—¿Tú crees en esa maldición?

—No. El pobre Carnavon murió el 5 de abril, y entonces la sala que contiene el sarcófago ni siquiera estaba abierta. Pero a mí eso me sacó de la cárcel. Para serte franco, yo me habría llevado con mucho gusto esa estatuilla y no la habría devuelto jamás..., aunque hubiera tenido que exponerme a sufrir la cólera del difunto. ¡Merecía condenarse por ella! —suspiró el egiptólogo con la voz quebrada por la emoción—. Una encantadora esclava desnuda, de oro puro, presentando una flor de loto. ¡La más pura expresión de la belleza femenina! Y cuando pienso que ese miserable la tuvo en sus manos durante semanas y que...

—¡Para! —lo interrumpió Aldo—. Si te embarcas en esa historia, no salimos de ahí. Volvamos al punto de partida: tu coche milagrosamente transportado a Viena. O sea, que mejor comienzas el relato después de tu liberación.

—De acuerdo. Huelga decir que la expedición y las autoridades inglesas me pidieron disculpas. Para hacerse perdonar, incluso me pidieron que escoltara hasta Londres un envío destinado al Museo Británico.

—¡Curioso honor! Tú habrías preferido llevarlo al Museo del Louvre, supongo.

—Por supuesto, e incluso me pregunté si no sería otra trampa, puesto que lord Carnavon se había comprometido a entregar a los egipcios la totalidad del producto de sus excavaciones. Pero Cárter, que sigue vivito y coleando, quería que su país disfrutara un poco de sus hallazgos, y como es él el descubridor... Así que partí para Londres, donde me dispensaron un gran recibimiento y donde tuve el placer de ver a nuestro amigo Warren.

—¡El pobre! ¿Has visto lo que le ha pasado? Nuestra Rosa de York ha desaparecido otra vez.

—Ésa, amigo mío, es la menor de mis preocupaciones. Y por favor, no cambiemos de tema —dijo Adalbert—. Como te decía, me trataron de maravilla y hasta regresé a Francia con sir Stanley Baldwin, que iba en visita oficial. Gracias a eso, tuve el honor de ser invitado a la gran recepción ofrecida por lord Crewe, el embajador de Gran Bretaña en París, y allí fue donde tuve un encuentro inesperado con una encantadora joven en apuros. Había salido a fumar un puro a los jardines cuando fui testigo de una desagradable escena: un tipo estaba maltratando a una mujer para obligarla a besarlo.

—Y tú acudiste volando en su ayuda —dijo Morosini.

—Tú habrías hecho lo mismo fuera quien fuese la dama, pero yo sacudí al bribón con más entusiasmo porque acababa de reconocerla: era Lisa Kledermann.

De pronto, a Aldo se le pasaron por completo las ganas de reír.

—¿Lisa? ¿Qué hacía allí?

—Es íntima de una de las hijas del embajador, y como había ido a París de compras, no necesitó que la invitaran puesto que se alojaba en casa de su amiga.

Morosini recordó que, en Londres, Kledermann le había dicho que su hija tenía muchos amigos en Inglaterra.

—Y el agresor, ¿quién era?

—Oh, nadie. Un agregado militar cualquiera, convencido de que un uniforme basta para seducir. Pero se marchó sin rechistar; no era un gran luchador.

—¿Y... Lisa?

—Me dio las gracias y después estuvimos charlando... de todo un poco. Fue muy agradable —dijo, suspirando, Adalbert, cuya mente estaba evadiéndose hacia las reminiscencias de aquella velada en un jardín nocturno.

—¿Está bien?

Adalbert sonrió como un bendito sin darse cuenta de que el tono de Aldo se volvía cada vez más imperioso.

—Muy bien... Es una chica deliciosa. Nos vimos dos o tres veces: una comida, un concierto al que la llevé, un desfile de alta costura...

—En resumen, ya no os separasteis. Y como eso no era suficiente, decidisteis iros juntos... de vacaciones.

El tono francamente acerbo acabó por traspasar la especie de mullido capullo en el que Vidal-Pellicorne se revolcaba desde hacía unos instantes. Se estremeció y miró a su amigo con la expresión un poco alelada de alguien que acaba de despertar: los ojos de color acero estaban volviéndose verdes, lo que en Morosini siempre indicaba tormenta.

—Pero ¿qué estás pensando? Hemos trabado verdaderos lazos de amistad. Por supuesto, hablamos un poco de ti...

—¡Qué amables!

