—No sé si voy a poder dejarle entrar —le dijo el capuchino de servicio—. Dentro hay una dama... que viene de cuando en cuando.
—La cripta es bastante grande. Trataré de no molestarla. ¿Sabe por quién se interesa?
—Sí, porque trae flores que luego siempre vemos sobre la tumba del archiduque Rodolfo. Usted viene a visitar al duque de Reichstadt, ¿no? —añadió el monje, señalando el ramillete de violetas que Morosini había comprado antes de entrar—. De acuerdo, entre, pero intente que no lo vea; le gusta estar sola.
«Y tú no quieres perder el óbolo que voy a darte —pensó Morosini—. Es comprensible.»
—No se preocupe. Seré más silencioso que un fantasma —prometió.
El capuchino se santiguó y abrió la pesada puerta que daba acceso a las sepulturas imperiales.
Con el sigilo de un gato, Aldo bajó hacia la necrópolis de los Habsburgo. Pasó sin detenerse por delante de la primera rotonda, donde destacaba la emperatriz María Teresa, madre de la reina María Antonieta, y llegó a la segunda, dedicada al emperador Francisco II, que descansaba allí, rodeado de sus cuatro esposas, entre su hija María Luisa, la olvidadiza esposa de Napoleón I, y su nieto, el Aguilucho. La tumba de este príncipe francés, nombrado duque de Reichstadt a causa del odio de Metternich, se veía desde lejos y no se podía confundir con ninguna otra gracias a los numerosos ramilletes de violetas, frescas o secas pero casi todas adornadas con cintas con los tres colores de Francia, que cubrían el ataúd de bronce.[2] El visitante depositó su ofrenda entre las demás e hizo el signo de la cruz, aunque una vez más los versos del poeta acudían a su mente:
Y ahora, que tu Alteza duerma es preciso,
alma para quien la muerte es una curación,
que duerma en el fondo de la tumba, en la doble prisión
de su ataúd de bronce y de ese uniforme...
Duerme, no siempre miente la leyenda;
un sueño es menos engañoso a veces que un documento.
Duerme. Tú fuiste ese joven y ese Hijo aunque digan...
Ésa era la forma de rezar de Morosini.
El silencio envolvía el panteón bañado de luz gris, ese «trastero de reyes» en el que se amontonaban ciento treinta y ocho difuntos. Morosini, atrapado por la atmósfera, estaba a punto de olvidar que no se encontraba solo cuando un ligero ruido le llegó de la parte moderna de la cripta, donde dormían Francisco José, su encantadora esposa Isabel, asesinada por un anarquista italiano, y su hijo Rodolfo. Había sido un sollozo. Aldo se acercó con mucho cuidado para no revelar su presencia y vio a la mujer.
Alta y delgada, cubierta por un velo de crespón que le llegaba hasta los pies, permanecía de pie delante de la tumba en la que acababa de depositar un ramo de rosas, llorando con la cabeza inclinada y la cara entre las manos. ¿El fantasma del Dolor, o el de Sissi, que, según sabía Aldo, una noche, poco después de la muerte de su hijo, había hecho que le abrieran ese panteón para tratar de rescatar a Rodolfo del reino de los muertos?
Consciente de que espiar esa tristeza era una gran indiscreción, Morosini volvió sobre sus pasos con más precauciones aún que a la ida. Arriba se encontró de nuevo con el capuchino, que esperaba plácidamente con las manos metidas en las mangas, y no pudo evitar preguntarle si conocía a aquella dama tan impresionante.
—Entonces, ¿la ha visto?
—Sí, pero ella a mí no.
—Mejor. Es verdad que es impresionante. Incluso para mí, a pesar de que ya la he visto en varias ocasiones.
—¿Quién es?
Morosini se disponía a contribuir más a la comida de los pobres, pero el monje no aceptó.
—Ignoro quién es, créame. Sólo nuestro reverendo padre abad conoce su nombre. Lo único que sabemos nosotros es que le ha concedido una autorización que le permite venir cuando quiere. Y no es muy a menudo. En lo que a mí respecta, la he recibido dos veces.
—Tal vez se trate de algún miembro de la antigua Corte o incluso de la familia imperial.
Pero el capuchino no quería decir nada más y se limitó a mover la cabeza; luego, inclinándose ligeramente, se alejó para volver a su puesto.
