—¡Señor! —gimió el barman entre dientes—. Habrá que llevarlo a la cama.

—Le enviaremos al portero —dijo Morosini dejando unas monedas sobre la mesa.

—¿Los señores no se quedan un poco más?

—No, vamos a ir un rato a casa de un amigo.

—En tal caso, no tardaré en cerrar. Seguro que ya no viene nadie... ¡Con este tiempo!

Se había puesto otra vez a llover, en efecto. Se oía el repiqueteo de las gotas sobre la marquesina del hotel. Adalbert y Aldo subieron a sus habitaciones para coger gorras e impermeables y cambiar el esmoquin por un jersey de lana y unos pantalones de franela. Una vez equipados para protegerse del mal tiempo, bajaron al garaje en busca del coche y le subieron la capota.

—Está demasiado lejos para ir a pie —dijo Vidal-Pellicorne—. Seguramente podremos esconderlo entre los árboles a poca distancia del castillo. Después tendremos que continuar andando.

—¿Crees que hacemos bien emprendiendo esta expedición? —preguntó Morosini—. Quizás estemos imaginando cosas que no tienen nada que ver con la realidad.

—No lo creo. Si ha despachado a Fritz, que parece bastante buen chico y que debe de tenerle un gran cariño, es que su presencia le molestaba. Debe de esperar a alguien. Pondría la mano en el fuego.





5 . Una noche movida



La limusina subía la ladera del Jainzenberg a poca velocidad, deslizando lentamente el haz luminoso de sus faros a lo largo de los abetos, como si buscara el camino.

Movido por una súbita intuición, Adalbert apagó sus propios faros y se detuvo sin saber muy bien por qué. Lo que pasó le dio la razón. Al cabo de un momento, no vieron más que un reflejo en los árboles: el gran coche acababa de adentrarse en la alameda de Rudolfskrone.

—Parece que estabas en lo cierto —dijo Morosini—. Ahí está la persona a la que la condesa esperaba y por cuya causa hacía el vacío a su alrededor.

—Ahora tenemos que encontrar un rincón tranquilo.

Vidal-Pellicorne puso el coche en marcha y encendió los faros el tiempo justo para localizar un sendero forestal, por el que se internó antes de detenerse de nuevo.

—¡En marcha! —dijo, levantándose del asiento tapizado en piel negra.

Los dos hombres cubrieron a pie la corta distancia entre el lugar donde habían dejado el automóvil y la entrada, sin verja ni muros, del pequeño castillo. El cielo, aunque transportaba espesas nubes de lluvia, daba la suficiente claridad para saber por dónde se andaba, y los dos hombres echaron a correr hasta que tuvieron el edificio a la vista. Entonces distinguieron el coche de antes parado delante de la oscura entrada. Las únicas luces venían de dos ventanas de la galería, las correspondientes al salón donde los dos amigos habían sido recibidos por la tarde.

—Parece fácil escalar hasta ahí —susurró Adalbert—, pero hay que estar alerta. Durante nuestra visita oí ladrar perros. Seguramente hay algunos en la propiedad.

—Sí, pero si la condesa esperaba visitantes nocturnos, ha debido de ordenar que no los suelten.

Delante de la casa, la alameda central dividía en dos una extensión de césped bordeada de tejos podados alternativamente en forma de cono y de bola. Aldo y Adalbert decidieron rodearla a fin de alcanzar su objetivo sin ser vistos.

La planta inferior de la villa, reservada al servicio y a determinadas dependencias, era mucho menos elevada que la planta noble, dominada por un frontón triangular. Se componía de grandes bloques de piedra labrada, que a unos hombres acostumbrados al ejercicio físico y al deporte no debía de resultarles muy difícil escalar. Ayudándose mutuamente, Aldo y Adalbert lo consiguieron sin hacer ruido y se encontraron en la galería, donde la luz procedente de las ventanas permitía desplazarse sin tropezar con los muebles y con las plantas dispuestas para disfrute de los habitantes.

Avanzando a cuatro patas, los dos hombres se acercaron a las contraventanas después de haberse asegurado de que tenían al alcance de la mano las armas que habían considerado conveniente llevar, pero el espectáculo que descubrieron los sorprendió.

