Fue a ella a quien Morosini vio aparecer en la puerta de los salones cuando hizo su entrada en el vestíbulo, decorado con plantas y con dos estatuas de alegorías femeninas de pechos robustos, de tamaño mayor que el natural. No siendo más que un modesto príncipe, a Morosini sólo le correspondió el honor de besar una mano regordeta como hubiera hecho con cualquier ama de casa que lo recibiera en su hogar. Esa presencia femenina era uno de los encantos del hotel: Anna Sacher sabía recibir a cada cual según su rango, y cuando se trataba de habituales, eran tratados como amigos. Tal fue el caso de Morosini. Bajo las marcadas ondas de la cabellera plateada, una alegre sonrisa iluminó el rostro todavía fresco aunque un poco rollizo.

—Verlo llegar es tan agradable como si trajera con usted el hermoso sol de Italia, Excelencia. Me alegro de poder desearle una vez más la bienvenida en el umbral de esta casa.

—Espero que me la desee muchas más veces, querida Frau Sacher.

—¡Eso sólo Dios lo sabe! Aunque desde luego no voy para joven. ¿Estará con nosotros algún tiempo?

—No tengo ni idea. Dependerá del asunto que me ha traído aquí. Aunque no es ésa la única razón por la que he venido; la otra es la velada del miércoles en la Ópera.

—¡Ah, El caballero de la rosa! Admirable, admirable. Será una gran velada. ¿Tomaremos juntos la taza de café ritual mientras suben el equipaje a su habitación?

—Tiene usted unas tradiciones encantadoras para sus amigos, Frau Sacher. Sería un pecado rechazarlas.

Entraron juntos en el Rote Café, un elegante salón tapizado de damasco rojo e iluminado con arañas de cristal, donde se apresuraron a servirles el famoso café vienés, coronado de nata y seguido de un vaso de agua helada, que a los austriacos les chiflaba. A Morosini también. Según él, era el único café europeo que rivalizaba con el de los italianos, pues los otros eran infames aguachirles.

Mientras lo saboreaban, charlaron de cosas intrascendentes y elogiaron Venecia, pero también Viena, donde, pese a las dificultades económicas, la vida mundana se recuperaba de día en día. En realidad, era indispensable si querían continuar atrayendo a los turistas del mundo entero. Sin música y sin vals, Viena dejaría de ser Viena. Al contrario que Alemania, recientemente despojada del Ruhr por Francia y que se sumía cada vez más en la anarquía y el extremismo, el bastión original del imperio de los Habsburgo se esforzaba en recuperar su alma e incluso en salvarla, pues su canciller era un sacerdote, monseñor Seipel. Este antiguo profesor de teología, convertido en diputado y posteriormente en presidente del partido socialcristiano, estaba sacando a flote la economía gracias a la creación de una nueva moneda, el chelín, y a la imposición de severos recortes presupuestarios. Al mismo tiempo, trataba de establecer una moral rigurosa, cosa que, evidentemente, no gustaba a todo el mundo, pero en conjunto Austria funcionaba bastante bien. En cualquier caso, Frau Sacher consideraba que el canciller era un hombre de bien.

—Hay momentos en que casi parece que hayamos vuelto a los buenos tiempos de nuestro querido emperador. La vieja aristocracia se atreve a ser ella misma...

—Hablando de la vieja aristocracia, quizá podría usted serme de ayuda, Frau Sacher. Quiero aprovechar mi estancia aquí para tratar de localizar a una amiga de mi madre de la que no tenemos noticias desde que acabó la guerra, y como usted conoce a toda la ciudad...

—Si está en mi mano, no tiene más que preguntar.

—Muchas gracias. ¿Podría usted decirme si la condesa Von Adlerstein sigue siendo de este mundo?

Las cejas artísticamente perfiladas de la anciana dama subieron un centímetro largo, mientras ella retorcía el motivo de perlas que formaba el centro de la cinta de terciopelo negro que le ceñía el cuello con la ilusoria finalidad de tensarlo.

—¿Por qué no iba a estar viva? Debemos de ser más o menos contemporáneas. Dicho esto, de la alta nobleza que constituye el entorno habitual de los soberanos, he conocido a más hombres que mujeres.

—No obstante, conoce a esa dama, puesto que sabe su edad.

