—Pregunta sin respuesta posible tal como están en este momento las cosas —masculló Adalbert mientras se esforzaba en dominar a una salchicha rebelde—. Y si quieres saber mi opinión, nuestro asunto no mejora. Ayer sabíamos que nadie nos ayudaría a llegar hasta la propietaria del ópalo...
—Y hoy sabemos que, intentando encontrarla, nos arriesgamos a llevar hasta ella a personas con intenciones más que dudosas. A mí no me gusta poner a una mujer en peligro. Por tanto, ¿qué hacemos?
—Yo creo que no podemos abandonar.
—Debemos proseguir nuestras indagaciones esforzándonos en limitar los perjuicios. ¡Quién sabe si, cuando descubramos el retiro de Elsa, tendremos ocasión de serle útiles! E incluso de defenderla y de ayudarla.
—Es una idea que tiene lógica. Además, si quieres que te diga la verdad, el papel de nuestro amigo Alejandro X no está nada claro. Así que, para empezar, nos informaremos sobre la villa en la que estuvo anoche. Iremos y quizás encontremos a alguien que pueda decirnos a quién pertenece.
Dicho esto, Adalbert se apoderó de un plato de Nockerlri[7] de queso y se sirvió una generosa ración. Aldo lo miraba con franca repugnancia mientras encendía un cigarrillo. Decididamente, esa mañana no tenía hambre; dos salchichas y un poco de Liptauer[8] habían bastado para saciarlo. En ese momento vio aparecer entre el humo azulado a Friedrich von Apfelgrüne, que hacía su entrada en el comedor de punta en blanco.
—¡Vaya! —murmuró—. Aquí tenemos a nuestro amigo Manzana Verde. Tiene mucho mejor aspecto que anoche: mirada directa, paso firme... ¡No, por favor!, parece que viene hacia nosotros... Deberías dejar de atracarte. ¡Sabe Dios lo que nos reserva!
Sin embargo, al llegar ante la mesa, el joven austríaco dio un taconazo inclinándose de forma muy protocolaria y a continuación dijo, dirigiéndose a Morosini:
—Señor, yo venir presentar a usted disculpas humildes —dijo en un francés aproximado que pareció encantar a Vidal-Pellicorne—. Yo sentir muchísimo mi abominable comportamiento, pero perder la cabeza cuando tratarse de prima Lisa.
Desbordaba de buena voluntad y casi resultaba conmovedor. Así pues, Aldo se levantó para tenderle la mano. Quizás ese muchacho era el enviado del cielo que tanto necesitaban; debía de conocer perfectamente la región y a sus habitantes, por no hablar de las amistades de tía Vivi.
—No se preocupe. No tiene ninguna importancia.
- Wirklich?... ¿Usted no odiarme?
—En absoluto. Está completamente olvidado. ¿Quiere compartir la mesa con nosotros? Le presento al señor Vidal-Pellicorne, un arqueólogo de gran renombre.
—¡Yo estar encantado!
Dos diligentes camareros hicieron las modificaciones necesarias en la mesa y Fritz, con expresión súbitamente risueña, se sentó. Al aceptar tan amablemente sus disculpas, Aldo debía de haberle quitado un gran peso de encima.
—Así que es usted sobrino de la señora Von Adlerstein —dijo Aldo en alemán para invitar al otro a hacer lo mismo y conseguir que se sintiera todavía más cómodo.
—No, sobrino nieto —contestó el joven, empeñado en hacer gala de sus habilidades lingüísticas—. Yo ser nieto de su hermana.
—Y, si lo he entendido bien en nuestros recientes encuentros, es usted también el prometido de su prima.
Apfelgrüne se puso colorado como un tomate.
—¡Gustaría tanto! Pero no ser verdad. Compréndanlo —añadió, renunciando a una lengua que no debía de permitirle expresar claramente la intensidad de sus sentimientos—, Lisa y yo nos conocemos desde pequeños, y desde entonces estoy enamorado de ella. A la familia le hacía mucha gracia; ella siempre decía que éramos novios. Era un juego, claro, pero yo seguí el juego.
—¿Y ella?
—¿Ella? ¡Es una chica tan independiente! —dijo Fritz, poniéndose de pronto melancólico—. Resulta muy difícil saber a quién quiere y a quién no. Yo creo que a mí me quiere. Pero ustedes la conocen, porque le dijeron a Josef que eran amigos suyos —dijo con un resto de resentimiento el joven Apfelgrüne, que quizá fuera un botarate pero tenía memoria. En vista de lo cual, Adalbert se apresuró a calmar los ánimos.
