—No debería pintar ésa —dijo una vez que estuvieron fuera—. Hay otras igual de bonitas.

—A mí no me lo parece. Además, ¿por qué ésa no?

La expresión de María se había tornado grave.

—Porque a lo mejor molesta, o incluso ofende, a los que viven ahí. Ver que su casa se convierte en el motivo de un cuadro es lo último que desean, pues eso significa que va a observarlos durante horas y horas.

Aldo se echó a reír.

—¡Demonios! ¡Me está asustando! No estará embrujada esa casa, ¿verdad?

—No es para tomárselo a risa. Hay... una enferma, una mujer que ha sufrido mucho. No agrave su mal haciéndole creer que es blanco de la curiosidad de extraños.

Tras estas palabras, María se disponía a entrar en la cocina dejándolo plantado allí, pero él la llamó:

—¡Espere un momento!

—Tengo cosas que hacer.

—Sólo un momento.

Con gesto vivo, Aldo arrancó la página del cuaderno de dibujo por la que seguía abierto y se la tendió a la mujer.

—Tome, haga lo que quiera con ella. No pintaré esa casa.

La sonrisa que ella le dedicó parecía un rayo de sol atravesando una nube negra.

—Gracias —dijo—. Compréndalo, aquí todo el mundo los quiere mucho. No queremos que les pase nada malo.

Y esta vez entró. Morosini también lo hizo, pero bastante pensativo y a un paso mucho más lento. Si el pueblo entero se alzaba entre él y la mujer hasta la que quería llegar, las cosas podían complicarse, pero, por otro lado, resultaba tranquilizador respecto a la seguridad de esa mujer. En cuanto al detalle que acababa de tener con Maria, se sentía un poco avergonzado porque era fruto de una mentira (nunca había tenido intención de «retratar» la casa) y porque seguía estando decidido a descubrir el secreto de la misteriosa mujer.

Con el estómago en los pies, aguardó el regreso de Adalbert, y eran casi las dos cuando se rindió a las razones de sus anfitriones.

—Cuando el Herr Professor está en el yacimiento, no hay manera de apartarlo de allí. Estoy seguro de que se ha llevado bocadillos y cerveza con intención de compartirlos. Volverán cuando anochezca —anunció Georg.

—Podía haberlo dicho —masculló Morosini, que no por ello se sentó a la mesa con menos apetito y degustó los buñuelos de jamón, un gulash de ternera a la húngara y una crema de chocolate acompañada de una porción de Gugelhupf, todo regado con una botella de Klosterneuburger que Georg, compasivo y tal vez agradecido —Maria debía de haberle contado el episodio del dibujo—, fue a buscarle a la bodega.

Cuando hubo terminado, se preguntó qué iba a hacer para pasar la tarde. Se le había ocurrido la idea de alquilar otra vez la barca de Brauner e ir a pescar a los alrededores de la famosa casa, pero se había levantado un vientecillo cortante que movía las aguas de un modo que no presagiaba nada bueno.

—Si estallara una tormenta, podría tener dificultades para volver —dijo Georg—. Cuando hace mal tiempo, este lago es traicionero.

—Como todos los lagos de montaña. En fin, me conformaré con dar un paseo a pie en espera de que vuelvan los sabios.

Hizo lo que había dicho, pero esta vez sin llevarse ningún material. Con las manos metidas en los bolsillos del impermeable, emprendió otra visita al pueblo partiendo desde la izquierda para no alertar a nadie. Sin embargo, su intención era ir a la casa del pináculo. Para llegar a ella, tomó el camino más complicado posible: rodeó el templo protestante, llegó hasta la torre y regresó por la terraza en la que se alzaba la iglesia, desde donde descendió hacia su objetivo evitando cuidadosamente que lo vieran desde el albergue.

Ya era tarde cuando llegó. La luz empezaba a declinar. Desde el lago subía una bruma que casi no permitía distinguir la orilla de enfrente. Debía de ser la hora del tren: el silbido del ferrocarril se oía, pero amortiguado, como envuelto en algodón.

Desde la misma roca en la que se había apostado por la mañana, Aldo se puso a observar de nuevo la casa. No se advertía ningún movimiento, y de no ser por el pequeño penacho de humo gris que surgía del tejado, se podría haber pensado que estaba desocupada. Ningún ruido tampoco, aparte del ligero chirrido, marcado por las olas, de la cadena que sujetaba la barca al fondeadero.

