Este se encontraba a la misma altura que la galería, pero no comunicaba con ella, lo que hacía mucho más difícil el acceso desde el exterior. Con ayuda de la linterna, Aldo constató que no había señales de que alguien hubiera trepado; con la humedad, unos zapatos más o menos embarrados habrían dejado huellas. Ninguna señal de desorden tampoco en los macizos sin flores que rodeaban la villa. El investigador estaba convencido desde que había tenido la nota en las manos: la había depositado alguien de la casa, y puesto que los sirvientes estaban fuera de toda sospecha, sólo quedaba una persona cuya complicidad no ofrecía ninguna duda: Golozieny.
—¿Ha encontrado algo? —preguntó la condesa cuando él regresó al saloncito.
—Nada, señora. O sus enemigos tienen a su disposición a un genio alado... o a un cómplice.
—Me niego a aceptar esa idea.
—Nadie puede obligarla, pero bien tiene que haber una explicación.
—En lo que a mí respecta —dijo Golozieny con voz aflautada—, me pregunto, príncipe, si usted o su amigo no podrían dárnosla. Después de todo, son los únicos extraños aquí.
—No para mí —repuso en un tono glacial Lisa, que acababa de aparecer, con un vestido largo de terciopelo verde, en el hueco de la puerta—. Si continúa por ese camino, Alejandro, no vuelvo a dirigirle la palabra.
—Usted no sería capaz de hacer eso, querida... queridísima Lisa. Usted sabe lo mucho que la admiro y...
—La admirará igual de bien en la mesa —intervino la condesa—. Si no me equivoco, Lisa, has decidido unirte a nosotros, ¿no?
—Sí. Ya le he dicho a Josef que añada un cubierto.
Con semejante preludio, la cena fue como cabía esperar: siniestra y silenciosa. Todos estaban encerrados en sus propios pensamientos y cruzaron muy pocas palabras hasta que Golozieny se aventuró a preguntar qué pensaba hacer su prima en relación con el mensaje de los secuestradores.
La señora Von Adlerstein se estremeció como si acabara de despertar, pero le dirigió una mirada furibunda.
—¡Qué pregunta tan tonta! ¿Qué puedo hacer sino obedecer? ¡Y usted debería saber que detesto esa palabra! Esperaré otro mensaje y luego... Josef sacó las joyas de su escondrijo cuando fue a buscar a Lisa y las trajo.
—Un momento, abuela —dijo Lisa—. Antes de pagar a esa gente el precio que exigen por su crimen, me parece que debemos asegurarnos de que Elsa sigue viva. Es muy fácil pedir y luego, una vez en posesión del botín, deshacerse de un testigo molesto..., suponiendo que no lo hayan hecho ya. Estamos tratando con personas para las que la vida humana no cuenta; un muerto más o menos no tiene importancia para ellos.
—¿Qué propones?
—Todavía no tengo ninguna idea, pero una cosa es cierta: no debemos decir nada a la policía. De todas formas, me parece que está un poco desbordada por el alcance del asunto y supongo que pedirá ayuda a Viena. Por cierto —añadió, volviéndose hacia Golozieny—, espero que, cuando usted regrese mañana a la capital como sin duda hará, también guarde silencio y no se precipite a recurrir a sus conocidos para movilizarlos.
El conde, ofendido, levantó el mentón hasta que la perilla formó un ángulo recto con su delgado cuello.
—¡No me tome por imbécil, Lisa! No haré nada que pueda perjudicarlas. Además, tengo intención de prolongar mi estancia aquí. La mera idea de dejarlas solas con un problema tan grave me hace cambiar de planes. Deseo cuidar de ustedes..., si me lo permiten —añadió, dirigiendo una mirada cordial a su prima.
Esta respondió con una sonrisa un poco cansada pero afectuosa.
—Es muy amable —dijo—. Puede quedarse todo el tiempo que quiera, por supuesto. Su interés nos conmueve, a Lisa y a mí.
Si la joven parecía afectada por algún sentimiento, no era desde luego el agradecimiento y mucho menos la alegría, pero Golozieny le dedicó una sonrisa tan radiante como si acabara de aceptar casarse con él.
—Perfecto. En tal caso, quizá deberíamos abreviar la velada. Esta noche, todos estamos fatigados, y Lisa necesita descansar más que ninguno.
