—¿Y espera encontrarlo después de doce años? ¡Es bastante increíble!

—Cuando uno la conoce, no. Su historia no es corriente. Comenzó en 1911, la noche del estreno del Rosenkavalier. En la Ópera conoció a un joven diplomático, Franz Rudiger, y tanto para uno como para otro fue un flechazo. Al día siguiente, él fue a verla para regalarle la famosa rosa de plata y ambos se consideraron prometidos. Desgraciadamente, al cabo de unos días Rudiger tuvo que marcharse porque Francisco José lo había enviado a realizar una misión en Sudamérica. Una misión tan larga y difícil que, de no ser porque llegaron dos o tres cartas desde Buenos Aires y Montevideo, habríamos creído que había muerto.

—¿Una misión en Sudamérica? ¡Vaya!... ¿Y no tiene ni idea de qué se trataba?

—Cuando el emperador da una orden, no se hacen preguntas. Usted debería saberlo. Rudiger regresó a Europa al principio de la guerra. Nosotras estábamos aquí y cuando él pasó por Viena no tuvo ocasión de vernos. Elsa recibió dos cartas, después nada más durante meses. Me enteré de que se había dado al capitán Rudiger por desaparecido. La desesperación de su prometida fue terrible. Y una noche, hace unos dieciocho meses, llegó otra carta. Rudiger estaba vivo, pero había sido gravemente herido y decía que aún se hallaba en muy mal estado. Sin embargo, quería saber si Elsa seguía libre, si todavía lo amaba. Le proponía dos fechas en las que encontrarse: la primera y la última representación de la temporada de la Ópera con El caballero de la rosa. Si no estaba suficientemente restablecido para la primera, se esforzaría en asistir a la última.

—¿Por qué no dar simplemente una dirección?

—¡Vaya usted a saber! A mí esa historia me pareció bastante rara, pero Elsa estaba tan feliz que no tuve valor para retenerla. Fue entonces cuando le avisé para evitar en la medida de lo posible que se encontrara en dificultades, y le agradezco su ayuda. Evidentemente, Rudiger no se presentó, pero mandó un último mensaje desbordante de disculpas y de palabras de amor: todavía estaba muy débil, pero juraba que estaría en la representación del 17 de octubre. Tuve que ceder de nuevo, aunque el accidente no me permitió acompañarla. Esta vez será la última. Tendré que hacerla entrar en razón.

—¿Y si llegan más noticias?

—No le diré nada. Siempre llegan aquí y me enteraré yo primero. Estoy convencida de que la última carta era una trampa. Dígale a monseñor Seipel que no se preocupe, no volverá a haber enigma vivo en mi palco. Y usted, vuelva a Viena tranquilo.

—Un momento, hay algo más. Valeria, dígame cómo es que, teniendo tantas amistades en toda Europa, empezando por mí, no intentó averiguar algo más acerca de ese tal Rudiger.

—No me faltaban ganas —dijo la condesa, suspirando—, pero quiero a Elsa y quise respetar su voluntad. Ella se oponía a que intentara penetrar el misterio de que se rodeaba su amado. No olvide, Alejandro, que es, al igual que lo era su madre, una ferviente admiradora de Richard Wagner, y no en vano se llama Elsa.

—Comprendo: toma a su Rudiger por Lohengrin y teme ver desaparecer para siempre al caballero del cisne si formula la pregunta prohibida. Además, ese hombre se llama Rudiger, como el margrave de Bechelaren, y ese apellido la remitía al anillo de los nibelungos y al universo fantástico de Wagner. Su protegida sueña demasiado, Valeria.

—Los sueños son lo único que le queda y yo voy a intentar no despertarla demasiado bruscamente.

—¡Tiene a quién parecerse! Pero yo, que no tengo ni una gota de la sangre novelesca de los Wittelsbach, voy a tratar de aclarar esta historia. Si ese hombre era diplomático, debe de haber algún rastro de él en alguna parte. Además...

Había dejado el cigarro en un cenicero y, bien arrellanado en el sillón, con las manos unidas por las yemas de los dedos, se quedó pensativo unos instantes que a Aldo y a Adalbert, víctimas de calambres, les parecieron interminables.

—¿Está pensando en algo en concreto? —preguntó la anciana dama.

—Sí. Acerca de esa misión en Sudamérica, ahora recuerdo que al parecer Francisco José, poco satisfecho de tener como heredero a su sobrino Francisco Fernando, al que no apreciaba, antes de la guerra envió un emisario a Argentina, e incluso a Patagonia, en busca de las posibles huellas del archiduque Juan Salvador, su antiguo vecino del castillo de Orth.