Se esperaban una escena dramática: la condesa plantando cara a un enemigo o quizás incluso mantenida a raya por éste. El cuadro que contemplaban, en cambio, era apacible, casi familiar. Sentada junto al fuego, que debían de haber encendido para combatir la humedad del aire, la señora Von Adlerstein, ataviada con un largo vestido de terciopelo negro sobre el que destacaba un collar de perlas de varias vueltas, miraba plácidamente a un hombre mayor, si se consideraba la corona de cabellos blancos que rodeaba su calva y la perilla canosa, pero cuyo rostro atezado y cuyas manos fuertes hablaban de vida al aire libre y de una edad menos avanzada de lo que se habría podido creer. Instalado ante una pequeña mesa, se hallaba ocupado saciando un apetito que debía de necesitarlo, con ayuda de un magnífico paté y de una larga botella de vino blanco cuyo oro líquido empañaba la copa de cristal tallado. Ninguno de los dos hablaba, tal como podían constatar los dos observadores gracias a que una de las ventanas permanecía abierta.

—¿No crees que deberíamos irnos? —susurró Morosini, incómodo por el aspecto de intimidad y complicidad de esa escena—. Nos hemos equivocado y temo que estemos comportándonos como unos mirones.

—¡Chissst...! Ya que estamos aquí, nos quedamos. Sino todo esto no habría servido para nada. Además, nunca se sabe.

En el salón, el visitante había apartado la mesa y se había acercado a la chimenea, en cuyo borde apoyó un brazo después de haber pedido y obtenido permiso para encender un cigarro.

—Gracias por haberse acordado de mi gran apetito, querida Valeria. Este refrigerio estaba delicioso.

—¿No quiere una taza de café? Josef se lo traerá dentro de un momento.

—Es tarde. No me atrevía a pedírselo.

La anciana dama borró la objeción con un gesto.

—Josef está preparándolo. Ahora deme una explicación. Su carta me ha alarmado. Rodear de tanto misterio su visita, cuando era tan fácil venir a la luz del día.

—Lo habría preferido cien veces a este paseo Viena-Ischl y a la inversa en plena noche, pero la misión que cumplo, Valeria, exige el más absoluto secreto en su propio interés. Nadie debe saber que estoy aquí. ¿Ha seguido al pie de la letra mis instrucciones?

—Naturalmente. Mis sirvientes han sido alejados, salvo el viejo Josef, y los perros están encerrados. Cualquiera diría que se trata de un asunto de Estado.

—Es la palabra más adecuada cuando uno es emisario de un canciller. Monseñor Seipel desea que le hable de su protegida.

—¿De Elsa?

El visitante no respondió enseguida. Tras haber llamado discretamente, Josef apareció llevando una bandeja con café, nata, agua helada y unos dulces. La dejó sobre una mesita extraída de un conjunto de mesas nido y colocada ante la chimenea, antes de retirarse saludando respetuosamente.

—Como ves, hemos hecho bien en quedarnos —susurró Adalbert—. Tengo la sensación de que vamos a oír cosas muy interesantes.

La señora Von Adlerstein, que tenía la bandeja al alcance de la mano, sirvió a su visitante, pero al realizar los gestos rituales la frágil porcelana tintineó un poco, delatando cierto nerviosismo.

—¿Qué quiere nuestro canciller? —preguntó.

—Teme... que Elsa esté en peligro, y usted sabe lo sensible que es ese gran cristiano a los sucesivos dramas que han golpeado a la casa de Habsburgo. Desea evitar a toda costa que la serie continúe.

—Se lo agradezco, pero dígame cómo es posible que esa desdichada mujer que vive escondida atraiga la fatalidad sobre ella.

—¿Escondida? No del todo. Están esas apariciones que hace en la Ópera, en su palco.

—Hasta ahora nadie parecía haber encontrado ningún inconveniente. Además, son muy raras. Sólo se la ha visto ahí tres veces.

—Pero ya son demasiadas. Compréndalo, Valeria, esa mujer de gran porte y de una elegancia perfecta, aunque un poco anticuada, esa alta y delgada figura que tan bien oculta su rostro y tan poco sus joyas no puede sino excitar la curiosidad. Yo mismo estaba en la Ópera el día de la última representación del Rosenkavalier y me fijé en la atención con que algunos espectadores la observaban. Sobre todo dos hombres que se encontraban en el palco del barón de Rothschild. Sus gemelos no se apartaron de ella, y creo que no eran los únicos. Esto tiene que acabar o sucederá una desgracia.

