Un minuto más tarde, detuvo el vehículo a cierta distancia del jardín salvaje y salió apresuradamente mientras gritaba a su compañera:
—¡No se mueva de aquí! ¿Entendido?
No se veía ninguna luz en las ventanas, pero el hecho de que la puerta, movida por las ráfagas de viento, estuviera abierta de par en par indicaba que la casa había sido abandonada precipitadamente, y Aldo temía saber la razón. Sin embargo, no dudó ni un segundo; hizo una rápida señal de la cruz y se abalanzó hacia el interior.
El tic-tac que oyó, amplificado por el miedo, se le metió en los oídos.
—¡Elsa! —llamó—. ¡Elsa! ¿Está aquí?
Un débil gemido le respondió. Guiándose por el sonido, avanzó entre las tinieblas —no había electricidad— hasta que tropezó con algo blando y estuvo a punto de caer encima. Había encontrado lo que buscaba. Solmanski y su banda no sólo habían matado a Golozieny, sino condenado también a la inocente a una muerte horrible.
—No tema. He venido a buscarla.
Sus manos palpaban un bulto alargado, hecho de mantas enrolladas y atadas de manera que a la persona que había dentro le resultara imposible levantarse e incluso ir arrastrándose hacia la puerta. Aldo llevaba un cuchillo, pero el mecanismo de relojería seguía sonando y temía perder demasiado tiempo. Así pues, tiró del bulto hasta la entrada, una vez allí lo levantó del suelo haciendo un gran esfuerzo —Elsa era alta y pesaba lo suyo— y consiguió ponérselo al hombro. Finalmente, salió, pero por un momento creyó que no lograría ir más lejos; el corazón se le salía del pecho y sentía que se ahogaba, pero el tiempo seguía apremiando. Se agarró un momento a las ramas de un seto para recuperar la respiración y, después de inspirar hondo una o dos veces, echó a andar en línea recta sin pensar en otra cosa que no fuera alejarse lo más rápidamente posible de la casa y llegar al coche, cuya silueta veía a una distancia que le pareció enorme.
Pensó que no lo conseguiría, pero de pronto vio una roca que no estaba a más de una veintena de metros. Tenía que llegar hasta allí, refugiarse detrás y desatar a la desdichada, que quizás estaba ahogándose. Sacó fuerzas de flaqueza y, apretando los dientes y tensando todos los músculos, echó a correr, subió una corta pendiente cuya hierba mojada le hizo resbalar, se agarró a un puñado de gramíneas, tiró, empujó y consiguió dejarse caer detrás de la roca con su compañera. Pensó que ésta debía de estar desvanecida, pues había permanecido inerte durante el penoso recorrido a través del jardín.
Para liberarla de las mantas que la envolvían, sacó el cuchillo y se puso a cortar las ataduras. Justo en el momento en que éstas cedieron, una violenta explosión desgarró la noche e instintivamente Aldo se arrojó encima de la mujer a fin de protegerla mejor. El cielo se incendió, se volvió rojo como en una de esas puestas de sol que anuncian viento. Morosini alargó el cuello para ver por encima de la roca: la casa había desaparecido; en su lugar, un enorme surtidor de llamas y chispas parecía brotar de las aguas del lago.
Casi inmediatamente, oyó una voz angustiada llamándolo. La condesa debía de creerlos muertos.
—¡Estamos bien! —gritó él—. ¡No tema! ¡Ahora la llevo!
La cabeza, cuyos largos cabellos se deslizaban entre las manos de Aldo, ya estaba libre. El reflejo del incendio permitió a su salvador distinguir los finos y delicados rasgos de una mujer de unos cuarenta años. Unos rasgos de una gran belleza, cuyo parecido con la emperatriz Isabel lo confundió, aunque al mismo tiempo comprendió por qué Elsa sólo aparecía con el rostro cubierto: un solo lado de su rostro estaba intacto; en el otro tenía una larga cicatriz que iba desde la comisura de los labios hasta la sien. Aldo recordó entonces que no era la primera vez que escapaba de un incendio.
De pronto, Elsa abrió los ojos: dos lagos de sombra que una súbita alegría hizo brillar.
—Franz... —murmuró—. ¡Por fin has venido!... Sabía que volveríamos a vernos...
Tendió las manos e intentó incorporarse, pero ese esfuerzo sobrepasó las pocas fuerzas que le quedaban, porque se desvaneció de nuevo.
—¡Vaya por Dios! —masculló Morosini—. ¡Sólo nos faltaba esto!