—Yo creo que ella te aprecia a pesar de la forma en que os despedisteis y que sigue añorando Venecia.

—Nadie le impide volver. Bien, ¿qué me dices del viaje?

—Voy a eso. Un servicio del que ya te he hablado con medias palabras me pidió que fuera a dar una vuelta por Baviera para observar las maniobras de un tal Hitler, que se ha lanzado recientemente a atacar verbalmente a la República de Weimar y que congrega a bastante gente a su alrededor. Pero, para no atraer la atención sobre mí, me pidieron que fuera como turista y, por lo tanto, en coche. Lo mejor era que llevase a alguien conmigo, y como Lisa tenía que ir a Austria para el cumpleaños de su abuela, la idea de hacer el viaje en mi coche le pareció divertida y lo hicimos... como amigos —precisó Vidal-Pellicorne lanzando una mirada inquieta al semblante tormentoso de su amigo.

—Y aunque te habían enviado a Alemania, ¿fuiste hasta Viena?

—No. Hasta Múnich, donde mi trabajo me retuvo más de lo que pensaba. Así que, para no retrasar a Lisa, le presté el coche a fin de que llegara a Bad Ischl a tiempo. A pesar de lo mucho que le apetecía, al principio rechazó mi ofrecimiento porque después tenía que ir a Viena, pero la convencí diciéndole que yo iría a recoger el coche allí cuando hubiera terminado. Y eso es lo que acabo de hacer. Añado que no he visto a Lisa; cuando yo llegué, acababa de irse para asistir a un baile en Budapest. Ahora ya lo sabes todo.

—¿Sabía ella lo que ibas a hacer en Alemania?

—¡Ni pensarlo! Le hablé de la organización de un congreso de arqueología, de que a lo mejor daba unas conferencias...

—¿Y ella te creyó?

Adalbert clavó en los ojos de Aldo una mirada absolutamente cándida.

—No tenía ningún motivo para no creerme. Ya te he dicho que somos excelentes amigos.

—¡Pues tienes más suerte que yo! Ahora dejemos todo eso a un lado y ocupémonos de ese condenado ópalo. ¿Se te ocurre algo para convencer a la dama de la máscara de encaje de que nos lo venda?

—¿Cómo quieres que se me ocurra? La conozco todavía menos que tú, puesto que ni siquiera la he visto. Lo mejor es ir mañana mismo a Ischl. La señora Von Adlerstein debe de seguir allí, porque cuando he ido esta mañana a buscar el coche todavía no había vuelto a Viena.

Al día siguiente, mientras el pequeño Amilcar rojo recorría los cincuenta y seis kilómetros que separaban Salzburgo de Bad Ischl a través de un encantador paisaje de colinas arboladas y de lagos, Aldo dejaba vagar su mente en torno a su antigua secretaria. Si no hubiera tenido la evidencia, jamás habría podido creer en una «Mina» que asistía a un baile húngaro, que era cortejada en el jardín de una embajada por un vivaracho oficial, que conducía un coche deportivo y, por último, que viajaba en compañía de Adalbert, del que Morosini se preguntaba, sin osar realmente formularse la pregunta, si no estaría enamorándose de ella. Y lo que aún comprendía menos era por qué todo eso le resultaba tan desagradable.

De pronto se dio cuenta de que pensando en Lisa como mujer estaba dando la espalda a una evidencia: debía de encontrarse en Viena durante la estancia de la dama misteriosa y por lo tanto conocerla. En vez de ir a asediar a una anciana condesa que quizá no se dejaría convencer, tal vez fuera mucho más sencillo recurrir a su nieta.

—¡Qué demonios! —dijo en voz alta, siguiendo el hilo de sus pensamientos—. Al fin y al cabo ha trabajado conmigo durante dos años, y muy bien. Si alguien puede informarnos, es ella.

Sin apartar la vista de la carretera, Adalbert se echó a reír.

—¿Tú también crees que Lisa sería la mejor fuente de información para nosotros? Lo difícil va a ser dar con ella.

—Eso debería ser pan comido para ti, puesto que sois tan buenos amigos —dijo Morosini con una pizca de amargura.

—No más que para ti. Esa chica no para ni un momento y no tengo ni idea de los planes que tiene.

—Le has prestado tu querido coche, le has hecho de galán durante...

—Quince días, ni uno más.

—¿Y no te ha dicho adonde pensaba ir después de Budapest?

