—Quizá no habrías sacado nada en claro. Me pregunto si ese chico es tan tonto como parece.
—Eso, el futuro nos lo dirá.
La tarde avanzaba cuando el tren montañés que unía Ischl a Aussee y Stainach-Irdning se detuvo en el apeadero de Hallstatt, donde dejó a media docena de viajeros, entre ellos Morosini y Vidal-Pellicorne, para que tomasen el barco que los llevaría a la otra orilla del lago. Iban cargados con abundante material destinado a la pesca, a las excursiones por la montaña e incluso a la pintura. Esta última adquisición, realizada por la mañana, se debía a la iniciativa de Aldo. Tenía buena mano para el dibujo, y se había dado cuenta de que la acuarela o el carboncillo constituían una excelente coartada para alguien que deseaba permanecer largo rato en un sitio determinado a fin de observar los detalles.
Habían incluido en sus compras sólidas botas de montaña, prendas de loden y gruesos calcetines, aunque sin caer en los calzones de piel con tirantes y lazos, típicos de la región. Adalbert, sin embargo, no se había resistido a adquirir una amplia capa y un sombrero verde con penacho que, según Aldo, le daban el aspecto de un archiduque juerguista.
—Lástima que no hayas tenido tiempo de dejarte crecer el bigote. La ilusión habría sido completa.
Un empleado de la pequeña estación los ayudó a llevar las maletas hasta el vapor que estaba esperando. Liberado de esa preocupación, Aldo se acodó en la borda para admirar el paisaje a la vez grandioso y severo. El Hallstättersee, de ocho kilómetros de largo y dos de ancho, se adentraba entre altas paredes oscuras para ir a bañar las estribaciones escarpadas del Dachstein, el macizo más elevado de la Alta Austria, cuyas cimas estaban siempre nevadas. Aquel atardecer, después de todo un día en que el sol apenas había salido, el lugar, con los negros lienzos de montaña cortados a pico sobre las aguas lívidas, resultaba imponente pero siniestro. Al fondo, al otro lado, se extendía un pueblo a lo largo del río, agarrado a las pendientes rocosas e inhóspitas cuya aridez contrastaba con el manto de bosques casi negros que había abajo.
A medida que el barco se acercaba a Hallstatt, que ya se podía ver reproducido al revés en el espejo del lago, el pueblo, que de lejos parecía pegado a las pendientes de rocas y de abetos, se alzaba como un altorrelieve cuyos puntos sobresalientes eran los campanarios de sus dos iglesias amistosamente rivales: el alargado y puntiagudo del templo protestante situado al nivel del agua, y la torre achaparrada pero rematada por una especie de pequeña pagoda del viejo santuario católico, un poco más elevado. Alrededor, apiñadas como gallinas en un gallinero, venerables y bonitas casas cuyos anchos frontones de madera oscura coronaban fachadas con balcones apoyadas sobre basamentos de piedra. Para colmo del pintoresquismo, las blancas aguas de una cascada, el Mülhbach, caían en medio del pueblo.
Aldo, fascinado, recordó lo que había dicho Adalbert la noche anterior: «Un pueblo extraordinario, magnífico, fuera del tiempo...» Era exactamente eso. Tenías la impresión de penetrar en el corazón de un cuento fantástico. ¿Dónde se esconderían los «amigos» del viejo Josef?
Una de las casas, la más alejada, atrajo de manera especial la atención de Morosini porque sus murallas de otra época parecían surgir del agua oscura y mostraban los restos de un sistema de defensa. Le habría gustado examinarla más de cerca, pero los únicos prismáticos que tenían se encontraban momentáneamente pegados a los ojos de Adalbert.
Cuando por fin desembarcaron, vio que, aparte de una plazoleta donde se alzaba la iglesia protestante, parecía no existir ninguna calle en esa extraña aglomeración. Las casas, construidas unas sobre otras en pequeñas terrazas naturales o artificiales, se comunicaban entre sí mediante escaleras, pasos abovedados y arcadas. El lugar no podía sino seducir a pintores y amantes del romanticismo, pues había por lo menos tres albergues.
Adalbert escogió el que se llamaba Seeauer. Como ya lo habían visto el día anterior y volvía con otro cliente, le dispensaron un excelente recibimiento y le dieron las dos mejores habitaciones de la casa, ambas con un balcón que permitía admirar el lago en todo su esplendor. Sin embargo, Georg Brauner y su mujer Maria pidieron disculpas por anticipado a los recién llegados; al día siguiente habría una boda y era muy probable que no pudieran dormir. Lo mejor sería quizá que aceptaran participar en la celebración.