El mensaje estaba claro: «Nos echa a la calle —pensó Morosini—. Decididamente, le molestamos.» Pero la condesa pareció aprobarlo levantándose de la mesa, y para que no hubiera lugar a dudas, dijo:
—Confieso que me siento cansada. Si les parece bien, caballeros —añadió dirigiéndose a sus invitados—, tomaremos un café y nos separaremos hasta mañana.
—Yo prescindiré del café, condesa —dijo Adalbert—. Bebo demasiado y, si tomo uno más, no dormiré.
Aldo, por su parte, pidió permiso para retirarse, pero mientras Adalbert, adivinando que necesitaba un momento, alargaba la despedida pronunciando ante la señora Von Adlerstein y su primo un pequeño discurso sobre las fórmulas de cortesía que se empleaban en el antiguo Egipto, él salió con Lisa a la galería desde la que se accedía a los salones.
—¿Tiene posibilidad de dejar abierta una de las puertas de esta casa?
—Creo que sí..., la de las cocinas. ¿Por qué?
—¿Cuándo quedará todo sumido en el silencio y el sueño? ¿Dentro de una hora?
—Algo más. Yo diría dos. Pero ¿qué quiere hacer?
—Ya lo verá. Dentro de dos horas, nos reuniremos con usted en su habitación, y arrégleselas para conseguir una cuerda.
—¿En mi habitación? ¿Se ha vuelto loco?
—He dicho «nosotros», no «yo». No saque conclusiones equivocadas y confíe un poco en mí. Claro que, si prefiere esperar en la cocina, no seré yo quien se lo impida... ¡Adalbert! —dijo en voz alta sin transición—. Nuestra anfitriona necesita descansar, no escuchar una conferencia.
—Es verdad. Soy incorregible. Le pido disculpas, querida condesa.
Los tres personajes aparecieron en la galería casi inmediatamente y encontraron a Morosini solo, con un cigarrillo entre los dedos. Lisa se había desvanecido como un sueño.
Para estar seguro de que se iban, Golozieny los acompañó hasta el coche, y Adalbert, para complacerlo, arrancó haciendo todo el ruido posible.
—¿Has decidido algo? —preguntó, adentrándose en la oscuridad del parque.
—Sí. Volveremos dentro de dos horas. Lisa se encargará de que la puerta de la cocina no esté cerrada con llave.
—¿Y los perros? ¿Has pensado en ellos?
—Ella no los ha mencionado. A lo mejor no los dejan sueltos cuando hay invitados. De todas formas, tomaremos precauciones.
Éstas consistieron en un plato de carne fría que los dos amigos, con la excusa de que habían cenado muy mal, pidieron que les subieran a sus habitaciones, acompañado de una botella de vino para que resultara más verosímil. Gran parte de la botella desapareció en un lavabo. Una hora más tarde, después de haber cambiado el esmoquin por prendas más apropiadas para una expedición nocturna, salieron discretamente del hotel y fueron hasta la orilla del río, donde Aldo había aparcado su coche nuevo.
Lo dejaron en la arboleda donde anteriormente habían escondido el Amilcar y continuaron a pie, provistos cada uno de un paquete de carne metido en el bolsillo del abrigo.
No les hizo ninguna falta, pues los perros no aparecieron. En el pequeño castillo no había ninguna luz encendida. Aliviados, llegaron a la puerta de las cocinas avanzando a paso prudente y silencioso, aunque no más que la hoja de madera, que se abrió sin emitir el menor chirrido al empujarla Morosini.
—Espero que me feliciten —dijo la voz amortiguada de Lisa—. Incluso me he tomado la molestia de engrasar los goznes.
Allí estaba la joven sentada en un taburete, tal como reveló la linterna sorda depositada sobre la mesa, a su lado, al abrir ella la portezuela. También se había cambiado de ropa; la falda de loden, el jersey de cuello alto y los zapatos deportivos resucitaron por un instante a la difunta Mina en la mente de Aldo.
—Buen trabajo —susurró éste—, pero ¿qué hace aquí? Todavía no está repuesta, y sólo necesitábamos que nos indicara cuál es el dormitorio de su amigo Alejandro.
—¿Qué quieren hacer? No irán... a matarlo —dijo Lisa, preocupada al percibir en la voz habitualmente cálida y un poco ronca de Morosini cierta resonancia metálica que anunciaba una decisión tajante.
La risa sofocada de Adalbert la tranquilizó.
—¿Por quién nos toma? No merece nada mejor, eso es indudable, pero sólo queremos raptarlo.
—¿Raptarlo? ¿Y adonde lo van a llevar?
