—¿La señorita Lisa no está?
Fue mágico: una sonrisa iluminó la máscara severa del mayordomo.
—Ah, si los señores son amigos suyos, la cosa cambia. Ya me había parecido reconocer el pequeño coche rojo que tuvimos aquí hace poco...
—Se lo había prestado —precisó Adalbert—. Pero si la señora Von Adlerstein no se encuentra bien, no la moleste. Volveremos más tarde.
—Voy a intentarlo, caballeros, voy a intentarlo.
Unos instantes después, abría ante los dos hombres las puertas de un saloncito tapizado de damasco de color crudo, con grandes cortinas de seda descorridas que dejaban ver los árboles del parque. Numerosas fotografías con marcos de plata ocupaban un amplio espacio.
Una dama de cabellos blancos, pese a su cutis todavía liso, estaba tendida en una chaise longue con una escribanía sobre las rodillas. Al ver entrar a sus visitantes, se apresuró a dejarla a un lado. Éstos pensaron que, a juzgar por el largo vestido negro con el cuerpo de encaje que llevaba, debía de ser bastante alta. Su imagen era de otra época, la de las fotografías, pero sus ojos oscuros poseían una sorprendente vitalidad. En cuanto a la sonrisa que iluminó súbitamente su rostro, era la réplica exacta de la de Lisa.
Fue a Adalbert, hacia quien tendió sin vacilar una larga mano adornada con preciosos anillos, sobre la que éste se inclinó.
—Señor Vidal-Pellicorne —dijo—, es un placer conocerlo..., aunque lamento un poco su excesiva facilidad para acceder a los caprichos de mi nieta. Cuando la vi al volante de su coche, me quedé atónita, un poco admirada pero también inquieta. ¿No fue una imprudencia?
—En absoluto, condesa. La señorita Lisa conduce muy bien.
La anciana dama se volvió entonces hacia su otro visitante, a quien dirigió una sonrisa simplemente cortés.
—Pese al gran apellido que lleva, príncipe Morosini, no tengo el gusto de conocerlo. Sin embargo, parece ser que desde hace poco se dedica a asediar mi casa de Viena. Me han dicho que ha ido a preguntar por mí varias veces.
El tono seco daba a entender que la insistencia de Morosini no agradaba.
—Reconozco mi culpabilidad, condesa, y le pido infinitamente perdón, por eso y también por haber espiado literalmente su palacio.
Ella se sobresaltó y frunció el entrecejo.
—¿Espiado? Qué palabra tan malsonante... ¿Y le importa decirme por qué razón?
—Deseaba hablar con usted de algo de suma importancia, en lo que mi amigo aquí presente está tan interesado como yo.
—¿De qué?
—Ahora mismo lo sabrá, pero ¿me permite que le haga antes una pregunta?
—Hágala. Y tome asiento, por favor.
Mientras se sentaba en un sillón tapizado en damasco que la dama le señalaba, Aldo formuló la pregunta:
—Acaba de decir que no me conoce. ¿Es que la señorita Kledermann no le ha hablado nunca de mí?
—¿Debería haberlo hecho? Debe usted comprender —añadió la señora Von Adlerstein para suavizar un poco la insolencia de su observación— que Lisa conoce a mucha gente diseminada por toda Europa. El catálogo de sus amigos es inacabable. De modo que usted también ha coincidido con ella en algún sitio... ¿Dónde?
—En Venecia, donde vivo.
No le pareció útil decir nada más. Si Lisa —quizá porque no estaba orgullosa de ello— no había creído oportuno revelar sus actividades en casa de Morosini, no le correspondía a él hacerlo, a pesar de que se sentía humillado y un poco apenado por haber sido mantenido tan al margen de la vida real de la ex Mina.
—No me extraña —comentó la condesa—. Le gusta mucho esa ciudad y tengo entendido que la visita con frecuencia. Pero, por favor, hablemos de ese gran deseo que tenía de hablar conmigo.
Morosini guardó silencio un instante para escoger cuidadosamente las palabras.
—El pasado diecisiete de octubre —se decidió por fin— asistí en el palco de Louis de Rothschild y en compañía del barón Palmer a una representación del Caballero de la rosa. Había ido desde Italia invitado por el barón y con la única finalidad de escuchar esa ópera. Aquella noche, después de levantarse el telón, vi entrar en su palco a una dama muy elegante, y muy impresionante también. Es sobre esa dama sobre lo que deseaba hablar con usted, condesa. Quisiera conocerla.
—¿Y le importa decirme por qué? —Esta vez, el tono era altanero, pero Morosini fingió no percatarse de ello—. ¿Por romanticismo tal vez? Usted es veneciano, y el misterio que sugiere esa mujer espolea su curiosidad y su imaginación, ¿no es así? —añadió la condesa.
