Manifiestamente feliz de haber dado con un neófito, el erudito, haciendo caso omiso de su colega francés, pronunció una verdadera conferencia en la que Adalbert fue incapaz de introducir una sola palabra a pesar de sus meritorios esfuerzos. Aldo, divertido, seguía el juego escuchando al viejo sabio con una atención halagadora cuando, de pronto, su mirada se desvió: un hombre cuya gran estatura y corpulencia anunciaban una fuerza increíble acababa de entrar y se acercaba a Georg Brauner, ocupado en secar vasos tras la barra.

Pese a la diferencia de vestimenta, la memoria fotográfica de Morosini le devolvió inmediatamente la imagen anterior que había tenido de ese personaje: en un palco de la Ópera, escoltando a la misteriosa dama de la máscara de encaje negro. En esta ocasión, llevaba una especie de librea de estilo húngaro, con alamares negros y sutás de plata, pero la cara era la misma. Sin embargo, la voz descontenta de Schlumpf lo devolvió al momento presente:

—¿No me escucha, príncipe?

—Sí, sí, perdone. ¿Decía...?

¡Cielo santo, qué difícil era mantener la mirada sobre ese viejo parlanchín! Afortunadamente, Adalbert se dio cuenta de que ocurría algo insólito y acudió en su ayuda.

—Si me lo permite, Herr Professor, le confesaré que los ritos funerarios de Hallstatt siempre me han dejado un poco perplejo. Se ha comprobado que, a lo largo del tiempo, los guerreros pasaron de la incineración a la inhumación.

—La influencia celta, con toda seguridad.

—¿Por qué, entonces, se han encontrado en algunas tumbas fragmentos de esqueletos calcinados?

Adalbert había conseguido atraer por completo la atención de Schlumpf y Aldo pudo proseguir su observación. En la barra, el hombre bebía una cerveza charlando con Georg, pero acabó enseguida. Una vaga sonrisa, un breve saludo, y el desconocido giró sobre sus talones para marcharse.

—Perdónenme un momento —dijo Aldo a los otros dos. Ninguna fuerza humana le habría impedido seguir a aquel hombre.

Aunque tuvo que abrirse paso entre un grupo bastante turbulento, llegó a la plazoleta donde estaba situado el Secauer justo a tiempo para ver a su presa tomar a la derecha una callejuela en la que se adentró a ciegas. Era noche cerrada, en efecto, y Aldo necesitó un poco de tiempo para que sus ojos, acostumbrados a las luces del albergue, se adaptaran a la oscuridad. Cuando llegó al final del pasadizo, se topó con una escalera y aguzó el oído para tratar de distinguir si el desconocido había subido o bajado, pero no oyó ningún ruido de pasos. El hombre se desplazaba con el sigilo de un gato. De mala gana, tuvo que resignarse a abandonar.

De vuelta en el albergue, Morosini buscó a Brauner infructuosamente; parecía haberse volatilizado. Al preguntarle a Maria cuando pasó junto a él con una bandeja cargada de jarras espumeantes, ésta le contestó que su esposo estaba en la bodega abriendo un tonel. Suspirando, se reunió con sus compañeros, que seguían hablando de los ritos funerarios de Hallstatt, lo que no impidió al profesor preguntarle con bastante indiscreción dónde diablos se había metido.

—En mi habitación —respondió él—. He ido a tomarme una aspirina porque empiezo a tener migraña. Seguramente es por todo este ruido, y quizá también por la cerveza.

—Nuestra cerveza nunca ha hecho daño a nadie, y por otro lado le habría sentado mucho mejor salir a tomar el aire. Es el remedio más eficaz en nuestras montañas, donde podemos curar todas las enfermedades. Son el paraíso de la salud, y los que viven como ustedes en ciudades humosas harían bien en venir más a menudo. Hace siglos que se han demostrado sus beneficios.

Morosini abrió la boca para protestar, pues llamar ciudad humosa a su querida Venecia, posada sobre el agua como una rosa abierta, le parecía denigrarla injustamente, pero la cerró, desanimado, sin haber emitido un solo sonido. El viejo parlanchín se había lanzado a pronunciar otro discurso acerca del schnaps, que con ganas o sin ellas hubo que tomar. Transcurrió casi una hora más antes de que el profesor Schlumpf, sacando del bolsillo del chaleco un enorme reloj de plata, constatara que había llegado el momento de que se fuera a descansar un poco.