—Somos amigos, pero no íntimos. En cuanto a las relaciones de la señorita Kledermann con el príncipe Morosini, aquí presente, el término conocidos me parece más apropiado —añadió, dirigiendo una inocente mirada interrogativa a su compañero—. No creo que haya habido nunca amistad entre ellos.
—En efecto —dijo Aldo con una franqueza igualmente hipócrita—. Apenas conozco a la señorita Kledermann.
—Pero usted es italiano, concretamente de Venecia, y a Lisa siempre le ha apasionado su ciudad. Creo que incluso ha vivido allí dos años sin decírselo a nadie.
—Reconozco que he coincidido con ella una o dos veces... en algún salón.
—Tiene más suerte que yo. Más de una vez he ido a alguno creyendo que la encontraría, pero no ha habido manera. Y a Zúrich, donde está su casa familiar, no va nunca.
—¿Y pensaba que la encontraría aquí?
—Esperaba que estuviera, pues la he buscado en vano en Viena. Desde que ha renunciado a sus caprichos italianos, pasa bastante tiempo con su abuela; la quiere mucho. ¿Y ustedes a qué habían ido a Rudolfskrone?
Su voz delataba un resto de desconfianza, de modo que Adalbert indicó con un guiño a Aldo que se encargaría él de las explicaciones. Se le daba mucho mejor contar mentiras, pero convenía enterarse de hasta qué punto Fritz estaba informado de lo que sucedía en el castillo.
—¿La señora Von Adlerstein no le contó nada anoche?
—¿Ella? ¡Nada de nada! La puso tan furiosa verme aparecer que me echó a la calle con la excusa de que la molestaba y de que detestaba que se presentaran en su casa sin avisar. Ahora no me atrevo a volver, y me fastidia, porque tenía que preguntarle una cosa.
—¿Vive usted en Viena?
—Sí, en casa de mis padres —precisó Fritz—. Gracias a Dios, les queda suficiente fortuna para que yo disponga de libertad. Pero hablemos de ustedes.
Con las espaldas ya cubiertas, Vidal-Pellicorne escogió un término medio entre realidad y fantasía. Contó que su amigo Morosini, experto en piedras preciosas y coleccionista, además de un apasionado de los Habsburgo, estaba intentando reunir las joyas de éstos que el conde Berchtold había vendido en Ginebra durante la guerra. Y resultaba que, en una representación en la Ópera de Viena a la que había asistido invitado por un amigo, le había parecido que una dama a la que tomó por la condesa Von Adlerstein, puesto que ocupaba su palco, llevaba una de las joyas en cuestión. Desde entonces todo su empeño había sido localizarla.
—Ya sabe cómo son los coleccionistas —añadió con indulgencia—. Se vuelven locos en cuanto olfatean una pista. Pero desgraciadamente no ha tenido suerte: la dama es una amiga de su tía abuela y ésta no nos ha ocultado su forma de pensar. Según ella, la propietaria de la joya consideraría cualquier propuesta de venta una impertinencia. Hasta se ha negado a darnos su nombre y su dirección.
—No me extraña. Tía Vivi tiene un carácter difícil. Si yo pudiera ayudarlos, lo haría encantado, pero no pongo nunca los pies en la Ópera. Esa gente que va de un lado para otro proclamando a gritos que va a morir, o que se sienta cuando está diciendo que hay que apresurarse a huir, me aburre soberanamente. ¿Y usted? Si he entendido bien, es arqueólogo.
—Sí, mi especialidad es la egiptología, aunque desde hace algún tiempo deseo conocer algo más sobre su antigua civilización de Hallstatt y he venido para visitar el yacimiento. Me encontré con Morosini en Salzburgo y hemos venido juntos. Pero seguramente la arqueología no le atrae más que la ópera —añadió Adalbert con solicitud.
—La verdad es que no, pero resulta que conozco a fondo el lugar. Allí están las ruinas de Hochadlerstein, el viejo castillo de la familia en las estribaciones del Dachstein, donde jugaba a menudo durante las vacaciones cuando era pequeño.
—Pero no vivirían en unas ruinas... —intervino Aldo, a quien se le acababa de ocurrir una idea.
—No, alquilábamos una casa. A mi madre le gusta mucho el sitio... Le enseñaré con mucho gusto Hallstatt —añadió Fritz dirigiéndose a Adalbert—. Voy a quedarme tres o cuatro días para ver si tía Vivi recupera el buen humor, y como seguramente se encontrará usted solo —Había una nota de esperanza en su voz, pues sus preferencias se inclinaban por Vidal-Pellicorne. Como era un muchacho correcto y bien educado, había presentado a Morosini las disculpas que consideraba pertinentes, pero no rebosaba de simpatía por él. El físico del veneciano debía de tener algo que ver con eso.