«Decididamente, no le gusto. El tipo de Viena ha debido de prevenirla contra mí», pensó Morosini, que, dada la situación, decidió coger el toro por los cuernos y ser franco.
—Si me atribuye sentimientos, señora, tenga la bondad de escogerlos menos fútiles. Se trata de un asunto importante, yo incluso diría que grave. Esa dama posee una joya que necesito adquirir al precio que sea.
El estupor y la indignación dejaron muda a la condesa durante unos instantes, tras los cuales se disiparon para dejar paso a la cólera.
—¿Sentimientos menos fútiles? ¡Pero si es algo peor aún! La simple y vulgar codicia de un comerciante. ¡Una cuestión de dinero! Aunque no tengo el gusto de conocerlo, estoy al tanto de su reputación de negociante experto en joyas antiguas. Creo —añadió— que no tenemos nada más que decirnos. Salvo que pienso aconsejarle a mi nieta que elija mejor a sus amigos.
Aldo sintió una tentación casi irreprimible de decirle a la arrogante anciana a la cara que su preciosa nieta, disfrazada de cuáquera, había estado a sus órdenes durante dos años, pero apreciaba demasiado a la falsa holandesa para jugarle esa mala pasada. Prefirió, pues, tragar quina e intentar convencerla.
—Señora, señora, se lo ruego, no me condene sin escucharme. No se trata en absoluto de lo que usted cree y le juro que no me mueve la codicia ni la esperanza de obtener ganancia alguna. Esa joya, o al menos el ópalo que ocupa el centro, tiene una historia trágica, al igual que todas las piedras arrancadas de un objeto sagrado. Si, como me han asegurado, ésta la llevó la desdichada emperatriz Isabel, está claro que no escapa a la suerte habitual. Comprársela a esa dama es hacerle un favor, créame.
—O partirle el corazón. ¡Basta, príncipe! El asunto del que me habla es un secreto de familia y no voy a ser yo quien lo divulgue. Lo siento, pero no puedo dedicarle más tiempo.
Resultaba difícil insistir sin mostrarse grosero. No obstante, Adalbert intentó salir en defensa de su amigo:
—Permítame unas palabras, condesa. Todo lo que acaba de decir el príncipe Morosini es la expresión misma de la verdad. El y yo estamos buscando varias piedras vinculadas a un antiguo objeto de culto. Hemos encontrado dos. Faltan otras dos, y el ópalo es una de ellas.
—No pongo en duda su palabra, caballero, ni tampoco la del príncipe. Pero, en tal caso, para comprar esa joya tendrán que esperar hasta que llegue a manos de los herederos de su propietaria, pues mientras ella viva no la tendrán. Adiós, caballeros.
Un timbre acababa de requerir la presencia del mayordomo, al que no hubo más remedio que seguir.
—¿Quieres decirme qué he hecho para darle miedo? —murmuró Morosini mientras se dirigían al coche.
—No lo sé, pero yo he tenido la misma impresión.
—¿He hecho mal en plantear el asunto tan abiertamente? Tengo la desagradable sensación de haber metido la pata.
—Quizá, pero no es seguro. Con este tipo de mujeres es mejor hablar claro. Tal vez deberíamos haberle preguntado simplemente dónde está Lisa. Su nieta podría ser más manejable.
—¡No te fíes! Además, es posible que no sepa nada. La condesa ignora que su querida nieta ha pasado dos años en mi casa.
—Y eso no lo digieres, ¿eh?
Estaban subiendo al coche cuando apareció una calesa que se detuvo justo delante del Amilcar. De ella surgió, cargado con una maleta, un joven al que Morosini reconoció al primer golpe de vista: su agresor de Demel. El reconocimiento fue, por lo demás, recíproco. Tras dejar la maleta prácticamente encima de los pies del mayordomo, el vehemente personaje se precipitó sobre Aldo.
—¿Otra vez usted? Creía haberle avisado, pero debe de ser duro de oído, así que se lo advierto por última vez: deje de correr detrás de ella o tendrá que vérselas conmigo.
Dicho esto, estaba ya girando sobre sus talones cuando Morosini, perdiendo la paciencia, lo agarró de la chaqueta gris ribeteada en verde y lo obligó a volverse hacia él.
—¡Un momento, muchacho! Está empezando a sacarme de mis casillas más de lo razonable, así que aclaremos las cosas de una vez por todas. Yo no corro detrás de nadie salvo quizá detrás de la señora Von Adlerstein, y me gustaría saber qué razones tiene usted para oponerse a ello.