No lo hizo, sin embargo, sin haber acordado una cita con sus «distinguidos colegas» —con los vasos de aguardiente que se había tomado, ya no distinguía entre el anticuario y el arqueólogo —para acompañarlos al yacimiento al día siguiente.

—Un plan muy prometedor —gruñó Morosini mientras se retiraban a sus habitaciones sin demasiadas esperanzas de dormir, teniendo en cuenta que se hallaban instalados sobre una bacanal desenfrenada.

—Olvídate de eso y cuéntame qué te ha pasado antes para que salieras corriendo como una liebre —dijo Adalbert.

—¿No te has fijado en un tipo enorme, con aspecto de jefe mongol jubilado, que ha venido a tomar una copa en compañía de nuestro posadero?

—Sí, hasta me ha parecido entender que salías tras él.

—Mis razones tenía. Es el hombre que vi en la Ópera de Viena, no diré en compañía sino a las órdenes de la famosa Elsa. Es evidente que estaba allí para velar por ella.

—¿Y qué? ¿Has descubierto adónde iba?

—¡Qué va! Me ha despistado al doblar la primera esquina. Estaba oscurísimo, y este condenado pueblo está construido de una manera delirante. Todo son escaleras, pasajes, callejones sin salida, y cuando no lo conoces...

—¿Y tu presa se dirigía hacia el castillo de esta tarde?

—No, de eso estoy seguro. Se fue hacia la derecha al salir del hotel.

—Pues entonces, sólo nos falta hacer unas cuantas hábiles preguntas al bueno de Georg.

—¡Si es que lo encontramos! Cuando he vuelto, su mujer me ha dicho que estaba en la bodega abriendo un tonel. Y al parecer sigue allí, porque yo no he vuelto a verlo.

—¿Y Maria?

—No estaba cuando ha venido el hombre. No ha debido de verlo, y en esas condiciones resulta un poco difícil interrogarla.

—No te preocupes más de lo necesario. Lo dejaremos para mañana y en paz. Intenta dormir. Con algodón en las orejas y una almohada encima de la cabeza, a lo mejor lo conseguimos.

Lo consiguieron, pero hacia las tres de la madrugada, cuando los asistentes a la boda empezaron a cansarse. Cuando Adalbert y Aldo bajaron a desayunar en torno a las nueve, Maria les informó de que su esposo había tomado el barco de la mañana para ir a Bad Ischl. En cuanto al personaje que intrigaba tanto a sus clientes, ella ni siquiera lo había visto y no tenía ni idea de sobre quién le hablaban. Dicho esto, desapareció entre un revuelo de enaguas almidonadas para ir a buscar cruasanes recién hechos.

Adalbert frunció el entrecejo con expresión desaprobadora.

—¿No tienes la impresión de que nos enfrentamos a una conspiración del silencio?

Morosini se limitó a encogerse de hombros sin responder, para declarar a continuación que por nada del mundo estaba dispuesto a aburrirse soberanamente en compañía del profesor Schlumpf.

—Con que vaya uno de los dos, será suficiente. Yo iré a estudiar con todo detalle los complicados meandros de este pueblo. Tal vez la suerte me sonría.

Provisto de un cuaderno de dibujo y una caja de carboncillos, dejó el pequeño muelle salpicado de terrazas y de cenadores instalados a ras del agua para acceder a la larga y única calle, pintoresca a rabiar, que formaba una cornisa sobre el lago, bordeada de escaleras de madera que se adentraban por agujeros oscuros bajo las viejas casas de tejados festoneados.

Ninguna carretera llevaba a Hallstatt. La que se extendía junto a la orilla occidental del lago en su lado norte giraba bruscamente al sur de Steg para subir a Gosau.

Lentamente, como un artista que busca el paraje adecuado, Aldo recorrió el pueblo que el otoño había dejado sin flores, aunque animosos geranios todavía resistían en algunas ventanas. No se oía zumbido de abejas alrededor de los alerces, pero en casi todas las casas las mujeres estaban atareadas haciendo una limpieza general que incluía ventilar camas, cortinas y mantas antes de que cayeran las primeras nieves. No dedicaban al paseante más que una mirada distraída, acostumbradas sin duda a la presencia de extraños, tan sólo un poco sorprendidas quizá de que éste hubiera elegido el mes más triste en lugar de la primavera, que haría florecer las miosotis, las anémonas y los ranúnculos en los caminos de herradura.