Afortunadamente, estaba recobrándose de su breve desfallecimiento. Había recuperado las fuerzas y, como valía más no eternizarse, recogió su fardo y acabó de subir hasta la carretera, donde la señora Von Adlerstein salió a su encuentro.
—¿La tiene? ¡Gracias, Dios mío! ¡Pero ha corrido usted un riesgo enorme!
—Creo que lo he conseguido gracias a sus oraciones, condesa. Ahora, si tuviera la bondad de ir a abrir la puerta del coche, me sería de gran ayuda. ¡Jamás habría pensado que una heroína de novela pudiera pesar tanto!
La anciana dama se apresuró a obedecer, no del todo tranquila todavía.
—¿No le han hecho daño? ¿Cree que está bien?
—Todo lo bien posible, por lo que he podido ver —suspiró Aldo, depositando a la mujer desmayada en el asiento trasero—. Por lo menos en el aspecto físico. El mental me preocupa más.
—¿Por qué?
—Me ha llamado Franz. ¿Acaso me parezco a ese mítico Rudiger?
La condesa, sorprendida, miró a su compañero más atentamente.
—Era alto y moreno, como usted, pero en lo demás no veo ningún parecido. Además, él llevaba bigote... No, la verdad es que no se le parece en nada. En cualquier caso, él era menos atractivo que usted.
—Es usted muy amable, pero, si no le importa, hablaremos de eso más tarde. Ya va siendo hora de que la lleve a casa.
—Y de que avisemos a la policía. ¡Sabe Dios cómo van a tomarse que hayamos tardado tanto en informarlos!
Morosini la ayudó a sentarse y a arreglar los pliegues de su largo vestido. No contestó enseguida, sino que esperó a estar al volante para decir:
—Creo que el hombre de Salzburgo ya sabe algo.
La primera reacción de ella fue de indignación.
—¿Cómo se ha atrevido? Ha sido una imprudencia...
—No. Era una precaución que más valía tomar y que habrá permitido, espero, arrestar a la banda de asesinos.
—¿Cómo lo ha hecho?
—Muy sencillo. Cuando el hombre de Salzburgo...
—Se llama Schindler.
—Bien, pues cuando ese tal Schindler se marchó de Rudolfskrone tras su entrevista con Lisa, se encontró con Adalbert... Pero tranquilícese, es un hombre más inteligente de lo que parece. Ya se había dado cuenta de que le estaban haciendo a usted chantaje. Su papel ha debido de reducirse a interceptar la carretera de Salzburgo, mientras que Adalbert y Fritz se ocupaban de la de vuelta a Ischl. Naturalmente, Vidal-Pellicorne no ha hecho la menor alusión al papel desempeñado por el conde Golozieny. Ahora está muerto y saldrá indemne de la aventura.
—¿Usted cree que, si los han pillado, sus cómplices no lo denunciarán?
—¿Cómo explicar, entonces, que les haya parecido oportuno matarlo sin dar ninguna explicación? Su situación va a ser delicada, sobre todo si añadimos la explosión de la casa.
Precisamente a causa de la explosión, Aldo se vio obligado a aminorar la marcha. Acudía gente de las granjas más cercanas, así como de Strobl, de donde llegaba un coche de bomberos haciendo sonar frenéticamente la campana.
En las inmediaciones de Ischl, encontraron una aglomeración formada por el Fiat, sus ocupantes y el coche del director Schindler más dos o tres policías. Al ver llegar a Morosini, Adalbert se precipitó hacia él, furioso:
—¡No hemos podido echarles el guante! ¡Nos han dado el esquinazo!
—¿Cómo es posible? ¿Nadie ha podido cerrarles el paso a esos miserables?
—No, ni nosotros ni la policía. Es para echarse a llorar...
—Sobre todo es increíble. ¿No han visto a nadie?
—Sí, hemos visto a la baronesa Hulenberg regresar de una cena en Saint-Wolfgang acompañada de su chófer. Se ha mostrado muy amable; hasta nos ha permitido registrar su coche, donde, por descontado, no hemos encontrado nada y desde luego ni una sola joya.
—Tal como están las cosas en este momento —intervino Schindler—, no tenemos nada contra ella y no hemos tenido más remedio que dejarla irse a su casa.
—¿Y qué ha sido del tercer criminal, el que hace media hora mató fríamente al conde Golozieny cuando éste acababa de entregarle las joyas? Haría bien en ir a echar un vistazo por allí arriba, Herr Polizeidirektor, en el cruce de San José. Hay un cadáver reciente...