—¿Por qué iba a hacer una cosa así? También detestaba a Juan Salvador, al que acusaba de haber arrastrado a su hijo por la pendiente fatal a causa de sus ideas subversivas.

—Quizá por curiosidad. No pensaba ofrecerle el trono, pero era bastante normal que, al acercarse la hora de la muerte, intentara acabar para siempre con los secretos, los enigmas y todo lo que pesa sobre la memoria de los Habsburgo...

—Pero fortalece su leyenda. Podría ser que tuviera usted razón. En tal caso, mi pobre Elsa espera en vano, pues jamás se ha permitido a un hombre que está al corriente de un secreto de Estado vivir como todo el mundo.

—Sobre todo con otro secreto. Querida, tengo que continuar con lo que he venido a decirle. No basta con que impida a Elsa dejarse ver; debe dejarla a nuestro cargo para que podamos protegerla.

Los ojos oscuros de la señora Von Adlerstein lanzaron un destello bajo el arco todavía perfecto de sus cejas, pero su voz permaneció serena y fría cuando contestó:

—No. Imposible.

—¿Por qué?

—Porque eso supondría poner en peligro su razón, que es frágil, lo reconozco. Está acostumbrada a su refugio y a los que la rodean y la cuidan. Se encuentra a gusto allí, y hasta el momento el secreto ha estado bien guardado.

—Quizá demasiado bien. Perdone que le diga esto, prima, pero usted ya no es joven. ¿Qué será de su protegida si a usted le pasa algo?

Ella desplegó una sonrisa tan parecida a la de su nieta que por un instante Aldo creyó ver a Lisa cuando tuviera el cabello blanco.

—No se preocupe por eso, he tomado mis disposiciones. Mi muerte no afectará a Elsa, de modo que su argumento ya no tiene peso.

—Ese secreto es una carga pesada. ¿No desea compartirlo al menos conmigo, que estoy muy unido a usted?

—No se enfade, Alejandro, pero no. Cuanto menos se comparte un secreto, mejor se lleva. Quizá más adelante, cuando me sienta demasiado vieja —añadió, al ver ensombrecerse el rostro de su visitante—. Pero por el momento no insista. Es inútil.

—Como guste —suspiró Alejandro, levantándose del sillón—. Está haciéndose tarde y debo regresar.

—Nosotros también —susurró Adalbert.

Aunque estaban un poco anquilosados, los dos hombres lograron salir de la galería y volver sobre sus pasos. Una vez instalados en el coche, Adalbert, contrariamente a lo que Aldo esperaba, no puso el motor en marcha.

—Bueno, ¿no tienes ganas de volver a casa?

—Todavía no. Tengo la impresión de que la comedia aún no ha terminado. Hay algo que me preocupa. —¿Qué?

—Si lo supiera... No es más que una impresión, acabo de decírtelo, pero cuando me pasa eso me gusta llegar hasta el final.

—Está bien —dijo Morosini, resignado—. En ese caso, dame un cigarrillo. Llevo la pitillera vacía.

—Fumas demasiado —dijo el arqueólogo, obedeciendo.

Permanecieron un rato en silencio. El viento que estaba levantándose arrastraba las nubes y la bóveda celeste que aparecía entre las cimas de los abetos se había aclarado. Un aire fresco impregnado de los perfumes del bosque y de la tierra mojada entraba por las ventanillas bajadas. La mezcla con el olor del tabaco rubio y el embriagador de la aventura era agradabilísima para Aldo, que la respiraba con placer cuando, de pronto, se oyó el ruido de un coche y poco después el doble haz luminoso de los faros iluminó la carretera hacia abajo. Inmediatamente, Adalbert puso el motor en marcha profiriendo una exclamación, pero no encendió los faros.

—Veamos adonde nos lleva —dijo alegremente.

—Es el coche que estaba en el castillo. ¿Para qué quieres seguirlo, si sabes que va a Viena?

—No conoces la región, ¿verdad?

—No. De Austria sólo conozco el Tirol y Viena.

—Entonces, escúchame bien: si ese coche va a Viena, que me convierta ahora mismo en sombrerera. La carretera de Viena está en la dirección contraria, y eso es lo que no me encajaba. De forma inconsciente, antes me ha parecido raro que ese hombre que responde al nombre de Alejandro afirmara que venía de la capital. ¡Acuérdate! Lo hemos seguido, luego venía de Ischl. Y ahora, en lugar de dirigirse hacia el Traunsee y Gmunden para llegar al valle del Danubio, vuelve sobre sus pasos. Así que yo, que soy muy curioso, quiero intentar comprender. Y supongo que tú también.

