El día siguiente se hizo muy largo porque no sucedió nada, salvo la llegada de una carta de Venecia que dejó a Morosini perplejo e inquieto.

Sin embargo, no eran más que unas líneas escritas por Guy Buteau preguntándole si pensaba quedarse mucho tiempo más en Austria. Todos los de la casa gozaban de una excelente salud, pero deseaban que el señor no pospusiera su regreso hasta las calendas griegas. Y fue ese aspecto anodino lo que preocupó a Aldo. Conocía demasiado bien a su apoderado para no saber que Guy no tenía la costumbre de escribir tonterías. Bajo las frases convencionales, Aldo creía adivinar una especie de llamada de socorro.

—Tengo la impresión de que ocurre algo en mi casa y de que Buteau no se atreve a decírmelo —le comentó a Adalbert.

—Es posible, pero, en cualquier caso, pensabas irte pronto, ¿no?

—Dentro de dos o tres días. Después de la cena de mañana, ya no tendré nada más que hacer aquí.

—Perfecto. Anuncia, entonces, que vas a volver.

—Haré algo mejor: voy a telefonear.

Había que contar con un mínimo de tres horas de espera para hablar con Venecia y ya eran las cinco de la tarde. Ante el visible nerviosismo de su amigo, Vidal-Pellicorne propuso su panacea personal: ir a tomar un chocolate y unos pasteles en Zauner. El tiempo seguía siendo horrendo, pero la pastelería no estaba lejos del hotel.

—Nada mejor que unos dulces para hacer la vida más agradable —argumentó el arqueólogo, que era un goloso empedernido—. Y son mucho mejores que el alcohol.

—¡Como si no te gustara también! Valdría más que me dijeras que estás un poco harto de la cocina del Kaiserin Elisabeth. No tendrás hambre a la hora de cenar.

—Pues comeremos cualquier cosa y pasaremos la velada en el bar. De todas formas, si no te apetece, quédate. Yo me voy. Ese Zauner es el Mozart de la nata montada.

Como de costumbre, la célebre pastelería-salón de té estaba a rebosar, pero acabaron por encontrar en el fondo de la sala una mesita redonda y dos sillas. También encontraron a Fritz von Apfelgrüne.

Sentado en un rincón, entre un panel de cristal grabado y tres damas rollizas que, sin parar de hablar, hacían desaparecer una increíble cantidad de pasteles, el joven comía a cucharadas, con gesto melancólico, una copa de chocolate helado con nata. Acodado en la mesa y con la cabeza hundida entre los hombros, ofrecía una imagen patética, y los recién llegados se compadecieron de él. Mientras Aldo guardaba la mesa, Adalbert se acercó al joven. Fritz levantó una mirada desanimada hacia el arqueólogo, quien pudo ver en ella incluso huellas de lágrimas.

—¿Qué pasa, Fritz? No tiene buen aspecto.

—Estoy desesperado. Siéntese, por favor.

—Gracias, pero he venido a buscarlo. Venga con nosotros, quizá podamos ayudarlo.

Sin responder, Fritz cogió su helado y se dejó trasladar, mientras Vidal-Pellicorne indicaba a la camarera con delantal de muselina adonde lo llevaba y Aldo buscaba otra silla.

—Debería tomarse un buen café —le aconsejó éste cuando se sentaron—. Parece necesitarlo.

Fritz le dirigió una mirada de perro apaleado.

—Ya me he tomado dos... con media docena de pasteles. Ahora he empezado con los helados.

—¿Qué intenta hacer? ¿Suicidarse por indigestión? Supongo que puede conseguirse, pero debe de ser largo y bastante desagradable.

—¿Qué me aconseja entonces? ¿El revólver?

—No le aconsejo nada. ¿Qué le pasa? Hasta ahora, era el rayo de sol que iluminaba la casa.

—Se acabó. He comprendido que Lisa no me quiere, que no me querrá nunca... y tal vez que incluso me detesta.

—¿Se lo ha dicho ella? —preguntó Adalbert.

—No, pero me lo ha dado a entender. La pongo nerviosa, la saco de quicio. En cuanto entro en una habitación donde está ella, se marcha... ¡Y además está la otra!

—¿Qué otra?

—Esa tal Elsa que no sé de dónde ha salido y a la que usted salvó. Yo ni siquiera había oído hablar de ella, y ahora ordena y manda en la casa. La tratan como a una princesa. Ella acepta todo eso como si fuera lo normal, y a mí me detesta a pesar de que siempre me comporto con cortesía.

