—No exageremos —dijo Adalbert, que parecía haber seguido en el rostro de su amigo el recorrido de su pensamiento—. Es un mal bicho capaz de lo peor, pero eso ya lo sabíamos.

—¿Cómo has sabido que estaba pensando en Solmanski?

—No era muy difícil adivinarlo. Cuando tus ojos tiran a verde, en general es que no estás pensando en un amigo... o una amiga. De todas formas, no entiendo por qué pones esa cara. El recibimiento de Lisa anoche fue bastante... prometedor, ¿no?

—¿Porque se echó en mis brazos? Eso fue porque sus nervios estaban al límite y yo fui el primero que llegó. Si Fritz o tú hubierais venido antes, habríais sido vosotros los que os hubierais beneficiado de ese desfallecimiento.

—Lo primero que hay que hacer es informar a Simon. A lo mejor él consigue localizar a Solmanski. Voy a ir a telegrafiar a su banco de Zúrich.

Estaba levantándose de la mesa para ir a hacer lo que había dicho cuando un botones se acercó a su mesa y le tendió a Aldo un sobre en una bandeja de plata. En el interior no había más de cinco palabras: «Venga. Ella quiere verlo. Adlerstein.»-Ya irás más tarde a correos —dijo, tendiéndole la nota a su amigo.

—Es a ti a quien llaman, no a mí —dijo éste con un matiz de pesar que no pasó inadvertido.

—La condesa no piensa en el uno sin el otro. En cuanto a... la princesa —desde que le había visto la cara, Aldo era incapaz de llamarla Elsa—, tú mereces su gratitud tanto como yo. Vamos.

Al llegar al castillo, encontraron a Lisa en lo alto de la gran escalera. Su sobrio vestido negro les sorprendió.

—¿Va a llevar luto por un primo lejano?

—No, pero hasta que se celebren mañana los funerales es más correcto. El pobre Alejandro no tiene familia, aparte de nosotras, así que la abuela le ofrece una tumba en el cementerio... Adalbert, va a tener que hacerme compañía —añadió, sonriendo al arqueólogo—. Elsa sólo quiere ver al que llama Franz. Es muy natural...

Había en sus palabras una nota de tristeza que a Morosini no le pasó inadvertida.

—¡Pero es absurdo! Según su abuela, no me parezco a ese hombre. ¿Por qué no la han sacado de su error?

—Porque ha sufrido demasiado —murmuró la joven con lágrimas en los ojos—. ¿Y si me atreviera a pedirle que le siga el juego, que no le diga la verdad?

—¿Quiere que me comporte como si fuera su prometido? —dijo Aldo, desconcertado—. No podré hacer una cosa así jamás.

—Inténtelo. Dígale... que tiene que volver a Viena, que... que debe someterse a una operación o... llevar a cabo otra misión, pero, por lo que más quiera, no le diga quién es. La abuela y yo tememos el momento en que se entere de que ha muerto. ¡Está tan débil! Cuando haya recuperado las fuerzas, será más fácil, ¿comprende?

Lisa le había cogido las manos a Aldo y las estrechaba entre las suyas como para transmitirle su convicción, su esperanza. Con un gesto lleno de dulzura, él se desasió, pero fue para apoderarse de los dedos de la joven y acercarlos a sus labios.

—¡Sería una abogada magnífica, querida Lisa! —dijo con su semisonrisa impertinente para ocultar su emoción—. Sabe perfectamente que haré lo que usted quiera, pero va a tener que ponerse a rezar, porque nunca he tenido dotes de actor.

—Piense en lo que ha sido su vida, mírela bien... y después deje hablar a su generoso corazón. Estoy segura de que se desenvolverá de maravilla. Josef le anunciará. Elsa está en el gabinete de la abuela.

Lisa iba a coger del brazo a Adalbert para conducirlo a otra estancia, pero Aldo la retuvo.

—Una cosa... indispensable. ¿Conocía Rudiger sus orígenes más que principescos?

—Sí. Elsa no quería que ignorase nada de ella. Por lo que yo sé, él le mostraba una tierna deferencia. Es una actitud que no podría pedirle a cualquiera, pero usted es el príncipe Morosini y no le dan miedo las reinas.

—Su confianza me honra. Haré cuanto esté en mi mano para no decepcionarla.

Un momento más tarde, Josef anunció:

—El visitante que esperaba Su Alteza.

A continuación salió después de hacer una reverencia. Aldo avanzó, dominado por un súbito nerviosismo, como si esa puerta diera a un escenario teatral y no a un saloncito tapizado de seda beis y caldeado por las llamas de una chimenea. Pese a su desenvoltura mundana, tuvo que hacer un esfuerzo para cruzar el umbral. Jamás había imaginado que un día se encontraría en una situación tan delicada. Y en cuanto su primer paso hizo chirriar las tablas del parqué, optó por inclinarse ante la imagen que sólo había entrevisto.