—¡Qué buena idea! —dijo Aldo—. Seguro que será más entretenida que la última a la que asistimos —añadió, pensando en la boda fastuosa pero demencial del pobre Eric Ferráis con Anielka Solmanska.
—Sí, podremos divertirnos sin ninguna reserva —confirmó Adalbert—. Pero para empezar el día iremos a pescar al lago —añadió, sonriendo a Maria—. ¿Conoce usted a alguien que pueda alquilarnos una barca?
—Claro, a Georg —respondió la mujer—. Tenemos varias y pondrá una a su disposición. ¿La necesitarán mañana por la mañana?
—Sí, tranquila. Esta noche lo que necesitamos es sobre todo una buena cena y una buena cama.
Deshicieron las maletas y después se encontraron en la gran sala, ya abundantemente decorada con guirnaldas de abeto y flores de papel. Sentados en unos bancos que iban de un extremo a otro de una mesa suficientemente grande para seis personas, atacaron los platos de croquetas y de carne curada que les sirvieron regados con un vino blanco, muy seco, contenido en una jarra panzuda decorada con motivos sencillos.
—Oye —dijo Morosini tras dar unos bocados—, ¿a santo de qué quieres ir a pescar en cuanto amanezca, o casi? ¿Acaso has olvidado que eres arqueólogo?
—La civilización de Hallstatt me ha esperado milenios, así que podrá seguir esperando un poco más. En cambio, estoy impaciente por ir a ver más de cerca una torre feudal, o algo parecido, que vi cuando llegábamos. Por el lago debe de ser bastante fácil.
A la mañana siguiente, después de pasar una buena noche en las cómodas camas campesinas de Maria, que olían a limpio, tomaron posesión de una barca de fondo plano que eligieron porque de todas las que les ofrecían era la única provista de remos; las otras se propulsaban con pagaya, un utensilio que ni el uno ni el otro sabían manejar. Mientras Adalbert preparaba las cañas de pescar, Aldo se puso a remar aguas adentro siguiendo los consejos de Georg, que los había mirado partir antes de volver a sus ocupaciones. Era un buen momento, ya que el pueblo estaba muy atareado con los preparativos de la fiesta. Además, hacía fresco pero el tiempo era apacible y el cielo estaba despejado. La barquita se deslizaba sin esfuerzo sobre el agua, de un bonito verde oscuro, lisa como un espejo.
Cuando estuvo lo suficientemente lejos para confiar en no ser ya observados, el remero se dirigió hacia el punto que le indicaba Vidal-Pellicorne con ayuda de los prismáticos y muy pronto estuvieron bastante cerca de lo que había sido una pequeña fortaleza pero ya no era más que una ruina invadida de vegetación tras la cual no se veía gran cosa. Ni siquiera un hilo de humo que revelara la presencia de personas con necesidad de calentarse y alimentarse. Tan sólo una estrecha torre descabezada y un lienzo de pared que descendía en vertical hasta el agua podían albergar una vivienda interior, pero parecía francamente inverosímil.
—Me gustaría saber cómo se llama esta antigua obra de arte —dijo Adalbert—. Quizás es el antiguo feudo de la condesa.
—¿Hochadlerstein? Imposible. Está a ras del agua, o sea, demasiado abajo para llamarse Hoch. Por lo que he visto, en los alrededores hay varias nobles ruinas encaramadas en las alturas. Debe de ser una de ésas. Podemos intentar desembarcar.
—Me parece un poco difícil acercarse a la orilla, a no ser que quieras zambullirte en el lago. Iremos en otro momento por tierra, para ver si se puede visitar... a una hora discreta. Ahora podemos quedarnos por los alrededores para pescar. Eso nos permitirá observar si hay algún movimiento.
—¿De verdad esperas atrapar algo? —preguntó Morosini al ver a su amigo manejar una larga caña—. Más vale que te lo diga cuanto antes: soy una nulidad pescando.
—Sigue mis consejos y haz como si fueras un experto. ¡Nunca se sabe!
Para su sorpresa, Aldo consiguió pescar tres truchas a lo largo de un día que temía que resultase muy pesado. En cambio, fue un agradable momento de tranquilidad y relajación, acunado por el alegre carillón de la iglesia anunciando a los alrededores la formación de una joven pareja, e interrumpido por el copioso picnic que Maria había preparado para los pescadores. Tan sólo la observación incesante del viejo castillo resultó decepcionante; si el edificio no estaba abandonado, lo parecía. Iban a tener que buscar por otro lado.