—Seguro que está equivocado; no tiene ninguna razón para detestarlo. ¿Acaso no colaboró usted también la noche en que fue liberada?

—Ah, ni le debe de haber pasado por la mente. Tiene tendencia a considerarme un mueble que estorba, y esta misma mañana me ha preguntado si mi única ocupación en la vida es agobiar a Lisa con un amor que no necesita. También ha dicho que haría mucho mejor yéndome antes de que me digan claramente que estoy de más.

—¿Lisa y su tía abuela están de acuerdo?

—No lo sé. Ellas no se encontraban delante, pero no sé por qué no van a estarlo; se pasan el día las tres juntas, y cuando llego yo, me tratan como si fuera el niño que ha escapado de su aya. Poco les falta para decirme que me vaya a jugar a otra parte.

—Ya sabe lo que son tres mujeres juntas —dijo Aldo—. Deben de tener montones de cosas que decirse. Es normal que se sienta un poco perdido.

—¡Pero no hasta este extremo! Por lo menos, podrían dejarme acompañarlas cuando salen a pasear.

—¿A pasear? ¿Con este tiempo?

—¡Huy, eso no detiene a Elsa! Ella quiere salir aunque caigan chuzos de punta, dar largos paseos a pie. Le ha dado por ahí de repente; dice que es indispensable para su salud, para mantener la línea, pero exige que Lisa la acompañe. Ayer, después del entierro, fueron hasta la cascada de Hohenzollern. Lisa estaba cansada, pero Elsa no, y ha querido ir otra vez esta mañana... y esta tarde han ido no sé adónde a pie también. Yo creo que está un poco loca.

Esta vez, Aldo no dijo nada. Pensaba en esa otra mujer un poco desequilibrada a la que llamaban la emperatriz errante. También se empeñaba en realizar verdaderas proezas caminando, hasta tal punto que dejaba a sus damas de honor extenuadas.

—¿Elsa come mucho?

—Es curioso que me haga esa pregunta. Desde que está en el castillo, no come casi nada. Tía Vivi está muy preocupada por eso. Incluso le he oído decir a Lisa que desde el secuestro esa mujer no es la misma... Y cuando no ha salido, se pasa horas a solas con el busto de Sissi que está en el despacho de tía Vivi. Se le parece, eso es verdad... ¿Acaso intenta acentuar ese parecido?

—Exacto —aprobó Morosini—. Confiemos en que se le pase cuando esté en Viena. A la emperatriz no le gustaba vivir en la capital, y si Elsa se obstina en su nuevo comportamiento, habrá que instalarla en otro sitio. Usted vive en Viena. Y Lisa no se pasará la vida haciendo de fiel acompañante, se marchará.

—Yo también —afirmó Fritz—. Todavía no sé adónde, pero voy a irme.

—¿Por qué no viene conmigo a Venecia? —propuso amablemente Morosini—. Allí se distraería.

Fue mágico. El semblante desolado del pobre chico se iluminó como si un rayo de sol acabara de posarse sobre él.

—¿De verdad quiere que vaya? ¿A su casa?

—A mi casa, claro. Ya verá, es muy entretenido, y tengo una cocinera excelente... a la que Lisa conoce. Podrá hablar de ella con Celina, y practicar francés con el señor Buteau, que fue mi preceptor.

Por un momento creyó que Fritz iba a abrazarlo. El joven se limitó a darle calurosamente las gracias, se acabó el helado y se despidió. Estaba impaciente por volver a casa para empezar a hacer los preparativos y contar la buena noticia. Adalbert lo miró divertido mientras salía de la repleta sala sorteando los obstáculos.

—¿Ahora te dedicas a hacer de buen samaritano? ¡Y nada menos que con un austriaco!

—¿Por qué no? Ese muchacho no es responsable de su nacimiento, y además, si quieres que te diga la verdad, lo encuentro bastante divertido. Sobre todo cuando habla en francés.


Después de una cena frugal —Adalbert se había atiborrado de pasteles—, se instalaron en el bar para esperar allí la comunicación con Venecia que Aldo había solicitado. Con excepción de un matrimonio mayor que estaba tomando unas infusiones y de un anciano caballero, de elegancia un tanto anticuada, que hacía desaparecer tras el periódico desplegado un apreciable número de vasitos de schnaps, además del barman, por supuesto, no había nadie. Aldo, que ya se había terminado la segunda copa de coñac, empezaba a perder la paciencia cuando por fin lo llamaron; eran las nueve y media, pero estaba al habla con Venecia.

