—¡Ah! —dijo Aldo, atónito—. ¡Es increíble! Nunca había oído hablar de una separación entre la reina María y el rey Francisco II.
—Se reconciliaron enseguida y, una vez instalados en París, incluso llegaron a convertirse en un matrimonio perfecto.
—¿Y qué pinta la emperatriz Isabel en todo esto? ¿Y Rodolfo?
—Ahora llego ahí. Sissi quería mucho a su hermana pequeña, que era también muy guapa. Además, su pasión por el romanticismo la hacía admirar a la heroína de Gaeta casi tanto como a su primo Luis II de Baviera. Se ocupó mucho de esa niña a la que María hacía criar en una propiedad de los alrededores de París cuyo nombre no revelaré. Y cuando Margarita, a la que llamaban Daisy, se convirtió en una bonita joven, la invitó en varias ocasiones, sobre todo a Hungría, a su castillo de Gödöllö, donde en otoño se organizaban grandes cacerías. Fue allí donde el archiduque Rodolfo la conoció. Su matrimonio con Estefanía de Bélgica era un fracaso y engañaba constantemente a su esposa. Con Daisy tuvo uno de esos estallidos de pasión habituales en él. Una llamarada que no duró mucho.
—Pero lo suficiente para tener consecuencias. ¿Y cómo reaccionó el archiduque ante la situación?
—De acuerdo con su carácter: le propuso a la joven morir con él. No era la primera vez, pero la sangre belga de ésta la hacía hostil a las soluciones extremas y más bien la empujaba hacia las alegrías de la familia. Se negó y expuso su situación a la emperatriz. Esta encontró la única salida aceptable: una boda rápida. No fue difícil encontrar un esposo, ya que el barón Hulenberg estaba enamorado de Daisy. De buena familia, bastante rico y también bastante apuesto, constituía un pretendiente satisfactorio, y la futura madre lo aceptó. Y como la reina María sólo podía ofrecer alhajas, fue Isabel quien se encargó de la dote. También le regaló algunas joyas, entre ellas el águila de diamantes, signo tangible de los orígenes ilustres de la joven.
»Dos años después del nacimiento de Elsa, una rápida enfermedad que los médicos no fueron capaces de atajar le arrebató a su madre. Unos meses más tarde, Hulenberg decidió volver a casarse. La mujer elegida no tenía más cualidades que su juventud y su belleza. En el aspecto moral, era una criatura ávida, desprovista de corazón, pero que sabía esconder muy bien su juego. La presencia de Elsa enseguida le resultó insoportable; le recordaba demasiado a la primera esposa.
—Fue una madrastra perfecta, ¿eh?
—Por desgracia, sí. Entonces Sissi intervino. Pese al terrible dolor causado por la muerte de su hijo, no abandonó a la niña. Decidió que fuera educada en un convento de los alrededores de Salzburgo y encargó a mi abuela que velara por ella, cosa que ésta ha hecho durante años y todavía hoy continúa haciendo. Fue a ella a quien se encomendó la custodia del pequeño tesoro destinado a Elsa. Gracias a Dios, porque el barón Hulenberg murió unos años después del segundo matrimonio y su viuda, convertida en su heredera por testamento, tuvo la desfachatez de reclamar las joyas de Daisy como parte de los bienes del difunto. Afortunadamente, sin éxito: la emperatriz había sido asesinada, pero Francisco José seguía vivo y estaba al corriente de la historia de Elsa. Su protección se extendió tanto sobre ella como sobre mi abuela, nombrada tutora legal. Y la vida siguió su curso sin incidentes hasta que Elsa salió del convento.
—Supongo que la señora Von Adlerstein la acogió en su casa en ese momento.
—Sí, y de muy buen grado, pues Elsa se encontraba tan a gusto en el convento que por un momento se pensó que tomaría los hábitos. Salió más tarde de lo normal. Era una muchacha seria, un poco grave y absolutamente consciente de sus orígenes elevados. Su comportamiento se inspiraba en ellos, aunque sólo los mencionaba en presencia de mi abuela. Los jóvenes no le interesaban. Su única pasión era la música. Fue en gran parte para disfrutar de ella por lo que regresó a la vida civil. Y quizá también a causa de la nueva madre superiora, que no le gustaba. Se instaló en nuestra casa, pero la vida que se llevaba allí era demasiado mundana y ella no se encontraba cómoda. Le buscaron entonces una villa un poco retirada en los alrededores de Schönbrunn, donde vivió con una pareja de sirvientes húngaros absolutamente fieles: Marietta, a la vez doncella y dama de compañía, y su marido Mathias, un verdadero perro guardián dotado de una fuerza poco común.