Aldo continuó esperando. Confiaba en que al caer la noche los habitantes encendieran lámparas y tal vez pudiera echar un vistazo al interior, pero sus esperanzas se vieron frustradas. Antes de que la oscuridad se extendiera demasiado, la mujer a la que había visto tender la colada reapareció en el hueco de una ventana y cerró las contraventanas; después pasó a la siguiente e hizo lo mismo, y así con todas hasta que fue imposible ver absolutamente nada.

Suspirando, Morosini se levantó y se quedó un momento dudando, a punto de hacer lo que quizá fuera una locura pero que le resultaba cada vez más tentador: bajar, llamar a aquella puerta y ver qué pasaba. La mujer a la que buscaba estaba allí. Si quería intentar conseguir el ópalo, tal vez ésa fuera su única oportunidad, pues si, movida por la inquietud, la señora Von Adlerstein decidía llevar a su protegida a otro sitio, localizarla de nuevo seguramente sería imposible.

Sin embargo, pese a las buenas razones que se daba a sí mismo, Morosini no podía evitar sentir una especie de lasitud. El gusto por la caza que lo habitaba desde su primera entrevista con Simon Aronov en los sótanos de Varsovia empezaba a abandonarlo en tales circunstancias. El Cojo no podía exigir que le arrebatara a una pobre mujer condenada a vivir escondida un bien tan querido, aunque ese bien fuera tan maléfico como lo habían sido el zafiro visigodo y el diamante del Temerario.

Una voz interior le susurró lo que Simon habría dicho: la única forma de descargar las gemas del pectoral de la maldición que pesaba sobre sus sucesivos propietarios era devolverlas a su destino primitivo. ¿Quién sabía si, liberada del ópalo, Elsa no recuperaría la felicidad?

«No parece una razón válida —se dijo Aldo—. Siempre se encuentra alguna cuando uno quiere apropiarse de algo que no le pertenece. Pero, después de todo, ¿es ésta tan detestable?»

En cualquier caso, sabía muy bien que no pararía hasta haber cruzado el umbral de esa casa y haberse encontrado cara a cara con la dama de la máscara de encaje negro, así que, cuanto antes lo hiciera, mejor. Sin querer seguir discutiendo consigo mismo, bajó el sendero que conducía a la casa, llegó bajo el tejadillo que protegía la puerta y, tras una ligera vacilación, se quitó la gorra y levantó la aldaba de cobre, que cayó con un vivo tintineo de campana al tiempo que, sin saber muy bien por qué, su propio corazón se detenía un instante.

Esperaba que lo interrogaran sobre su identidad y que le ordenaran que siguiese su camino, pero al abrirse la puerta apareció una alta y delgada figura de mujer con el traje local y una lámpara en la mano.

—Me preguntaba cuánto tiempo tardaría en decidirse a venir —dijo la voz serena de Lisa Kledermann—. Pase, pero sólo un momento.

El la miró con el estupor que por lo general se reserva a las apariciones: una mezcla de admiración, alegría y temor a partes iguales. A la luz amarillenta de la lámpara, los ojos oscuros de la joven resplandecían como diamantes violeta bajo la corona viva de sus cabellos de oro rojo trenzados alrededor de la cabeza. Aldo pensó que parecía un icono.

—Bueno, ¿eso es todo lo que tiene que decir? —dijo ella, llamándolo al orden—. Si leyera a los buenos autores, debería haber exclamado: «¿Usted? ¿Usted aquí?» Y yo le habría contestado algo tan inteligente como: «¿Por qué no?», o incluso: «El mundo es un pañuelo.» Pero prefiero preguntarle qué viene a buscar.

—Es un poco largo... y delicado de explicar. ¿No me permitiría entrar un momento?

—De ninguna manera. A otro, le habría enviado a Mathias y los perros, pero reconozco que usted y yo tenemos cosas de que hablar.

—¿Entonces...?

—Aquí es imposible, pero, si le parece bien, podemos vernos mañana a las dos en la Pfarkirche. Allí estaremos tranquilos para solventar una cuestión que está empezando a resultar singularmente irritante. Pero venga solo, no traiga al querido Adalbert.

—¿Cómo sabe que está aquí?

Una sonrisa fugaz hizo brillar unos dientes que Aldo nunca había visto tan blancos en los tiempos de la inefable Mina van Zelden.