Cuando regresaron, en el albergue reinaba un ambiente de lo más animado. Había largas mesas cubiertas de vajilla floreada, jarras de gres en las que la cerveza espumeaba y también copas de un bonito verde claro para el vino. Los trajes de los invitados, los de los días de fiesta, eran magníficos: los hombres, calzones de piel y chalecos bordados; las mujeres, múltiples enaguas bajo las amplias faldas y camisolas con mangas abullonadas, bordadas con hilo de oro. Todos estaban felices de encontrarse allí, riendo, cantando y gastando bromas a los jóvenes esposos. Estos, por cierto, eran encantadores: ella, colorada a causa de la confusión; él, más colorado todavía por haber hecho los honores a la cocina de Maria y a la bodega de Georg. Instalados ya sobre un estrado, dos acordeonistas acompañaban los coros en espera de que empezase el baile. Aldo y Adalbert entraron en la cocina, donde trajinaban Maria y sus sirvientes. Los pescados que llevaban les valieron calurosas felicitaciones.
—Vengan —dijo Maria—, voy a presentarles a los recién casados.
—Déjenos cambiarnos primero —protestó Aldo.
Iban a retirarse cuando ella los llamó.
—Ya se me olvidaba... El Herr Professor Schlumpf desea verlos para hablar de las excavaciones. Vive aquí y desde siempre se ha ocupado de ellas. Me he permitido decirle que venga esta noche.
—Ha hecho bien —dijo Adalbert, pensando todo lo contrario—. Va a ser divertido —le comentó a Morosini mientras subían a sus habitaciones— hablar de arqueología sobre fondo de acordeón, canciones tirolesas y gritos de borrachos.
—¿Dominas ese período?
—¿La primera edad del hierro? Tengo algunas nociones, pero no es mi especialidad, ya lo sabes.
—Entonces, alégrate. Si dices tonterías, la orquesta y el alboroto de la gente cubrirán tus palabras.
—¡Yo no digo nunca tonterías! —repuso Adalbert, ofendido—. Bueno, quizá tengas razón —añadió después—. Después de todo, puede venirnos bien.
El profesor Werner Schlumpf, de la Universidad de Viena, era el vivo retrato de la imagen que el común de los mortales se forma de sus semejantes: un hombrecillo nervioso, con bigote, perilla y lentes, cuyos cabellos canosos comenzaban a abandonar su frente en beneficio de su nuca. El único rasgo destacable de su cara era una cicatriz que le deformaba la ceja izquierda, pero sus maneras y su educación eran perfectas.
Tras haber intercambiado con su colega un saludo protocolario, aceptó tomar asiento en torno a la mesa donde los dos amigos estaban tomando café y fumando sendos puros. Le ofrecieron uno al mismo tiempo que Georg en persona se apresuraba a servirle un schnaps. El recién llegado tomó un buen trago con los ojos clavados en Morosini, que parecía interesarle sobremanera desde que se había enterado de que era príncipe.
—Supongo que usted no es arqueólogo. La alta aristocracia, en general, no ejerce ningún oficio.
—Desengáñese. Soy anticuario, especializado en joyas antiguas.
—Ah, empiezo a entender, pero me temo que su estancia aquí le decepcione: todos los objetos preciosos encontrados en el millar de sepulturas prerromanas descubierto desde 1846 en los alrededores de las minas de sal, en la montaña, están ahora en el Museo de Historia Natural de Viena. Algunas se han quedado aquí, en nuestro pequeño museo local, pero no son las más importantes. De todas formas, no va a encontrar nada que se pueda comprar.
—No es ésa mi intención —dijo Morosini con su encantadora sonrisa—. Sólo me interesan las piedras preciosas y he venido simplemente para acompañar a mi amigo Vidal-Pellicorne.
De pronto, el profesor pareció ofendido:
—Haría mal en despreciar las joyas de nuestro período. Están hechas con el oro más fino y algunas son de una gran belleza. Se trata de una civilización avanzada. La tribu establecida aquí no era celta, tal como se supuso al principio, sino iliria. Con toda probabilidad pertenecía al pueblo de los sigynnes del que habla Herodoto y que se instalaba en los cruces de las grandes vías de tránsito para comerciar en hierro, sal y ámbar. Le aconsejo que suba hasta la torre de Rodolfo para ver la necrópolis, cuyas tumbas más antiguas acreditan que originalmente se practicaba el rito de la incineración.
"El Ópalo De Sissi" отзывы
Отзывы читателей о книге "El Ópalo De Sissi". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "El Ópalo De Sissi" друзьям в соцсетях.