—¡No se haga el inocente! ¡Esto no ha tenido nunca nada que ver con tía Vivi, sino con mi prima Lisa! Así que recuerde esto: yo, Friedrich von Apfelgrüne,[6] estoy decidido a casarme con ella y no quiero seguir viendo pisaverdes, y encima extranjeros, rondando a su alrededor. ¡Y suélteme, está estrangulándome!
—¡Todavía no, pero lo haré si no me pide disculpas inmediatamente! —rugió Morosini sin aflojar ni un ápice la presión—. Nadie se ha permitido hasta ahora tratarme de pisaverde.
—¡Nu... nunca!
—Suéltalo —le aconsejó Adalbert—. Estás haciendo que esta manzana verde madure un poco deprisa.
—Vamos, a señor Fritz —intervino el mayordomo—, ¿es que no va ser nunca razonable? Sabe perfectamente que la señorita Lisa detesta su manera de emprenderla contra sus amigos cuando superan la edad de diez años. En cuanto a Su Excelencia, tenga la bondad de liberarlo. La señora condesa ya tendrá bastante disgusto cuando se entere de...
—Ya me he enterado, Josef —dijo la anciana dama, que acababa de aparecer en lo alto de la escalera apoyada en un bastón y envuelta en un chal—. Ven aquí, Fritz, y deja de hacer el imbécil. Acepte mis disculpas junto con las suyas, príncipe. Este joven pierde el juicio con todo lo que guarda relación con su prima.
Aldo no tuvo más remedio que soltar a su presa, inclinarse y ocupar su asiento junto a Adalbert, que al arrancar levantó unos guijarros del camino.
De regreso a la ciudad, los dos hombres circularon en silencio un rato, cada uno encerrado en sus propios pensamientos, hasta que Adalbert masculló:
—¿Te imaginas a Lisa casada con ese fantoche?
—¡Ni por un momento! Y espero que sea de esas personas que confunden sus deseos con la realidad. Pero, por lo que veo, Lisa te interesa mucho. Acabamos de sufrir un fracaso, ¿y tú estás pensando en ella?
—Sí, porque ahora es la única que puede ponernos sobre la pista de la dama del ópalo.
—Lo he estropeado todo —dijo Morosini—. No debería haber sido tan directo. Ahora ya no habrá manera de que nos diga dónde está Mina.
—¡Deja de llamarla así! ¡Me pone negro!... A lo mejor la abuela me lo dice a mí. Puedo intentar volver solo. Mañana, por ejemplo. Diré que tú te has ido.
Morosini, desanimado, se encogió de hombros.
—¿Por qué no? En el punto donde estamos...
El destino, sin embargo, tuvo la buena idea de socorrerlos enviándoles un ayudante inesperado.
Tras una cena tristona, compuesta de truchas y degustada en un comedor primero medio lleno y luego medio vacío, decidieron, para reconfortarse —al final del día había caído una lluvia fina, reemplazada más tarde por un viento cortante—, ir a tomar una copa o dos al bar, que era el único lugar un poco cálido de aquel hotel. Allí los esperaba una sorpresa bajo la figura del joven Apfelgrüne, encaramado en un taburete ante la alta barra de caoba y abriendo su corazón a un barman hastiado.
—¡Enviarme a dormir a un hotel, a mí, el nieto de... su propia hermana! ¡Decirme que no hay sitio para mí, cuando hay por lo menos... quince dormitorios en... esa maldita barraca! ¡Y yo me voy a un hotel! ¿Tú entiendes eso, Victor?
—No es la primera vez que le pasa, señor Fritz. Siempre ocurre lo mismo cuando la villa Rudolfskrone está llena de invitados.
—¡Pero es que... precisamente ahora... no hay invitados! ¡No he visto ni un alma allá arriba! Mi prima Lisa no está... y no hay nadie más, pero tía Vivi no me quería en su casa. Si al menos supiera por qué... Ponme otro schnaps, anda. Quizás eso me ayude.
Los dos hombres, que acababan de tomar asiento ante una mesa vecina, intercambiaron una de esas miradas de complicidad que no necesitan traducción porque ambos pensaban lo mismo: quizá sería fructífero ir a merodear alrededor de la casa. La condesa tenía miedo de algo o de alguien, y sin embargo, echaba a su sobrino nieto, que podía serle útil. Sin embargo, como una salida inmediata habría resultado como mínimo sorprendente, pidieron sendos coñacs y se instalaron más cómodamente para degustarlos mientras escuchaban el lamento de Fritz von Apfelgrüne, que, por cierto, se volvía cada vez más incomprensible a medida que desfilaban los vasitos de schnaps. Finalmente, lo que tenía de pasar pasó: Fritz se desplomó sobre la barra con la cabeza apoyada en los brazos, completamente dormido.
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