El policía se apartó para dar unas órdenes mientras Aldo proseguía con amargura:
—El tercero era Solmanski, estoy seguro. Debe de andar por estos parajes con la bolsa de las joyas. Su amiga ha debido de dejarlo en un lugar tranquilo.
—Es posible que haya seguido la vía del tren que discurre junto al Wolfgangsee y cruza dos túneles antes de llegar a Ischl —dijo Schindler, que lo había oído—. El del Kalvarienberg mide 670 metros . Voy a registrarlo, aunque no tengo muchas esperanzas. Ha podido permanecer un rato escondido ahí y luego seguir a nado. Si es deportista...
—Es un hombre de unos cincuenta años, pero yo diría que está en forma. No obstante, debería interrogar a la baronesa, puesto que al parecer es su hermana. A todo esto —añadió Morosini en un tono acerbo—, ninguno de ustedes parece preocupado por la rehén.
—Por lo que veo, la han devuelto —dijo Adalbert dirigiendo un saludo a la condesa, sentada en la parte trasera del coche sosteniendo a Elsa, que parecía dormida.
—¡No ha sido tan fácil como crees! Por cierto, Herr Schindler, ¿no ha oído una explosión hace un rato?
—Sí, ya he enviado a alguien. ¿Era por la parte de Strobl?
—Era la casa en la que tenían prisionera a esa desdichada mujer. Gracias a Dios, hemos podido sacarla a tiempo. Caballeros, si no les importa, voy a llevar a la señora Yon Adlerstein y a su protegida a Rudolfskrone.
Tanto la una como la otra necesitan descansar, y además, Lisa debe de estar muy preocupada.
—Vayan, vayan. Nos veremos más tarde. Pero necesitaría una descripción minuciosa de ese tal Solmanski.
—El señor Vidal-Pellicorne le dará una muy precisa. Y a lo mejor la baronesa tiene una fotografía suya.
—Me extrañaría —dijo Adalbert—. Un hombre al que busca Scotland Yard no creo que deje que su cara decore los salones.
Morosini se marchó y al cabo de unos minutos el coche llegó al castillo, que esta vez estaba iluminado como para una fiesta. Lisa, envuelta en una gran capa verde, caminaba arriba y abajo delante de la casa. Parecía muy tranquila; sin embargo, cuando Aldo se detuvo y bajó, se arrojó en sus brazos llorando.
1 0. Una entrevista y un entierro
Adalbert empujó su taza de café, encendió un cigarrillo y apoyó los codos después de haberse apartado el mechón rebelde con un gesto maquinal.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Pensar —contestó Aldo.
—Hasta el momento, eso no nos ha llevado muy lejos.
Los dos compañeros habían regresado al hotel de madrugada. Su presencia en Rudolfskrone, adonde la señora Von Adlerstein había conseguido que trasladaran el cuerpo de su primo después de la autopsia, ya estaba fuera de lugar y quizás hubiera sido una molestia. Estaba también Elsa, cuyo estado nervioso necesitaba cuidados atentos antes de que pudiera responder a las preguntas del comisario Schindler.
Aldo hizo una seña a un camarero para que le sirviera otro café y, mientras esperaba, encendió también un cigarrillo.
—No —dijo—, y es una lástima. Lo lógico sería que fuéramos tras Solmanski, pero siempre y cuando supiéramos qué dirección ha tomado.
Hasta el momento no habían encontrado ni al conde ni las joyas, y el hecho de que el ópalo estuviera en manos del peor enemigo de Simon Aronov era lo que más les preocupaba.
—Podemos esperar un poco —dijo Adalbert, exhalando una larga voluta de humo azulado—. Schindler nos está agradecido por haberlo avisado. Quizás obtengamos algo de su investigación.
—Quizá.
Aldo no confiaba mucho en eso. Tenía la moral por los suelos. Aunque había tenido la suerte de salvar a Elsa, experimentaba una dolorosa sensación de fracaso. El Cojo le había puesto prácticamente en las manos la gema que buscaba; se la había señalado confiando en que él la consiguiera, y él había sido incapaz de hacerlo. Peor aún: quizá las indagaciones de Vidal-Pellicorne y él mismo en Hallstatt habían indicado a los asesinos el camino de la casa del lago. Esa idea le resultaba insoportable. Pero ¿cómo iba a saber que Solmanski ya estaba metido de lleno en el asunto? ¡Y a través de su hermana, nada menos! Ese hombre era el diablo en persona.
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