—¿Por qué va a encontrarse solo? —preguntó Aldo en tono irónico.
—Usted se marchará, ya que no ha tenido éxito en su empresa. Yo reemplazarle —añadió, volviendo alegremente a su pintoresco francés—. Así yo hacer muchos progresos.
—Bueno, conmigo también los hará.
—¿Usted quedarse?
—Sí, por supuesto. Los Habsburgo me apasionan tanto que tengo intención de escribir un libro sobre la vida cotidiana en Bad Ischl en la época de Francisco José —declaró, siguiendo divertido los cambios que la decepción marcaba en el semblante redondo del joven—. Así que ahora voy a dar un paseo por la ciudad. Pero eso no les impide a ustedes dos ir de excursión.
—¡Buena idea! —exclamó Fritz—. Yo montar en el pequeño bólido rojo. Pero yo avisarle: la carretera no llegar hasta Hallstatt. Después hay que andar o coger barco.
—Ya veremos —gruñó Adalbert, cuya mirada expresaba elocuentemente lo que pensaba de las buenas ideas de Aldo—. ¿Cuándo quedamos?
—Yo creo que a la hora de la cena. Con lo que acabas de engullir, no pensarás comer.
—No —intervino Fritz—. Nosotros encontrarnos a las cinco en pastelería Zauner. Ahí latir el corazón de Bad Ischl, y si desea escribir sobre eso, debe conocer. Y usted ver, todo igual que cuando Francisco José reinar...
—En Zauner, entonces —dijo Aldo—. A las cinco.
Dejó a los otros dos sentados todavía a la mesa y subió a su habitación para coger la gorra y el impermeable.
Con las manos en los bolsillos y el cuello del Burberry's levantado, Morosini fue paseando junto al Traun. El tiempo gris y fresco no contribuía a embellecer una estación balnearia adormecida en la que muchas villas tenían las contraventanas cerradas, pero el encanto de la pequeña ciudad, en el centro del valle, era tal que le pareció agradable verla libre de las hordas de agüistas.
Después de cruzar el puente, encontró sin dificultad la verja que habían visto por la noche. Cerraba un camino bordeado de arbustos altos que conducía a una casa bastante grande, de color ocre, con un gran tejado en forma de V invertida que sobresalía ampliamente y le daba un vago aspecto de cabaña alpina, corregido por las complicadas figuras de los balcones de hierro forjado. Desde la carretera sólo se veía el primer piso, cuyas contraventanas, para sorpresa del paseante, también estaban cerradas.
Aldo, perplejo, dudaba sobre lo que era más conveniente hacer cuando una mujer con el traje típico de las campesinas de Salzkammergut —vestido de lana oscura con mangas abullonadas, chal de colores y sombrero de fieltro adornado con una pluma— se acercó a él.
—¿Busca algo, señor? —preguntó con la amabilidad instintiva de la gente de ese país. Era encantadora, y su cara fresca y redonda atraía de forma natural la sonrisa.
—Sí y no, señora —dijo Morosini descubriéndose, lo que la hizo sonrojarse un poco más—. Hace mucho que no he venido por aquí y ando bastante perdido. ¿Esta casa es la del barón Von Biedermann? —Había dicho el primer nombre que se le había ocurrido.
—No, no, ésta era del conde Auffenberg. Digo era porque acaban de venderla, pero no sé el nombre del nuevo propietario.
—Como no es la que yo creía, no tiene importancia. Gracias por su amabilidad, señora.
Ella se despidió esbozando una rápida reverencia y prosiguió su camino. Aldo hizo otro tanto cuando hubo constatado que en la casa no se veían señales de vida. Curiosa morada, en la que la gente se detenía un momento a medianoche antes de reanudar la marcha. ¿Irían a visitar a un fantasma? ¿O a alguien que no quería que se conociera su presencia allí? Decididamente, el papel de Alejandro le parecía cada vez más sospechoso.
Aldo pensó con una pizca de melancolía que se hallaba en un callejón sin salida y detestaba esa situación, pero ¿qué podía hacer para salir de ella? ¿Ir a ver de nuevo a la condesa para revelarle el extraño comportamiento de un hombre en el que ella parecía depositar toda su confianza? Imposible, a no ser que confesara que Adalbert y él los habían espiado, lo cual era un comportamiento todavía más extraño. No costaba imaginar la indignación con que recibiría las confidencias de un personaje al que ya no le tenía mucho aprecio.
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