—¡Desde luego!

Con las luces apagadas, el pequeño vehículo salió a la carretera y siguió a la limusina a la suficiente distancia para no ser visto. El recorrido de los faros le servía de guía. Con una creciente excitación, los ocupantes del Amilcar vieron al gran automóvil dirigirse hacia el sur a través de Ischl, cruzar los ríos y seguir circulando unos segundos más, aunque con las luces apagadas —lo que estuvo a punto de ser fatal para sus perseguidores—, hasta la verja abierta de par en par de una propiedad en la que desapareció. El chófer debía de conocer bien el lugar, pues la oscuridad era total; ninguna luz indicaba la presencia de una casa.

—Esto se pone cada vez más interesante —dijo Adalbert, que se había detenido un poco más lejos—. Si es a esto a lo que él llama volver a casa, ya podemos ir a acostarnos.

—Todavía no. No han cerrado la verja. Es posible que nuestro pájaro sólo esté aquí de paso.

—¿Qué va a venir a hacer a medianoche?

—Digamos que eso es cosa suya. ¿Cuántos kilómetros hay de aquí a Viena?

—Unos doscientos sesenta...

Adalbert iba a decir otra cosa, pero se calló para prestar atención. En el jardín vecino, la limusina acababa de ponerse de nuevo en marcha. Salió de la propiedad, giró a la izquierda para cruzar el puente y se alejó sin provocar la menor reacción en los que la vigilaban. Ya no cabía duda de que regresaba a su punto de partida original.

—Creo que ahora sí podemos irnos a casa —dijo Adalbert.

Arrancó y siguió la carretera, un poco estrecha, hasta encontrar un sitio donde dar media vuelta. Hubo que ir bastante lejos para dar con un atajo, y cuando volvieron a pasar por delante de la verja, constataron que estaba cerrada.

—La recepción ha terminado —comentó Aldo en tono de broma—. Mañana habrá que tratar de averiguar quién la ha dado.

—No debería resultarnos muy difícil. Es una de esas inmensas villas que pertenecen a las grandes familias que componían la Corte y que venían a cumplir con sus obligaciones a la vez que cuidaban de su salud.

Estaba dando la una en la iglesia cuando los dos hombres llegaron al hotel, pero la velada había sido tan fértil en acontecimientos que se sorprendieron al oírlo. Tenían la impresión de que era mucho más tarde.

Pese al cansancio, Morosini, nervioso, tuvo todas las dificultades del mundo para conciliar el sueño. De modo que cuando se despertó eran las nueve y media, demasiado tarde para desayunar en su habitación. Tras un breve pero vigoroso aseo, bajó al comedor para tomar lo que en Austria llamaban el Gabelfrühstück, el desayuno de tenedor.

No llevaba cinco minutos sentado a la mesa cuando vio aparecer a Adalbert, con cara de cansado y el pelo revuelto.

—Me he pasado toda la noche peleándome con los Habsburgo pasados y presentes —dijo el arqueólogo tratando de reprimir un bostezo pero sin obtener un resultado aceptable—. ¿Quién demonios será esa tal Elsa? Yo creo que hay bastantes posibilidades de que se trate de una hija natural. Pero ¿de quién? ¿De Francisco José? ¿De su mujer? ¿De su hijo?... Café, mucho café, por favor —añadió dirigiéndose al camarero que se había acercado para tomar nota de lo que quería.

—En cualquier caso, ninguno de los dos primeros. Se parece a Sissi, luego el emperador queda descartado. En cuanto a la bella emperatriz, ya lo oíste: no es posible. En cambio, mis preferencias se inclinarían por el archiduque Rodolfo, puesto que, te lo recuerdo, la vi depositar flores sobre su tumba en el panteón de los capuchinos.

—De acuerdo. Es lo más lógico teniendo en cuenta que el archiduque tuvo muchas amantes. Pero lo que no lo es tanto es el secreto en el que se rodea a esa mujer, la atención y la protección que le dispensa una gran dama como la condesa, y por último las joyas que posee.

—Yo he llegado a la misma conclusión: sin duda Rodolfo es el padre, pero su madre no debía de ser una cantante cíngara cualquiera. ¿Quién, entonces?