—Señora —murmuró con una voz tan ronca que en otro momento y en otro lugar se habría burlado de sí mismo.

Una risa fresca y ligera le respondió.

—¡Cuánta solemnidad, amigo mío!... Acérquese... ¡Tenemos tantas cosas que decirnos!

Al incorporarse tuvo la impresión de que veía doble: el rostro de la mujer que tenía enfrente, sentada en una butaca junto a la chimenea, era igual que el del busto de mármol situado a unos pasos de ella: el mismo perfil, la misma blancura. La dama de la máscara de encaje negro, el sombrío fantasma de la cripta de los capuchinos, iba esa noche de blanco: un fino vestido de lana la envolvía y un chal de muselina níveo, puesto sobre su cabellera trenzada en forma de corona, caía de manera que sólo dejaba ver la mitad intacta de su cara. Una de las manos de Elsa jugueteaba con el ligero tejido y de vez en cuando se lo acercaba a la boca, mientras que la otra estaba tendida hacia el visitante.

Éste no tuvo más remedio que acercarse. Sin embargo, sentía aumentar su incomodidad y su malestar, tal vez a causa del tono íntimo que empleaba la desconocida. Tomó la mano tendida hacia él, sobre la que se inclinó sin atreverse a tocarla con los labios.

—Perdone mi emoción —logró por fin murmurar—. Había perdido la esperanza de volver a verla algún día.

—Es verdad que la espera ha sido larga, Franz, pero no viene al caso lamentarlo, puesto que ha podido superar sus problemas de salud para venir en mi ayuda y salvarme de la muerte.

Aldo, desconcertado por un momento, recordó que supuestamente había sufrido cruelmente durante mucho tiempo a causa de las heridas recibidas en la guerra.

—Gracias a Dios, estoy mejor, y venía a verla cuando una voz secreta me guió hacia el lugar donde la tenían cautiva.

—No tenía conciencia de estar prisionera, puesto que me habían prometido llevarme a un lugar donde usted me esperaba. Hasta anoche no sentí miedo... y comprendí. ¡Dios mío!

Al ver que el terror invadía de repente la bella mirada oscura de Elsa, Aldo se emocionó, acercó un taburete a la butaca y le asió de nuevo la mano, que ahora temblaba.

—Olvide eso, Elsa. Está viva y eso es lo único que importa. En cuanto a los que se han atrevido a atentar contra su persona, a hacerle daño, tenga por seguro que haré todo lo posible para que reciban su castigo.

Los ojos de Elsa recobraron la serenidad y acariciaron a su interlocutor.

—¡Mi eterno caballero! Un día fue el de la rosa y ahora vuelve con la brillante armadura de Lohengrin.[11] —Con la diferencia de que usted no tendrá que preguntarme cuál es mi nombre.

—Y de que usted no se marchará. Porque ya no volveremos a separarnos, ¿verdad?

Había en la pregunta una nota imperiosa que no pasó inadvertida a Aldo. Pero ya se la esperaba, y también Lisa, que le había sugerido una respuesta:

—No mucho tiempo. Aunque tendré que volver pronto a Viena para... terminar el tratamiento médico que llevo recibiendo desde hace meses. Soy un hombre enfermo, Elsa.

—No lo parece. Nunca lo había visto tan apuesto. ¡Y qué bien ha hecho en quitarse el bigote! Yo sí que he cambiado mucho —añadió con amargura.

—¡No diga eso! ¡Está más hermosa que nunca!

—¿De verdad? ¿Incluso con esto?

Los dedos que llevaban un rato jugueteando nerviosamente con el velo blanco lo apartaron bruscamente, mientras Elsa volvía la cabeza para que él viera mejor la cicatriz, pendiente de la reacción de rechazo que temía y que no se produjo.

—Eso no tiene nada de terrible —dijo él con dulzura—. Además, estaba al corriente de lo que ha sufrido.

—¡Pero no había visto nada! ¿Continúa pensando que es posible amarme?

El observó un instante el brillo aterciopelado de los grandes ojos castaños, la masa sedosa de la cabellera rubia recogida en forma de corona, la finura de las facciones y la nobleza natural que ponía una especie de aureola alrededor de aquel rostro herido.

—Le juro por mi honor que no veo nada que se oponga a ello. Su belleza ha sido maltratada, pero quizás eso haya aumentado su encanto. Parece más frágil, luego más preciosa, y quien la amó antes no puede sino amarla más ahora.

—¿Todavía me ama, entonces? ¿A pesar de esto?

—No me ofenda poniéndolo en duda.