—En realidad, la conozco sobre todo por dos razones. La primera es el revuelo que se produjo, hace unos veinticinco años, cuando casó a su hija con un banquero suizo sin ningún título de nobleza pero muy rico. Su posición en la Corte incluso se habría visto comprometida si nuestra pobre emperatriz Isabel no hubiera intervenido. Fue poco antes de morir; ella conocía bastante bien a la familia Kledermann.

—¿Y la segunda?

—Es mucho más comercial —respondió Anna Sacher riendo—. Tiene debilidad por nuestra Sachertorte y siempre que está en Viena nos compra. Lo que no es el caso en este momento, pues desde principios de verano no ha llegado ningún pedido del palacio de Himmelpfortgasse.

Morosini estaba tan contento que poco le faltó para ponerse a aplaudir. La entrañable dama acababa de proporcionarle, con la mayor inocencia del mundo, una preciosa información: la dirección que habría sido un poco raro pedir tratándose de una amiga de su madre. Se contentó con dejar escapar un suspiro, acompañado de una sonrisa melancólica.

—¡Qué mala suerte! Tendré que conformarme con dejar mi tarjeta con unas palabras. Quizá la condesa me haga llegar noticias suyas.

—Estoy segura de que no dejará de hacerlo. Estará tan encantada de volver a verlo como yo.

Eso Morosini lo dudaba, puesto que la abuela de Mina-Lisa no tenía ni idea de su existencia.

Al día siguiente por la tarde, pese a la lluvia, paseaba por Himmelpfortgasse, a unos doscientos metros de distancia de su hotel. Era una calle como tantas de las que hay en la ciudad interior, la que en otros tiempos rodeaban las murallas que el emperador Francisco José había sustituido por el Ring, el magnífico paseo circular poblado de árboles y de jardines. Y, al igual que las otras, se hallaba bordeada de casas antiguas y de dos o tres palacios, uno de los cuales atraía especialmente la vista: tres pisos de altas ventanas sobre un entresuelo y un imponente portalón cintrado, a cuyos lados unos atlantes melenudos sostenían un admirable balcón de piedra calada. Dos puertas laterales, más pequeñas, daban acceso a las plantas inferiores del palacio. Esta mansión, un poco estrecha —sólo se alineaban siete ventanas en cada piso—, se asemejaba bastante a las de la alta burguesía del siglo XVIII, pero las armas que destacaban sobre el tejadillo esculpido de la entrada principal anunciaban la aristocracia, y como aparecía un águila negra posada en una roca sobre campo de oro, Morosini no tuvo ninguna duda de que era la casa que estaba buscando, puesto que Adlerstein significaba «la piedra del águila».

El paseante estuvo un buen rato contemplándola sin que ninguno de los escasos transeúntes concediera importancia al hecho, pues en esa soberbia ciudad los visitantes se detenían a cada paso para admirar tal o cual edificio. Morosini no observó ninguna señal de vida detrás de las dobles ventanas hasta que por una de las puertas pequeñas salió un hombre con una cesta, sin duda un sirviente que iba a hacer unas compras, y de pronto se decidió. En tres rápidas zancadas alcanzó su objetivo.

—Disculpe —dijo en alemán—, me gustaría saber si este palacio es el de la condesa Von Adlerstein.

Antes de responder, el hombre se tomó tiempo para observar a ese extranjero elegante cuyo aspecto no era el de todo el mundo. El examen debió de ser satisfactorio, porque dijo:

—Lo es, en efecto.

—Muchísimas gracias —dijo Morosini con una sonrisa capaz de desarmar a cualquiera—. Suponiendo que forme usted parte de su personal, ¿podría decirme si tengo posibilidades de que la condesa me reciba? Soy el príncipe Morosini y vengo de Venecia —se apresuró a añadir al advertir un destello de desconfianza en los ojos del personaje.

Un destello, todo hay que decirlo, muy fugaz. El hielo que envolvía el ancho rostro, más ensanchado aún por unas pobladas patillas al estilo de Francisco José, se fundió como bajo un rayo de sol.

—Pido disculpas a Su Excelencia por mi ignorancia. Desgraciadamente, la señora condesa se halla ausente. ¿Desea Su Excelencia dejar un mensaje?

Aldo se tocó los bolsillos del impermeable.

—Me encantaría, pero no llevo encima lo necesario para escribir. De todos modos, puedo encargar a un botones del hotel Sacher que traiga una nota, y si su señora vuelve, espero tener el placer de verla.

—Sin duda, si es que la estancia de Su Excelencia va a ser larga. La señora condesa ha sufrido recientemente un accidente, por fortuna sin gravedad pero que la obliga a hacer reposo, y ha preferido permanecer en su residencia de verano de Salzkammergut. Si Su Excelencia le escribe, le haré llegar la carta inmediatamente.

