les hagas caso a estos dos -dice André-. Se creen muy graciosos.
Sonrío y entro en el vestíbulo. La casa está decorada con un estilo tan rústico que me alegra el alma nada más verla. Flores frescas en sencillos jarrones sobre diferentes mesas antiguas. Abundan los estampados florales y la luz del sol llena los espacios abiertos. También hay varios gatos decorativos.
– Es encantador -digo una vez más esa palabra que nunca uso.
– Gracias -dice Lynne, apretándome el brazo.
Terry nos retira las chaquetas, las cuelga en el armario del vestíbulo, y nos acompaña a un acogedor estudio al lado de la enorme cocina rústica.
– Sé que os gustaría sentaros y charlar el resto de la tarde -dice con un brillo en los ojos-, pero Lynne y yo tenemos cosas que hacer.
Guiña el ojo a André.
– Os damos las llaves ahora, y nos vemos más tarde, quizá después de la cena. Estáis en la suite Gingham, como solicitaste. -Y luego dice bajito-: Es muy íntima.
– Gracias.
– Nunca he visto a André tan enamorado -me dice Lynne por lo bajo-. Sabemos cuándo tenemos que quitarnos de en medio.
No sé qué decir.
Entonces, tan rápido como aparecieron, Terry y Lynne desaparecen dejándonos un juego de llaves.
– Son especiales -me dice, asintiendo con la cabeza-. Nunca he conocido a dos personas como ellos.
– Son muy agradables -digo-. Y directos.
– Sí -me toma de la mano y pregunta-: ¿Vamos?
– Después de ti -digo.
Salimos por la puerta trasera y cruzamos otro espléndido jardín (otra vez: «espléndido»), seguimos un sendero sinuoso, y cruzamos un bosquecillo hasta una aislada y modesta casita sobre una colina con vistas a un estanque. La casa es perfecta, una casa de muñecas con contraventanas.
– Es tan mona -suspiro-. Es adorable.
– Sabía que te iba a gustar.
La suite Gingham es una casa en sí misma, sin otras habitaciones o gente cerca. Hay un saloncito, una cocina y un gran dormitorio con una cama enorme cubierta con una colcha roja, morada y azul. El dosel es de madera, rústico. Alfombras tejidas de vivos colores cubren el suelo de madera. Cortinas rizadas y tiradores decoran las ventanas salpicadas con motivos frutales. Las paredes están empapeladas con un alegre y vivo papel que parece réplica de un diseño del siglo XVIII. Acogedora y curiosa, una casa de muñecas construida a escala por gente con dinero, visión y sentido del gusto.
– Voy a buscar el equipaje -dice André-. Ponte cómoda.
Me dejo caer en una mecedora y siento desvanecerse el estrés con cada deliciosa respiración. Sigilosamente, aparto las cortinas y observo a André andando por el sendero hacia la casa principal, admirando cómo se le ajustan los pantalones al trasero. Tiene tanta clase. Me lo imagino encima de mí, y casi no puedo respirar.
André vuelve con las maletas, las pone en el dormitorio. Se sienta al borde de la cama y me mira en la mecedora.
– Ya estamos aquí -dice.
Sus ojos hambrientos me incomodan. Ese sentimiento me encanta, pero no sé qué hacer con él. Hace tanto tiempo que no he estado con alguien que no me atrevo a moverme. Creo que voy a caerme, o a tirar algo. Tengo miedo y me siento torpe.
– Ya estamos aquí -repito como un loro-. ¡Qué bien decorada está! Han hecho un gran trabajo.
Me mira sin decir una palabra y sonríe.
– Las paredes, los suelos, ¡es perfecto! -cotorreo-. ¿Lo han hecho ellos mismos, o han contratado a un decorador? Mi amiga Sara es toda una decoradora. Ahora que tiene que buscarse la vida, está pensando abrir una tienda de diseño. Creo que es una gran idea.
Sigue mirándome con esa sonrisa. Silencio. Enlaza los dedos y me observa. Sin saber qué hacer, sigo cotorreando.
– Voy a ayudarla en todo lo que pueda. Ahora mismo necesita todo el apoyo. Todas nosotras, mi grupo de amigas de la universidad, estamos ayudándola a levantar el negocio, hemos elaborado un proyecto mientras está en el hospital, y vamos a sorprenderla, hemos alquilado un local en Newton…
Sigue callado, y sonríe, sólo que ahora apunta una carcajada.
Dejo de hablar.
– Ven aquí -dice, y señala la cama a su lado.
– No sé -digo.
Me encojo de hombros como una tímida niñita y me siento estúpida.
– Sí que sabes. Por eso no puedes dejar de hablar. -Se lleva un dedo a los labios-. Shhh -dice-. Escucha el bosque.
Me callo. Escucho pájaros, el viento entre las hojas. Escucho el agua rozando suavemente la orilla del estanque fuera de la ventana. André me hace un gesto para que me siente a su lado en la cama. Sacudo la cabeza y me cruzo de brazos. Aprieto las rodillas, y me doy impulso en la mecedora nerviosamente. No es así como imaginé que me comportaría el millón de veces que he fantaseado con este momento. Iba a ser sensual, felina. Saltaría sobre él, le lamería. Llevaría ropa interior provocativa, en lugar del sencillo sujetador y las braguitas blancas de algodón que llevo.
André se levanta, todavía sonriendo, y viene hacia mí.
– ¿Lo escuchas? -me pregunta, acercándose por detrás.
– ¿El qué? -pregunto.
– El viento.
Entorna las contraventanas, cierra las cortinas, y echa la llave a la puerta.
– Sí.
– ¡Qué silencio! -dice.
– Sí.
– Demasiado -dice.
Ahora está delante de mí, me extiende las manos.
– Quiero oír el latido de tu corazón.
– ¿El latido de mi corazón?
– Ven aquí.
Me coge de las manos y me levanta.
– ¿No deberíamos ir de compras o algo así? -pregunto.
Le sigo, nerviosa.
– Luego.
Me lleva a la cama, me sienta, se sienta a mi lado. No puedo mirarle. Estoy demasiado asustada. Me toma la muñeca, y pone un dedo sobre ella para tomarme el pulso.
– Rápido -dice-. Rapidísimo.
Estoy sudando. No suelo sudar. André me suelta, y se dirige despacio a la cocina, vuelve con una botella de champán y dos copas altas y finas.
– No -protesto.
Regreso a la silla y me siento, como una chiquilla ofendida.
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