»Allí se encontraba bien, sólo salía para dar paseos o para asistir a un concierto o a la Ópera, en el palco de mi abuela. Discretamente vestida, no llamaba la atención pese a su parecido con la emperatriz, un poco atenuado por los cabellos rubios. Hasta aquella noche de 1911, la del estreno del Caballero de la rosa, en que apareció completamente vestida de encaje blanco, bella como un ángel y luciendo el famoso ópalo. Ese súbito esplendor inquietó un poco a mi abuela, pero la sala estaba suntuosa, el emperador se hallaba presente y las más hermosas joyas adornaban a unas mujeres arrebatadoras. Pero estaba allí un joven diplomático que un amigo fue a presentarle en el entreacto. Entre Elsa y él se produjo un flechazo.
Aldo se sintió tentado de decir que ya conocía la historia, pero, al no saber cómo se tomaría Lisa el relato de sus hazañas —las suyas y de las Adalbert—, decidió prudentemente callar, lo que le permitió dejar vagar su pensamiento mientras contemplaba a la narradora.
La verdad es que era absolutamente encantadora, y él seguía sin comprender cómo había conseguido la proeza de pasar por un adefesio durante dos años largos junto a un hombre que, en general, sabía observar perfectamente a una mujer. Allí, en la penumbra de esa iglesia fría, con su rostro luminoso severamente enmarcado por la capucha negra, parecía un Botticelli, con la diferencia de que de ella emanaba una increíble sensación de calor y de vitalidad.
Sin embargo, Lisa era demasiado perspicaz para no darse cuenta de que la atención de su oyente había decaído.
—¿Me escucha o no? Si lo que le estoy contando no le interesa, me voy.
Ya se estaba levantando, pero él la retuvo tirando de su capa.
—¿Qué le hace creer que no la escucho?
—Es evidente. Estoy relatándole una historia triste y usted me mira con una sonrisa beatífica.
Su carácter, desgraciadamente, no había variado. Aldo optó por declararse culpable.
—Reconozco no haber prestado atención durante un breve instante —dijo, desplegando la mejor de sus sonrisas—. Pero la culpa es en parte suya, porque estaba mirándola.
—Ha estado dos años viéndome. ¿No ha tenido bastante?
—¡No diga tonterías! A la que veía no era a usted, sino a... una especie de caricatura. Un verdadero pecado, si quiere que le diga la verdad, una especie de...
—Oiga, no vamos a discutir eso otra vez. No puedo tardar mucho envolver. ¿Dónde nos habíamos quedado?
—En... ¿en esas cartas recibidas después de la guerra, cuando ya se daba a ese tal Rudiger por desaparecido? —apuntó Morosini tras una ligera vacilación.
Pero o bien la suerte estaba de su lado o bien su oído había registrado el relato sin que él se diera cuenta, porque había dado en el clavo.
—¡Ah, sí! —dijo Lisa—. Le pido disculpas; estaba más atento de lo que yo creía. Decía, pues, que al llegar la primera carta Elsa estuvo a punto de morir de contento y mi abuela de inquietud, pues en aquella época había sido preciso sacarla de Viena, donde ya no estaba segura.
—¿Qué pasó?
—Tres extraños accidentes, yo incluso diría tres atentados, que tuvieron lugar después de la guerra. El primero en el parque de Schönbrunn, donde Elsa estaba paseando con Marietta. Un hombre se abalanzó sobre ella con un cuchillo en la mano. Por suerte, un guardia estaba cerca y desarmó al asesino, aunque éste logró huir. En otra ocasión se libró milagrosamente de que la arrollara un coche que iba a toda velocidad, tirado por dos caballos. Por último, algún tiempo después su casa se incendió. Mathias consiguió sacarla de entre las llamas, que la habían alcanzado. La policía no descubrió nada, claro. Después de la guerra reinaba una gran confusión en los servicios públicos; se estaba incubando la revolución. Los que querían eliminar a Elsa tenían demasiada ventaja. Mi abuela, por consejo de mi padre, hizo correr el rumor de su muerte mientras le buscaba un refugio y la llevaba allí. Un viejo amigo suyo, el burgomaestre de Hallstatt, le cedió la casa del lago, que es de su propiedad. Mathias y Marietta se instalaron allí con Elsa, oculta bajo el nombre de Fraulein Staubing.
—Y esa llegada, supongo que en el mayor de los secretos, ¿no despertó curiosidad?
—El burgomaestre es un hombre inteligente. Hizo correr el rumor de que había dado asilo a una pareja de viejos amigos cuya hija, herida en un atentado en Hungría, había perdido en parte la razón y se tomaba por un miembro de la realeza. A los de aquí les gustan las historias bonitas y todos son generosos. El pueblo formó una piña para proteger a los refugiados.
—Pero cuando llegó la primera carta, no sería aquí...
—No, a Ischl, dirigida a mi abuela.
—¿Y su abuela no le impidió cometer la locura de asistir al teatro?
—Por lo que me han dicho, no hubo manera. Elsa estaba loca de alegría y mi abuela se dejó enternecer. Tomaron infinitas precauciones, y el día de la reposición del Rosenkavalier, la temporada pasada, ella estaba en el palco vestida tal como usted la vio.
—Pero ¿por qué de negro? Usted me ha dicho que el día que conoció a Rudiger iba de blanco.
—Ahora tiene treinta y cinco años, y además, va siempre de luto por su padre y sus abuelos.
—¿Y qué explicación tiene lo de taparse la cara? ¿No quería que la reconocieran?
—En parte. La rosa de plata debía servir de signo distintivo. Pero el enamorado no acudió a la cita. Imagínese la decepción de Elsa. Llegó otra carta en la que Franz decía que había sobrevalorado sus fuerzas, que pedía perdón y que se sentía muy desdichado. Decía también que era preferible esperar unos meses más, hasta la primera representación de la temporada siguiente.
—¿No era un plazo excesivamente largo?
—No, si se piensa que se trataba de un enfermo. El segundo encuentro estaba fijado, pues, para el mes pasado, cuando usted también estaba en la Ópera.
—Y no sucedió nada. Por lo menos yo no vi nada.
—Sí. Intentaron secuestrar a Elsa cuando salió del teatro. Dos hombres se habían apoderado del coche que la esperaba y, después de derribar a Mathias, partieron a toda velocidad a través de Viena. Gracias a Dios, Mathias pudo perseguirlos y desembarazarse de los agresores, tras lo cual llevó a Elsa a casa. Pero el peligro era evidente. Se tomaron el tiempo justo para cambiarse de ropa y hacer las maletas antes de regresar a Hallstatt apresuradamente.
—¡Pobre mujer! —exclamó Morosini, suspirando—. ¿Cómo se ha tomado el desmoronamiento de su sueño? Porque supongo que ya no queda ninguna duda sobre el origen de las cartas. Alguien se había enterado del triste romance de la infeliz y había decidido utilizarlo para hacerla salir de su escondrijo. Para mí, por lo menos, está clarísimo.
—Desgraciadamente, se dieron cuenta demasiado tarde. Mi abuela se asustó muchísimo cuando se enteró de lo que había pasado. Fue entonces cuando me telegrafió a Budapest pidiéndome que volviera, pero no me quedé en Ischl, vine enseguida aquí para tratar de calmar un poco a Elsa.
—Debe de estar desesperada.
—Su tristeza es inmensa. Es como si hubiera dejado de vivir. No habla, se pasa horas sentada junto a la ventana de su habitación contemplando el lago, y cuando te mira..., parece que no te ve. Y eso que a mí me quería mucho...
Un súbito acceso de llanto dejó a Lisa sin voz. Aldo se dejó caer de rodillas delante de ella y asió sus dos manos entre las suyas. Hasta ese momento había pensado que, ocupándose de aquella mujer recluida, Lisa cumplía un deber con la eficacia que la caracterizaba, pero al descubrir que quería a aquella desdichada se sintió conmovido.
—Lisa, por favor, disponga de mí como le parezca conveniente. Dígame qué puedo hacer para ayudarla. Soy su amigo... y Adalbert también —añadió, no sin hacer cierto esfuerzo.
Ella clavó su oscura mirada, que las lágrimas hacían brillar, en la de Morosini, y por un instante éste creyó ver en ella una dulzura nueva, una emoción... que desapareció enseguida.
—Por desgracia, nada. Y levántese, por favor. No es una postura adecuada en una iglesia.
—¿Qué se hace en una iglesia sino rogar? Y yo, Lisa, le ruego que nos deje ayudarla. Si su amiga está en peligro, usted también lo está, y no soporto esa idea —aseguró mientras obedecía y volvía a ocupar su sitio en el banco.
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