—Como si pudiera pasar inadvertido... Yo sé mucho más sobre ustedes dos que ustedes sobre mí. Ahora, váyase y apresúrese a volver al Seeauer. Mañana le diré lo suficiente para convencerlo de que nos deje tranquilos, a los míos y a mí.

—Jamás me ha pasado por la cabeza importunarla —protestó Morosini—. No tenía ni idea de que estaba aquí y...

—Mañana —lo cortó Lisa, tajante—. Hablaremos mañana. Ahora le deseo que pase una buena noche, príncipe.

Él retrocedió de mala gana hasta encontrarse bajo el tejadillo. Abrió la boca para decir algo, pero, ante la mirada imperiosa clavada en la suya, renunció a hacerlo, giró sobre sus talones y suspiró.

—Como quiera. Hasta mañana, entonces.

Lo único que había visto de la casa era una pequeña entrada, encalada y sencillamente amueblada con un baúl de madera iluminado, dos sillas con el respaldo labrado y un cuadro naif que representaba una escena de pueblo, pero el encuentro inesperado de Lisa borraba todo rastro de decepción, aunque, cuando la había visto tras el batiente de roble, con la lámpara encendida en la mano, tenía algo del Ángel exterminador colocado por Dios en la puerta del Paraíso a fin de impedir la entrada al pecador, estuviera o no arrepentido. El caso es que emprendió a paso bastante alegre el camino de regreso al albergue. Unas horas más, y algunos velos se rasgarían. Quizá no todos, porque conocía el carácter determinado de su ex secretaria, pero con ella estaba más o menos seguro de jugar en igualdad de condiciones.

Este pensamiento reconfortante le devolvió el buen humor, y al encontrar a Adalbert sentado ante la gran estufa de cerámica verde de la sala, estirando las manos y los pies hacia ella, con un vaso humeante al lado, sobre una esquina de la mesa, le dedicó una amplia sonrisa.

—¿Qué tal? ¿Ha sido un día agradable?

Adalbert volvió hacia él una mirada abatida.

—¡Pesadísimo! ¡Agotador! Ese condenado hombre tiene unas pantorrillas de acero y trepa como una cabra. Me ha dejado molido.

—¿En serio? Yo creía que los arqueólogos resistíais más.

—Yo soy egiptólogo, o sea, un hombre de terreno llano. En Egipto, los faraones hacían ellos mismos sus montañas. ¡Y pensar que quiere seguir mañana! Me entran ganas de decirle que tenemos que volver a Ischl...

—Dile lo que quieras, pero en cualquier caso estás libre. Yo tengo una cita en la iglesia.

—¿Vas a casarte?

Pese a ser inesperada, la pregunta tenía su gracia.

—Quizá no sería tan mala idea —dijo, sonriendo a una imagen que sólo él veía—. Vamos, no pongas esa cara. Coge tu vaso y ven conmigo. Voy a contártelo todo.





7 . La historia de Elsa



Mientras subía la escalera cubierta que conducía a la iglesia, veinte minutos largos antes de la hora de la cita, Morosini se preguntaba qué fatalidad lo condenaba a él, príncipe cristiano pero de una piedad muy relativa, a frecuentar los santuarios católicos para ver a una mujer, y ello desde que recorría Europa en busca de unas joyas robadas de un tesoro judío. A otros los habrían citado en un parque, en un café, en el muelle de un río o incluso en un saloncito íntimo, y no pudo dejar de evocar, con una pizca de nostalgia, el rato pasado en compañía de Anielka en el gran invernadero del Parque Zoológico de París. Era la época en que estaba loco por ella y dispuesto a hacer cualquier excentricidad para conquistarla, y ahora, después de haberse deshecho de ella como de un paquete molesto dejándola entre las manos de Anna-Maria Moretti, se había apresurado a huir a Austria, donde lo esperaban un caso sin duda atrayente pero endiabladamente difícil de resolver... y una cita con una chica bonita en la casa de un Dios que quizá no veía su empresa con buenos ojos.

Al empujarla con la mano, la puerta emitió un chirrido que el vacío interior amplificó. Inmediatamente, sus ojos se encontraron con la magnificencia de un gran tríptico del siglo XV, maravillosamente dorado y tallado, que dominaba el altar. Lo contempló con placer pero sin sorpresa: el esplendor exuberante de las iglesias austriacas le era familiar. Una lámpara roja encendida anunciaba la «Presencia», pero él no tenía ganas de rezar. Se sentó en un banco para admirar mejor. El tiempo pasaba siempre muy deprisa delante de una bella obra de arte.