Tras haber permanecido largo rato en la terraza que sostenía la Pfarkirche, la iglesia parroquial, observando los tejados que se extendían ante sus ojos, Aldo pensó que si el hombre se había esfumado tan fácilmente quizá fuera porque había entrado en una casa cercana al hotel.

Sin embargo, su instinto le decía que eso era poco probable. La dama de la máscara de encaje vivía escondida, y ¿cómo se podía permanecer oculto en el corazón de un pueblo cuyas edificaciones estaban tan apiñadas? Así pues, bajó hacia la única calle para dirigirse al extremo norte de Hallstatt.

Al llegar encontró una roca desde la que podía observar las últimas viviendas y se instaló allí. Una casa atrajo su atención. Desde donde él estaba, parecía surgir de las aguas oscuras. Su ancho tejado coronado por un pináculo le daba el aspecto de una gran gallina que protegiera con las alas desplegadas unos huevos morenos. En el pequeño jardín, una mujer vestida con el Dirndl[9] aprovechaba la momentánea sequedad del tiempo para tender sábanas y fundas de almohada adornadas con anchas tiras de encaje, es decir, demasiado lujosas para una campesina, por muy rica que fuera. Eran, sin lugar a dudas, de una «dama», y Aldo supo inmediatamente que había encontrado lo que buscaba.

Finalmente, temió llamar la atención, recogió sus cosas y emprendió el camino de vuelta no sin haber tomado algunos puntos de referencia, empezando por la pequeña valla de madera oscura junto a la cual flotaba una larga barca.

Al entrar en el hotel vio a Georg Brauner haciendo cuentas de pie ante un pupitre a la antigua usanza y se dirigió hacia él frotándose las manos.

—El viento es bastante fresco esta mañana —dijo de buen humor—. He hecho algunos bosquejos y se me han quedado los dedos entumecidos. ¿Qué le parece si tomamos algo antes de comer?

Por encima del bigote pelirrojo, Georg alzó hacia su cliente una mirada de fastidio.

—Me gustaría mucho, Excelencia, pero debo terminar estas cuentas lo antes posible. No obstante, haré que le sirvan lo que quiera junto a la estufa. Acabamos de encenderla.

—Gracias, pero en tal caso esperaré a que vuelva mi amigo; no me gusta beber solo. Confío en que no tarde.

—Como quiera —dijo el posadero antes de volver a concentrarse en sus papeles.

Decididamente, no era hablador. Sin embargo, resultaba sorprendente, pues, a su llegada, los Brauner se habían mostrado bastante locuaces. Para pasar el rato, Morosini fue con su material bajo el brazo hasta la cocina, donde Maria, ayudada por una anciana y una muchacha, estaba pasando el rodillo por la masa de Knödeln rodeada de un olor de pan caliente y de chocolate. La mujer recibió al visitante inesperado con una amplia sonrisa.

—¿Desea algo, príncipe?

—Nada en absoluto, Frau Brauner, pero llegan hasta la calle olores tan apetitosos que no he podido resistir la tentación de venir a ver qué está haciendo. ¿Me perdona?

—Por descontado, puesto que es mi repostería lo que le atrae. Acabo de preparar un Gugelhupf y una crema de chocolate para el postre. ¿Ha dado un buen paseo?

—Muy bueno. Este pueblo es una maravilla. Tiene un encanto...

—¿Verdad que sí? Es una pena que lo vea fuera de temporada. Hace frío y humedad, y vamos a tener que olvidar el sol hasta la primavera. Entonces es cuando debería venir.

—Cada uno viene cuando puede. Tengo mucho trabajo, y además, era una ocasión de pasar unos días en compañía de un viejo amigo. De todas formas, el tiempo no me molesta, siempre y cuando no le quite su carácter a un lugar. Me gusta dibujar casas y por aquí tienen muchas muy bonitas, empezando por la suya. Mire, he hecho un boceto —añadió, abriendo su cuaderno de dibujo, que la mujer miró sonriendo.

—¡Vaya, tiene usted talento!

—Gracias. Esta otra también es muy bonita.

Había vuelto la página para mostrar la casa de la desconocida. María echó un vistazo y entonces su sonrisa desapareció.

—Me gusta mucho —prosiguió Morosini, cuyos ojos azul acero observaban a la posadera—. Si el tiempo me permite plantar el caballete, pintaré un cuadro. Ese lugar un poco apartado es muy romántico.

Sin decir palabra, María se limpió las manos cubiertas de harina con un paño, asió a Aldo de un brazo y lo condujo al exterior.