Aldo se quedó unos instantes dudando. Deseaba seguir a la dama de negro a fin de averiguar, por pura curiosidad, dónde vivía. Su instinto le decía que allí había un misterio, y a él le encantaban los misterios. ¡Sobre todo cuando tenía que matar el tiempo! De modo que decidió ir a arrodillarse ante el altar mayor para rezar una corta oración y fingió prolongarla hasta que sus oídos captaron el ligero ruido de la puerta guardada por el monje: la desconocida acababa de aparecer. Morosini esperó sin moverse a que ella estuviera a punto de salir; luego, tras levantarse, hizo una rápida genuflexión y se dirigió a la salida haciendo menos ruido que un elfo. Hasta el extremo de que sobresaltó al capuchino vigilante, que ya no se acordaba de él y se disponía a cerrar la capilla.
—¿Todavía está usted aquí?
—Perdone. Estaba rezando.
Se despidió rápidamente y salió de la iglesia justo a tiempo para ver a la dama enlutada montar en una calesa con la capota subida que se puso en marcha inmediatamente. Por suerte, la circulación del atardecer no permitía al caballo ir deprisa y las largas piernas de Morosini no tuvieron demasiadas dificultades para seguirlo.
Fueron por Kaërntnerstrasse en dirección a la catedral de San Esteban, pero giraron en Singerstrasse y luego en Seilerstätte, para entrar finalmente en Himmelpfortgasse tras dar un rodeo injustificado —la iglesia de los capuchinos no estaba lejos— que había dejado sin aliento al perseguidor y hecho seria mella en su humor. Sin embargo, su curiosidad prevaleció al ver que el vehículo cruzaba el portalón del palacio Adlerstein, llevándolo al lugar al que no quería volver.
¿Qué significaba aquello? ¿Albergaba la anciana condesa a una amiga, a una pariente? Dada la fortuna familiar, la hipótesis de una inquilina era muy improbable. Y evidentemente ella no podía ser el fantasma de la cripta, que poseía la silueta y, sobre todo, los andares ágiles y rápidos de una muchacha. Pero, entonces, ¿quién podía ser esa criatura cuyas largas faldas parecían de la generación anterior? En Viena, la modernidad en las costumbres y en el vestir no había adquirido su derecho de ciudadanía, pero así y todo...
Agazapado en la sombra de una puerta cochera, enfrente del palacio, Aldo tuvo que dominar su temperamento latino para no ir a tirar de la campanilla de una casa que se había vuelto misteriosa. Habría sido una estupidez; si le abría el personaje con el que había hablado un rato antes, lo tomaría por un loco, un grosero o un espía. Además, no brillaba ninguna luz tras las altas ventanas de una casa tan silenciosa que Aldo acabó por preguntarse si no habría soñado. No tenía nada que hacer allí, de modo que era preferible marcharse. Por otro lado, el reloj lo informó de que le quedaba el tiempo justo de volver al hotel, cambiarse y comer algo antes de ir a la Ópera. Con las manos metidas en los bolsillos, echó a andar bajo la lluvia.
Dos horas más tarde, enfundado en un traje confeccionado en Londres que hacía plena justicia a su cuerpo atlético, el príncipe Morosini subía con su paso indolente la magnífica escalera de mármol del Staatsoper, considerado en Austria la obra maestra de la cultura nacional. El esplendor de ese monumento, encargado por Francisco José, permanecía intacto. Los mármoles italianos y el oro de los candelabros brillaban bajo la luz opalina de los globos de cristal. Todo parecía igual que antes. Las mujeres, con vestidos largos, lucían pieles caras y joyas admirables, aunque no todas eran absolutamente auténticas. Muchas eran bonitas, con ese encanto tan peculiar de las vienesas, y muchas también recorrían con una mirada risueña la figura del visitante extranjero, que se permitió el placer de observar a algunas de ellas.
Reinaba esa noche un ambiente festivo para escuchar El caballero de la rosa, obra reciente pero muy admirada de Richard Strauss, que figuraba desde que había sido compuesta, en 1911, en el repertorio de la Ópera, dirigida por este mismo autor. Un célebre director de orquesta alemán, Bruno Walter, iba a dirigir a dos de los mejores cantantes de la época: Lotte Lehmann en el papel de la maríscala y el barítono Loritz Melchior en el del barón Ochs. Una verdadera función de gala que presidiría el canciller Seipel en persona.