—¿Prohibirle volver? Lo he pensado, claro, pero me costará hacerlo. ¡Representa tanto para ella! Después de todo, es su única esperanza... Pero la verdad es que toma muchas precauciones: nunca llega hasta después de que se haya levantado el telón, cuando los habituales de la Opera, todos fervientes melómanos, están ya enfrascados en el espectáculo; durante los entreactos no sale nunca, se retira al fondo del palco y sólo deja visible el abanico en el que lleva la rosa de plata; y por último, se marcha nada más sonar la última nota. ¿No le había pedido que hiciera correr el rumor de que se trata de una enferma, en el caso de que la gente preguntara?

—Y pregunta. ¡Ese porte que tiene, esa presencia que evoca otra todavía presente en tantas memorias! No, querida, esto tiene que acabar. O si no, que vaya con el rostro descubierto, vestida de un modo distinto y a otra localidad.

—Imposible.

—¿Por qué? ¿Acaso se parece... a la emperatriz?

—Sí, mucho más que hace doce años. Es asombroso.

La condesa cogió su bastón, se levantó y se acercó lentamente a una peana situada en una esquina, donde reposaba un busto de Isabel. Era una obra austera por tardía. La mujer que reproducía había recibido la peor de las heridas, una que no se cura jamás: la muerte de un hijo. Sobre el camisolín que cubría el cuello, se erigía el bello rostro, marcado por el dolor pero orgulloso, altivo incluso bajo la corona de trenzas. El rostro de un ser que, no teniendo ya nada que perder, desafiaba al destino y a la muerte. La anciana dama apoyó una mano acariciadora sobre el hombro de mármol.

—Elsa le profesa culto, y yo creo que se complace en acentuar su parecido. Sea como sea, si se tapa la cara no es por prudencia; ella la desconoce. Pero no me pregunte la razón porque no se la diré.

—Como quiera. ¿Sabe que dicen que es hija de la emperatriz y de Luis II de Baviera?

—¡Eso es ridículo! Basta mirar las fechas. Cuando ella nació, en 1888, nuestra soberana ya no estaba en edad de procrear.

—Lo sé, pero de todas formas es de la familia. Y la imaginación popular está ahí, sobre todo entre los húngaros, que nunca han dejado de venerar la memoria de la que fue su reina, pero al mismo tiempo hay gente que se ha jurado borrar toda huella de una dinastía detestada; los que asesinaron a Rodolfo en Mayerling, a la propia Isabel en Ginebra, a Francisco Fernando en Sarajevo, por no hablar de los mexicanos que fusilaron a Maximiliano. Ellos tenían sus razones, pero sé que hay quien se pregunta si la enfermedad que se llevó el año pasado al joven emperador Carlos, en Madeira, era realmente una enfermedad...

—¡Qué estupidez! ¿Acaso la miseria y la falta de salud no son suficientes? Una maldición, podría ser, pero yo no creo que haya personas encargadas de aplicarla. Y menos teniendo en cuenta que Carlos deja ocho hijos. Con su madre, la emperatriz Zita, y las archiduquesas Gisela y Valeria, sin contar a la hija de Rodolfo, hacen un total de bastantes príncipes y princesas todavía vivos, gracias a Dios.

—Piense lo que quiera. En cualquier caso, han llegado advertencias a la policía: están buscando a su protegida, y si no toma precauciones...

—Hace quince años que las tomo contra los únicos enemigos que me consta que tiene: los que codician las joyas que posee y que constituyen su único bien. Nadie sabe dónde vive salvo yo y los que la protegen. En cuanto a los tres viajes que ha hecho a Viena, han sido siempre de noche.

—Pero se aloja en su casa, ¿no? Sus sirvientes...

—Me sirven desde hace muchos años y están fuera de toda sospecha. Podría decirse que forman parte de la familia. En resumen, ¿qué ha venido a pedirme? ¿Que convenza a Elsa de que no vuelva a abandonar su retiro? Haré todo lo posible en ese sentido porque el último viaje no fue bien. Lo que no significa que vaya a conseguirlo; cuando se ha visto renacer un sueño que se había creído muerto, resulta difícil renunciar a él. Especialmente a ella; su mente sólo comprende de verdad lo que le conviene y obvia lo demás. Su vida, querido Alejandro, no es sino una larga espera: ver de nuevo algún día al que hace doce años le regaló una rosa de plata y le hizo promesas de amor.