—En tal caso, ¿no sería más sencillo darme su dirección?

—No —dijo el hombre, cuya voz untuosa se secó de golpe—. La señora condesa quiere que su correo pase por Viena. Como viaja a menudo, eso evita pérdidas. Soy de todo corazón el servidor de Su Excelencia.

Y el «servidor» se alejó en dirección a Káertnerstrasse, dejando a Morosini un poco desorientado. No por la fórmula, pues la educación austriaca solía ser tan sentimental como cortés. Lo que le parecía raro era la negativa, atenuada pero evidente, de darle la dirección solicitada. En cuanto a escribir una carta, en tales condiciones debía descartarlo. A partir de esa noche, tendría otras cosas que hacer que andar detrás de una anciana tal vez lunática. Ya empezaba a arrepentirse de haber ido hasta el palacio. Si Lisa se enteraba, podía equivocarse de medio a medio sobre su intención amistosa. Más valía dejarlo estar.

Animado por esta conclusión, Morosini decidió aprovechar la tarde que tenía por delante para refrescar sus conocimientos sobre el Tesoro de los Habsburgo. ¿Acaso no había dado a entender Simon Aronov, durante su primer encuentro, que quizás el ópalo formaba parte de él? Así pues, se dirigió a la Hofburg, la antigua residencia imperial, una parte de la cual estaba ocupada por las oficinas del gobierno y la otra por el Tesoro. Sin embargo, si bien vio un soberbio ópalo de origen húngaro, junto a un jacinto de la misma procedencia y una amatista española, no podía ser el que buscaba, pues era demasiado grande.

Se consoló admirando la magnífica esmeralda que remataba la corona imperial y los vestigios del tesoro de la orden del Toisón de oro. Le sorprendió, en cambio, no ver ninguna de las joyas pertenecientes a los últimos soberanos. Sabía que la emperatriz Isabel, la fascinante Sissi, poseía, entre otras alhajas, un fabuloso aderezo de ópalos y diamantes que le había regalado con motivo de su compromiso la archiduquesa Sofía, su tía y futura suegra, quien lo había lucido también el día de su boda. Al no verlo por ninguna parte, intentó informarse, para lo cual pidió ser recibido por el conservador, pero se encontró con un funcionario arisco que se limitó a declarar:

—Ya no tenemos ninguna de las joyas privadas. Se las llevaron al acabar la guerra, cosa francamente lamentable, sobre todo porque ese auténtico robo al pueblo austriaco nos privó del Florentino, el gran diamante amarillo procedente de los duques de Borgoña, así como de las alhajas de la emperatriz María Teresa y de... y de otras.

—¿Quién se las llevó?

—No creo que eso sea de su incumbencia. Y ahora, le ruego que me disculpe, tengo mucho trabajo.

Morosini, al verse despedido con cajas destempladas, no insistió. Como se había detenido un instante ante la cuna del rey de Roma y algunos recuerdos de María Luisa, su madre, pensó que estaría bien ir a inclinarse ante la tumba de ese joven, hijo de Napoleón y rey de Roma, que acabó su corta vida ostentando un título austriaco. Así pues, se dirigió a la cripta de los capuchinos.

No es que sintiera un afecto especial por el más grande de los Bonaparte, causante de la decadencia de Venecia. Por más que su sangre materna fuera francesa, un príncipe Morosini no podía perdonar el árbol de la libertad plantado el 4 de junio de 1797 en la plaza de San Marco, la abdicación del último dux, Ludovico Manin, y finalmente el fuego jubiloso con el que las tropas de la nueva República francesa quemaron el Libro de Oro de Venecia y las insignias del secular poder de los dux, pero el muchacho que reposaba allí, exiliado, herido en el alma y cautivo para siempre de Austria, alimentaba su amor por el romanticismo y le inspiraba una profunda compasión. Deseaba ir a saludarlo.

No era la primera vez que un monje le abría el panteón imperial fuera de las horas de visita; él sabía lo que había que hacer para conseguirlo. Los grupos de visitantes habituales —casi todos ingleses— eran invitados, antes de salir de la iglesia, a dar al hermano portero una limosna destinada a la iluminación de la cripta y a la sopa de los pobres, que el convento repartía todos los días a las dos. Morosini hacía una generosa contribución al entrar. Sin embargo, ese día encontró cierta resistencia.