Atrapado sin darse cuenta en ese juego extraño y por esa mujer más extraña aún pero tremendamente poética, Aldo no tenía ninguna dificultad en transmitir a su voz el eco de un sentimiento cálido. En ese instante, sin duda confundiendo su deseo de salvarla por todos los medios y la atracción natural de un corazón generoso por un ser a la vez bello y desgraciado, amaba a Elsa.

Ella acababa de taparse la cara con las manos. Aldo comprendió que estaba llorando, seguramente de emoción, y prefirió guardar silencio. Fue ella quien habló:

—¡Qué tonta he sido, Dios mío, y que mal lo conocía! Tenía miedo, mucho miedo... cada vez que iba a la Ópera. Miedo de causarle horror. Pero deseaba tanto, necesitaba tanto volver a verlo... una última vez.

—¿Una última vez? ¿Por qué?

—Por esta cicatriz. Me decía que al menos tendría la dicha de verlo, de tocar su mano, de oír su voz... Después nos habríamos dado cita antes de despedirnos..., una cita a la que yo no acudiría. Y durante toda la entrevista, yo me habría negado a apartar la mantilla de encaje que me defendía tan bien... y que intrigaba a tanta gente.

—¿Cómo? ¿Sin siquiera permitirle... permitirme contemplar sus magníficos ojos? Cuando uno los mira, no ve nada más.

—¡Qué quiere!... Está claro que era una tonta...

Elsa levantó la cabeza, se enjugó los ojos con un pañuelito y, movida por el hábito, se arregló de nuevo el chal de muselina, pero sonreía.

—¿Se acuerda usted de aquel poema de Henrich Heine que me recitaba cuando paseábamos por el bosque vienés?

—Mi memoria ya no es lo que era —dijo suspirando Morosini, que apenas conocía la obra del romántico alemán por preferir la de Goethe y Schiller—. Incluso la perdí por completo durante una temporada.

—¡No puede haberlo olvidado! Era «nuestro» poeta, como también lo era de la mujer que más venero en el mundo —añadió, volviendo su mirada húmeda hacia el busto de la emperatriz—. ¡Vamos! ¡Inténtelo conmigo!


Tienes diamantes, perlas

y todo cuanto se puede desear...


»¿De verdad no se acuerda de cómo sigue?

Aldo hizo un gesto de impotencia confiando en que fuera una disculpa válida. Estaba sufriendo una auténtica tortura.

—Voy a continuar un poco y verá cómo los versos acuden a su mente, estoy segura:


Tienes los ojos más bellos del mundo.

¿Qué más quieres, amada mía?


En vista de que él seguía sin decir nada, siguió sola hasta la última estrofa:


Esos bellos ojos, los más bellos del mundo,

me han hecho sufrir un martirio

y reducido a la desesperación.

¿Qué más quieres, amada mía?


El silencio que siguió cayó como una losa sobre Aldo, al que ya no se le ocurría qué decir y que empezaba a mirar con malos ojos a Lisa. ¿Cómo había podido embarcarlo en esa aventura demencial sin darle ninguna arma? ¡Como mínimo los gustos y las costumbres de Elsa! Seguro que en aquella enorme casa había un libro de poemas de Henrich Heine. Más que incómodo, se sentía avergonzado y buscaba desesperadamente algo inteligente que decir, pero, como Elsa parecía perdida en sus pensamientos, optó por callar y esperar.

De repente, Elsa se volvió hacia él.

—Si todavía me ama, ¿cómo es que todavía no me ha besado?

—Quizá porque soy consciente de mi inferioridad. Después de todo este tiempo, ha vuelto a ser para mí la princesa lejana a la que apenas me atrevía a acercarme.

—¿Acaso no me regaló la rosa de plata? En cierto modo, estábamos prometidos— Lo sé, pero...

—¡Nada de peros! ¡Béseme!

Aldo dejó las dudas a un lado y obedeció. Se levantó del taburete, asió a Elsa de las muñecas para hacer que se levantara también y se lanzó. No era la primera vez que besaba a una mujer sin estar enamorado de ella. Eran momentos de ligera voluptuosidad, como cuando aspiraba el perfume de una rosa o acariciaba el grano liso de un mármol griego. Pensaba, al inclinarse sobre la boca que lo esperaba, que sería igual, que bastaría con dejarse llevar. Y sin embargo, fue distinto, porque a esa mujer que sentía estremecerse contra él quería ofrecerle a toda costa un instante de felicidad pura. El placer suyo no tenía ninguna importancia; lo que contaba era que ella fuese feliz, y esa necesidad de dar que sentía en sí mismo transmitió a su beso un ardor inesperado. Elsa gimió mientras todo su cuerpo se abandonaba.