—A un sitio tranquilo donde podamos interrogarlo lejos de oídos sensibles —dijo Aldo—. La verdad es que contábamos con usted para encontrarlo.
La joven se puso a reflexionar en voz alta, en absoluto impresionada por el plan de sus amigos:
—Tenemos la antigua guarnicionería, pero está demasiado cerca de la nueva y de los establos. Lo mejor será el cobertizo del jardinero. Pero más vale que les diga cuanto antes que Golozieny no está en su habitación.
—¿Dónde está, entonces?
—En algún lugar del parque. Tiene la manía de dar paseos nocturnos. Incluso en Viena, a veces sale a fumar un cigarro bajo los árboles del Ring. La abuela lo sabe y por eso nunca sueltan a los perros cuando él está aquí. Es una suerte que no se hayan topado con él al venir; podría haber pedido ayuda.
—No habría pedido nada de nada, y a mí me parece, por el contrario, que lo que es una suerte es que esté fuera.
—El parque es muy grande. No esperarán encontrarlo en plena noche...
Adalbert, que empezaba a tener sueño, bostezó sin contenerse antes de decir:
—Sin duda es porque está herida, pero su brillante inteligencia no acaba de comprender la situación. No vamos a ir detrás de él; vamos a esperarlo. ¿Tiene usted la cuerda?
Lisa la cogió de un banco contiguo y, sin responder al comentario, cerró la puerta de la cocina y condujo a los dos hombres a través de la oscura casa hasta el gran porche de entrada, en cuyas sombras fue fácil ocultarse.
—Es curiosa esta manía ambulatoria en un hombre de su edad —observó Vidal-Pellicorne—. Sobre todo cuando no hace un tiempo como para ponerse a soñar bajo las estrellas.
—Más que curiosa, es práctica —masculló Aldo entre dientes—. Una buena manera de ponerse en contacto con sus cómplices... Pero... chissst... me ha parecido oírlo...
Alguien se acercaba a paso tranquilo, subrayado por el crujido de la grava. El punto rojo de un cigarro brilló antes de describir una graciosa curva cuando el fumador tiró la colilla. Al mismo tiempo, aceleró el paso, de modo que la silueta del paseante no tardó en recortarse contra la oscuridad en la entrada del porche. Allí era donde Aldo lo esperaba; su puño salió como una catapulta contra la barbilla de Golozieny, que se desplomó sin decir ni pío.
—Buen golpe —comentó Adalbert—. Ahora lo atamos y nos lo llevamos.
—No olviden amordazarlo —les aconsejó Lisa, ofreciendo un pañuelo estrujado en forma de bola y un fular.
Morosini rió quedamente mientras se ocupaba de Golozieny.
—Está avanzando por el camino del crimen, querida Lisa. Y ahora, si hace el favor de guiarnos...
Ella cogió la linterna que había tenido la precaución de llevar consigo, pero no la abrió.
—Por aquí. Pero les advierto que está bastante lejos y no puedo proporcionarles una camilla...
—Nos turnaremos para llevarlo —dijo Aldo cargando el cuerpo inerte sobre un hombro.
Tardaron diez minutos largos, relevándose, en llegar a un pequeño grupo de edificios bajos situados en el fondo del parque, protegidos bajo grandes árboles y que no se podían ver desde la casa debido a los arbustos plantados delante. Lisa abrió una puerta, liberó la luz de su linterna y penetró en un cobertizo bastante grande, lleno de numerosos y variados útiles de jardinería. Dejó la linterna sobre un banco de trabajo. Mientras tanto, Morosini descargó a Adalbert del fardo del que se había hecho cargo a medio camino y lo tendió sin excesivas precauciones sobre el suelo de tierra batida. El conde profirió un gemido... Había recobrado el conocimiento y lanzaba a uno y otro lado miradas furibundas.
Aldo se agachó a su lado y le puso delante de la cara el revólver que acababa de sacar del bolsillo.
—Como tenemos algunas preguntas que hacerle, vamos a devolverle la voz, pero le advierto que, si grita, no tendré más remedio que ponerme muy desagradable.
—De todas formas, «querido» Alejandro —dijo Lisa—, nadie lo oiría. De modo que mi consejo es que responda a estos caballeros con la mayor tranquilidad posible. Es el momento de demostrar sus aptitudes de diplomático. ¿Estamos de acuerdo entonces? ¿Nada de gritos?
El prisionero dijo que no con la cabeza.
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