Para su gran sorpresa, Aldo oyó en el otro extremo del hilo la voz rezongona de Celina. No era habitual que la cocinera respondiese al teléfono, detestaba hacerlo. Su reacción, por lo demás, fue la típica de ella cuando estaba de mal humor.

—Ah, ¿eres tú? —dijo sin manifestar la menor alegría—. Podrías telefonear más temprano.

—No soy yo quien regula las comunicaciones internacionales. ¿Dónde están los demás?

—El señor Buteau ha ido a cenar con el señor Massaria. Mi viejo Zacearía está en cama con gripe. Y el joven Pisani anda de picos pardos con miss Campbell. ¿Qué quieres?

—Saber qué pasa. He recibido una carta del señor Buteau que me ha dejado un poco preocupado.

—¡Ya era hora de que te decidieras a pedir noticias! No se puede decir que te hayas ocupado mucho de nosotros en los últimos tiempos. Su Excelencia desaparece, y la casa podría arder que él no se preocuparía más que si fuera la caseta del perro. Además...

Morosini sabía que, si no la cortaba de manera tajante, tendría que hacer frente" a una hora de diatriba y a una factura astronómica.

—¡Basta, Celina! Para empezar, no tenemos perro, y además, no he telefoneado para aguantar tu mal humor. Te repito que me digas si ocurre algo fuera de lo normal.

La carcajada de Celina le atravesó los tímpanos.

—¿Fuera de lo normal? Entérate de que, cuando vuelvas, presentaré mi dimisión. Escucha bien lo que te digo: o ella o yo.

—Pero ¿de quién hablas?

—¡Pues de la bella Anny! No sé por qué te gastas el dinero instalándola en casa de Anna-Maria Moretti, porque está siempre metida aquí. No puedo dar dos pasos sin tropezarme con ella, y se entromete en cosas que no le incumben.

—Pero ¿qué hace ahí?

—Eso pregúntaselo a tu secretario. Está colado por ella. ¿Decías que no teníamos perro? Pues ahora tenemos uno: un perrito bien adiestrado que come de la mano de su amante y que se llama Angelo.

—¿Su amante? ¿Se ha atrevido...?

—Yo no he llevado la cesta, así que no sé si se acuesta con ella, pero a juzgar por cómo se comporta no me extrañaría. Te digo que ella se pasa la vida aquí. Y eso no ayuda precisamente al señor Buteau a hacer reinar la disciplina en tu ausencia.

—Tranquila, dentro de dos o tres días estaré ahí y pondré orden. ¿No ha habido visitas sospechosas? —añadió, pensando en los temores expresados por Anielka sobre los revolucionarios polacos.

—Si te refieres a bandidos con escopetas y cuchillos entre los dientes, no, no hemos tenido ninguna así.

—Perfecto. Entonces, escúchame bien: yo no he llamado y tú no sabes que vuelvo, ¿entendido?

—¿Quieres darles una sorpresa? Te va a costar.

—Porque tu secretario paga a un crío para que vaya a la estación a la hora de llegada de todos los trenes de largo recorrido.

—¡Caramba! Enamorado pero prudente, ¿eh? No te preocupes, voy a ir en coche. He comprado un pequeño Fiat y lo dejaré en Mestre, en el garaje de Olivetti. Vuelve con tu marido, Celina, y duerme bien.

La idea de regresar a Venecia en automóvil se le había ocurrido de pronto. Al fin y al cabo, teniendo en cuenta que pensaba llevar a Fritz, sería más sencillo. En cuanto a lo demás, a Aldo no le gustaba en absoluto el comportamiento de Anielka. Y tampoco el de ese joven imbécil que había caído en sus redes.

—Saldremos pasado mañana —concluyó, después de haber puesto al corriente a Adalbert—. La actitud de Anielka empieza a parecerme rara. Llega suplicando que la esconda, que la salve de sus enemigos, la pongo a resguardo y lo primero que hace es invadir mi casa.

—Hubo un tiempo en que eso te habría complacido.

—Sí, pero ese tiempo pasó. Hay demasiadas sombras, demasiados sobreentendidos, demasiadas cosas oscuras en esa criatura aparentemente tan luminosa. Y, sobre todo, me temo que demasiados amantes; ni siquiera estoy ya seguro de sentir simpatía por ella.

—Te recuerdo que, cuando se instaló en tu casa, se presentó como tu prometida, y supongo que cree que sigues locamente enamorado de ella.

—Enseguida le quité esa idea de la cabeza.

—¡Eso es lo que tú te crees! Yo juraría que no ha renunciado a convertirse en princesa Morosini.