—Pues no. Y admito que se lo pregunté, pero contestó de una manera muy vaga: tal vez a hacer un recorrido por Polonia, donde tiene amigos, o acaso a Istanbul..., a no ser que se decidiera por España. Tuve la impresión de que no quería mezclarme más en su vida. Es muy independiente... Y además, quizá ya estaba cansada de verme.

Como por arte de magia, Aldo se sintió de un humor espléndido que conservó el resto del viaje. Incluso se había permitido el lujo de pronunciar un «No, hombre, no» absolutamente hipócrita.


Ischl debía su fama a sus fuentes saladas naturales y a un manantial de aguas sulfúreas. La Corte había escogido esa bonita ciudad situada en la confluencia del Ischl y el Traun como residencia estival, y la aristocracia que acompañaba a la familia imperial la había convertido en una de las principales estaciones balnearias de Europa, así como en una de las más elegantes, adonde no era infrecuente que los mejores artistas fuesen a actuar ante un público de cabezas coronadas.

Decían que Francisco José y más tarde sus hermanos debían su venida al mundo a los baños salinos prescritos a la archiduquesa Sofía, su madre, por el doctor Wirer-Rettenbach. Y, lo más importante, allí había tenido lugar «el» romance imperial: los esponsales decididos en unos minutos del joven emperador y su encantadora prima Isabel, cuando el matrimonio con la hermana mayor de ésta, Elena, ya había sido anunciado.

Aunque la monarquía ya no fuera más que un recuerdo, había un sinnúmero de nostálgicos. Durante la temporada de los baños, muchos y, sobre todo, muchas iban a soñar al parque o ante las columnas de la Kaiser Villa, el castillo vagamente griego donde se había desarrollado el acontecimiento, pero en otoño aún quedaban algunos y ésos eran los más fervientes, sombras de la antigua Corte en busca de las horas pasadas, cuando representaban un papel en el espectáculo que se ofrecía al emperador, la emperatriz y su séquito.

Por lo demás, en Ischl el tiempo parecía haberse detenido, sobre todo entre las mujeres. Poco maquillaje o ninguno, ausencia total de cabellos cortos y todavía muchas faldas largas mezcladas con los trajes regionales tradicionales.

—¡Increíble! —murmuró Morosini cuando el Amilcar se detuvo frente al hotel, en un sitio que una calesa acababa de dejar libre—. De no ser por este artefacto, tendría la impresión de ser mi propio padre. Recuerdo que vino a Ischl dos o tres veces.

—Los de aquí no están locos. Saben muy bien que los recuerdos del imperio representan su mejor publicidad. Este hotel lleva el nombre de Isabel, los balnearios el de Rodolfo o Gisela, el panorama más espléndido el de Sofía... Sin contar las plazas Francisco José, Francisco Carlos, etcétera. En cuanto a nosotros, vamos a instalarnos, a comer y a esperar a que sea una hora oportuna para ir al castillo de Rudolfskrone, que los Adlerstein hicieron construir cuando su vieja residencia montañesa se volvió inhabitable como consecuencia de un desprendimiento de tierra.

—¡Sí que sabes cosas! —exclamó Morosini, admirado—. Y eso que esto no es Egipto.

—No, pero cuando se realiza un largo recorrido en compañía de alguien, hay que alimentar de alguna manera la conversación. Lisa y yo charlamos bastante.

—Es verdad, no me acordaba. ¿Y no sabrás por casualidad dónde está?

—En la orilla izquierda del Traun, en la ladera del Jainzenberg —respondió, imperturbable, Vidal-Pellicorne.


Demasiado grande para ser un pabellón de caza y más parecido, con sus galerías, su frontón y sus múltiples ventanas, a una villa palladiana, Rudolfskrone, rodeado de vegetación frente a una encantadora vista, ofrecía una imagen sonriente. Resultaba fácil comprender por qué la señora Von Adlerstein pasaba muchas temporadas allí y alargaba su estancia hasta bien entrado el otoño. Esa casa era más agradable para vivir que el palacio de Himmelpfortgasse.

Un mayordomo, que llevaba con una inmensa dignidad unas calzas de piel con lazos y una chaqueta de ratina verde abeto que habrían provocado un ataque de nervios a sus colegas británicos, recibió a los visitantes en el alto porche dominado por unas estatuas en equilibrio sobre un balcón.

Pese al contenido de las tarjetas de visita presentadas por los dos hombres, el sirviente manifestó dudas sobre la posibilidad de que fueran recibidos sin haberse anunciado previamente. La condesa estaba enferma. Pero Aldo, completamente decidido a no dejar que le dieran largas, preguntó: