—¡Lisa! —gritó, echando a correr hacia el interior.

—¡No entre! —dijo un leñador, cerrándole el paso—. Está lleno de sangre. Hay que esperar a las autoridades.

—¡Quiero saber si todavía hay alguna posibilidad de salvarla! —gritó, dispuesto a pelearse—. ¡Déjeme pasar!

—¡Y yo le digo que es mejor que no!

Sin intercambiar ni una palabra, Aldo y Adalbert agarraron al hombre cada uno de un brazo y lo apartaron a un lado como si no pesara nada. A continuación entraron.

El espectáculo que descubrieron era espantoso. En la gran estancia a la que se accedía desde la pequeña entrada que Aldo ya conocía, Mathias, con el cráneo partido de un hachazo, yacía sobre un charco de sangre. Su mujer, Marietta, estaba tendida un poco más lejos con una bala en el corazón. Morosini, horrorizado, recordó los disparos que había oído hacía un rato: habían sido dos.

—¡Lisa! ¿Dónde está Lisa? ¡La mujer ha hablado de tres muertos!

—Debe de tener muy buena vista.

La habitación, que era una especie de gran salón, parecía que hubiera sufrido la acción de un huracán. Los asesinos lo habían registrado todo, habían derribado muebles, tirado al suelo libros, objetos decorativos, tapices... Finalmente, Aldo encontró a la joven; la había alcanzado una bala y yacía en la escalera de madera por la que se subía al piso superior. Con un suspiro de alivio, constató que estaba viva.

—¡Alabado sea Dios! ¡Respira!

La cogió en brazos, buscó dónde tumbarla y por fin descubrió una chaise longue medio escondida bajo cajones y restos. Adalbert también la había visto y la despejó rápidamente.

—Voy a ver si encuentro arriba algo con lo que hacer una cura de urgencia —dijo éste precipitándose hacia la escalera—. Sangra mucho.

—Haría falta un médico... —gimió Morosini, cuya mirada buscaba ayuda y encontró la del burgomaestre.

—El médico va a venir —dijo—. He mandado a buscarlo. Pero ¿por qué no han dicho que conocían a la señorita Kledermann? Todos somos amigos de la condesa Von Adlerstein, su abuela, cuya familia es originaria de aquí.

—Todavía ayer no sabía que estaba aquí, y si no me la hubiera encontrado... esta tarde por casualidad, seguiría sin saberlo.

—¿Temía ella algún peligro?

—No, que yo sepa.

Con su magnífico bigote de un rojo blanquecino y su rostro grueso, sonrosado y bonachón, el burgomaestre parecía un buen hombre, pero aun así Aldo consideró prudente no decir nada más y tomó la iniciativa de hacer las preguntas, la mejor manera de evitar que se las hicieran a él.

—¿Tiene alguna idea de quién ha podido cometer semejante crimen? Toda esta sangre..., esta matanza...

—No. ¡Pobre Mathias y pobre Marietta! ¡Eran tan buenas personas! Eran unos refugiados húngaros a los que la condesa buscó un lugar donde vivir. Pero lo que me intriga es que vivían aquí con su hija..., una pobre desequilibrada que no salía nunca y se tomaba por una princesa, y sólo hay tres cuerpos...

—¿Quiere decir que ha desaparecido? A lo mejor está escondida. Cuando los asesinos han irrumpido, ha debido de asustarse mucho.

—En cualquier caso, arriba no hay nadie —dijo Adalbert, que volvía con alcohol, algodón hidrófilo y vendas—. Si hubiera alguien, lo habría visto.

Ni él ni Aldo tuvieron tiempo de administrar a Lisa los primeros auxilios porque llegó el médico. Con su atuendo montañés, presentaba bastante parecido con Guillermo Tell. En un abrir y cerrar de ojos, examinó la herida, efectuó un vendaje rápido pero eficaz para detener la hemorragia y declaró que había que trasladar a Lisa a su casa para poder extraerle la bala.

—¿A su casa? —preguntó Morosini, inquieto—. ¿Tiene usted una clínica?

El médico le dirigió una mirada implacable.

—Si digo que la llevemos a mi casa, es porque tengo lo necesario para operar. Me ocupo de todo un distrito de montañas y de los obreros de las minas. Los accidentes son frecuentes. Bien, vamos a intentar reanimarla.

—¿Cómo es que sigue inconsciente? —preguntó Adalbert, alarmado también porque el desvanecimiento se prolongaba—. Es una chica fuerte, deportista...

—Pero tiene detrás de la cabeza un chichón del tamaño de un huevo. Ha debido de golpearse al caer en la escalera.

Unos instantes después, Lisa regresó al universo consciente. Abrió desmesuradamente los ojos al tiempo que gemía:

—¡Elsa!... Han... secuestrado a Elsa.



SEGUNDA PARTE


Regreso al pasado





8. El mensaje



Lo que había sucedido era, lamentablemente, muy simple: hacia las diez, cuando Lisa estaba llevando a Elsa a su dormitorio para ayudarla a acostarse, Marietta, que se disponía a apagar las lámparas mientras Mathias colocaba en el armero las dos escopetas que acababa de revisar minuciosamente, oyó una voz de mujer que la llamaba llorando. Pensando que una vecina se encontraba en apuros, sin siquiera pedir opinión a su esposo abrió la puerta, ya cerrada con llave, y salió para volver a entrar inmediatamente, brutalmente empujada hacia el interior por cuatro personajes vestidos de negro, enmascarados y armados.

Todo ocurrió muy deprisa: Mathias, que había cogido una de las escopetas, fue abatido por el hacha lanzada por una mano experta; a Marietta, aterrorizada, los bandidos le dispararon con un revólver para impedirle gritar y empezaron a revolverlo todo. Fue entonces cuando Lisa, atraída por el ruido, bajó la escalera. Llevaba una pistola en la mano y se disponía a hacer fuego cuando una bala la alcanzó.

—No deberías haber disparado —reprochó el hombre que parecía el jefe—. Necesitamos las joyas, y si no queda nadie para responder a nuestras preguntas...


—Queda la loca. Ella podrá decirnos dónde están. Subamos.

Cuando llegaron a la escalera, Lisa, que había caído y fingía haberse desmayado, hizo acopio de fuerzas pese al dolor y los agarró de las piernas. Sólo derribó a uno de ellos; el otro le dio un fuerte golpe con la culata del revólver y esta vez la joven se desvaneció de verdad. Había tenido el tiempo justo de ver a uno de los criminales sacando a Elsa de su habitación.

—No sé nada más, pero temo por ella —murmuró Lisa cuando, dos horas más tarde, con la bala extraída y el hombro vendado, se encontró en una de las habitaciones de Maria Brauner en compañía de ésta, de Aldo y de Adalbert—. Esa gente quiere las joyas y son capaces de torturarla para averiguar dónde las esconde. ¡Y ella no sabe dónde están!

—¿Cómo es eso? —dijo Morosini—. Usted me dijo que el águila era su más preciado tesoro junto con la rosa de plata. ¿No disponía de ellas a voluntad?

—De la rosa, sí. En lo que se refiere al águila, se la daban cuando la pedía, pero era ella la que deseaba que la guardaran sin decirle dónde. No olvide que cree ser archiduquesa. ¡Dios mío!, ¿qué van a hacerle?

—No creo que haya que temer por ella de momento —dijo Adalbert—. Esa gente cree que está loca, ¿no?

—Eso fue lo que dijo uno de ellos.

—Si tienen un ápice de inteligencia, primero intentarán calmarla y después la interrogarán. Por eso la han secuestrado en lugar de matarla.

—¿Y cuando se den cuenta de que no sabe nada?

—Lisa, Lisa, por favor... —intervino Aldo, asiéndole una mano en la que latía la fiebre—. Debe pensar un poco en usted misma y descansar. Frau Brauner la cuidará.

—De eso puede estar seguro —aprobó ésta—. Ahora no se puede hacer gran cosa. El burgomaestre ha telefoneado a Ischl y la policía llegará por la mañana, pero no será fácil encontrar el rastro de esa gente. Hans, el pescador que está en el lago haga el tiempo que haga, ha visto una barca que se alejaba de la orilla, pero con la niebla no resultaba fácil distinguir su rumbo. Le ha parecido que se dirigía hacia Steg... Vamos, Fraulein Lisa, debe dormir... Y ustedes, señores, salgan.

Ellos se levantaron y fueron hacia la puerta, pero de pronto Morosini oyó:

—Aldo...

Se volvió. Era la primera vez que Lisa lo llamaba por su nombre de pila. La ex Mina tenía que estar realmente consternada para bajar de ese modo la guardia.

—¿Sí, Lisa?

Fue ella quien buscó su mano y la apretó alzando hacia él una mirada suplicante.

—La abuela... Hay que ir a avisarla... y sobre todo velar por ella. ¡Esa gente está dispuesta a todo! Cuando se den cuenta de que no consiguen nada de su prisionera, la abuela estará en peligro. Pensarán en ella...

Emocionado ante la angustia que reflejaba el fino rostro, se inclinó para rozar con los labios los dedos crispados sobre los suyos.

—Voy ahora mismo a verla.

—No diga tonterías. Hay que esperar el barco... y el tren...

—¿Está de broma? —dijo Adalbert, que se había guardado mucho de salir—. ¿Cuántos kilómetros hay hasta Steg por el camino del lago? Unos ocho. Y una vez allí, encontraremos algún medio de transporte para los diez restantes. Y si no, continuaremos a pie.

—¿Veinte kilómetros? ¡Llegarán reventados!

—Deje de tomarnos por un par de ancianos. Cuatro o cinco horas de marcha no nos matarán. ¿Vienes, Aldo?

—Sí. Una cosa más, Lisa: ¿cómo me dijo que se llamaba su pobre amiga? Me refiero a su verdadero nombre.

—Elsa Hulenberg. ¿Por qué?

—Más tarde se lo explicaré.

Llegó a la puerta de su habitación llamándose de todo. Con lo orgulloso que estaba de su memoria, ¿cómo es que no había caído en la cuenta cuando Lisa le había contado la historia de Elsa? ¿Tan fascinado estaba por su ex secretaria como para no haberse percatado de la coincidencia? Al separarse, se había quedado con la vaga impresión de que se le escapaba algo, pero había sido incapaz de saber qué. ¡Con lo sencillo que era!

Tranquilizados sobre la suerte de Lisa, Adalbert y él salieron del albergue al cabo de un rato, equipados con prendas deportivas, sólidos zapatos y sendas mochilas que contenían una bolsa de aseo y ropa para cambiarse, y tomaron el camino de tierra que llevaba a la carretera de Bad Ischl.

—Tenemos bastante tiempo para hablar —dijo Adalbert cuando hubieron dejado atrás la casa del drama, vigilada por algunos voluntarios en espera de que llegase la policía—. Dime por qué le has pedido a Lisa que te recordara el apellido de Elsa. Cuando te lo ha dicho, has puesto una cara...

—Porque soy un imbécil y constatarlo siempre resulta doloroso. ¿A ti no te recuerda nada ese apellido, Hulenberg?

—Mmm..., no. ¿Debería?

—Acuérdate de lo que nos dijo el recepcionista del hotel en Ischl, cuando le hablamos de la villa donde el misterioso visitante de tía Vivi consideró oportuno hacer un alto antes de regresar a Viena.

—¿Dijo eso?

—Sí, señor. Dijo que la villa fue comprada «hace poco» por la baronesa Hulenberg. Esta vez te aseguro que nada me impedirá ir a dar una vuelta por allí. La próxima noche, por ejemplo.

—¿Y cuándo dormiremos?

—No me digas que esas viles contingencias todavía te detienen. Cuando uno lleva un sombrero tan bonito adornado con un penacho y el equipo completo de un natural del país, debe sentirse tallado en granito. Así que no empieces a gimotear, porque los dos vamos a necesitar armarnos de valor.

—¿Para defender a la anciana dama?

—No —respondió Morosini—. Para contarle la agradable velada que pasamos detrás de sus ventanas espiándola y enterándonos de sus pequeños secretos.

—¿Tú crees que es preciso decírselo todo?

—No hay manera de evitarlo.

—Nos pondrá de patitas en la calle.

—Es posible. Pero antes tendrá que escucharnos.

Pese a su energía, los dos hombres estaban exhaustos cuando, hacia las ocho de la mañana, entraron en Ischl y llegaron al Kurhotel Elisabeth, donde el recepcionista los recibió discretamente sorprendido por su aspecto pero sinceramente encantado de su regreso; debían de escasear los clientes.

Empezaron por sentarse a la mesa ante un copioso desayuno, antes de ir a ducharse y cambiarse de ropa; ninguno de los dos deseaba quedarse mucho rato en un cuarto que ofrecía la irresistible tentación de una mullida cama. Aunque la perspectiva no les entusiasmara, había que ir a ver cuanto antes a la señora Von Adlerstein.

Adalbert recuperó su querido coche con una viva satisfacción y la firme decisión de no volver a separarse de él.

—Cuando volvamos a Hallstatt, lo cogeremos —dijo—. Ya hice el viaje con Manzana Verde. Se puede dejar en un granero a unos dos kilómetros, aunque no sé si intentaré ir un poco más lejos.