Una acomodadora vestida de negro, con un ramillete de cintas en el moño por todo adorno, abrió ante Morosini la puerta de un palco de primera fila. Sólo lo ocupaba un hombre al que Aldo no reconoció enseguida. Vestido con un traje negro impecable, estaba sentado en una de las sillas tapizadas en terciopelo de cara a la sala, de donde subía el habitual murmullo de las conversaciones sobre el confuso fondo musical de la orquesta afinando sus instrumentos.
Aldo sólo vio al principio una cabellera plateada lo bastante larga para cubrir el cuello y peinada hacia atrás, y un vago perfil del que no distinguió más que el cristal de un monóculo alojado bajo un arco ciliar. El ocupante del palco no se volvió y, como el acostumbrado bastón con empuñadura de oro parecía ausente, Morosini se preguntó si no habría cometido un error al pensar que se encontraría con su extraño cliente. Pero el equívoco sólo duró un instante.
—Pase, querido príncipe —dijo la voz inimitable de Simon Aronov—. Soy yo.
2 . El caballero de la rosa
Morosini estrechó la mano que le tendía su anfitrión y tomó asiento en la silla de al lado.
—Habría sido incapaz de reconocerlo —dijo con una sonrisa admirativa—. ¡Es asombroso!
—¿Verdad? ¿Cómo está, amigo mío?
—Si se refiere a mi salud, es excelente, pero mi estado de ánimo no es tan bueno. A decir verdad, me aburro, y es la primera vez que me pasa.
—¿Quizá sus negocios ya no son tan prósperos como antes?
—No, en ese aspecto todo va a pedir de boca. Creo que lo que pasa es que le echo a usted de menos. Y también a Adalbert. Desde finales del mes de enero, no he tenido noticias suyas.
—Era un poco difícil para él, y sobre todo muy delicado, enviarle una carta o cualquier otro tipo de mensaje. Estaba en la cárcel en El Cairo.
Morosini abrió los ojos con expresión de sorpresa.
—¿En la cárcel?... ¿Por un asunto de los servicios secretos?
—No, no —dijo el Cojo—. Por un asunto de la tumba de Tutankamon. Supusieron que nuestro amigo no había podido resistirse a la atracción de una estatuilla votiva de oro puro.
Aldo se indignó. Conocía la habilidad de su amigo con los dedos y sabía que era capaz de hacer bastantes cosas, pero no de cometer un robo por interés personal.
—Tranquilícese, el objeto ha aparecido y han soltado a Vidal-Pellicorne después de pedirle disculpas, pero ha estado encerrado una buena temporada. Supongo que no tardará en volver a verlo. ¿Acaba de llegar a Viena?
—No. Estoy aquí desde hace tres días. Quería volver a ver algunos lugares y también visitar el Tesoro imperial. ¿No me había dicho que probablemente el ópalo formaba parte de él?
—Estaba equivocado. El ópalo que se encuentra en el Tesoro no tiene nada que ver con el que buscamos.
—Sí, ya lo he visto, y también he constatado que no se hallaba expuesta ninguna de las alhajas de los dos últimos emperadores y de su familia, aunque no he conseguido enterarme de dónde están.
—Dispersas... Las joyas privadas de la familia imperial fueron retiradas el 1 de noviembre de 1918, justo antes del cambio de régimen, por el conde Berchtold, que las llevó a Suiza. Muchas han sido vendidas, y no me extrañaría que cierto banquero amigo suyo hubiera adquirido una o dos. Yo he tenido la oportunidad de examinar el aderezo que llevaba Sissi en su boda y ninguno de los ópalos es el que busco.
El diálogo fue interrumpido. Por encima del tabique de separación entre su palco y el contiguo, una dama engalanada con plumas saludó a Aronov llamándolo «querido barón» y entabló con él una conversación entrecortada, en vista de lo cual Aldo optó por dirigir su atención hacia la sala, ahora llena. Ésta ofrecía la agradable visión de una asamblea en la que las mujeres, vestidas de satén, brocado y terciopelo de diferentes colores, lucían diamantes, perlas, rubíes, zafiros y esmeraldas en el escote o en la cabellera. Aldo constató con placer que la horrible moda del pelo corto y la nuca afeitada todavía no había llegado a la alta sociedad vienesa, que sin duda no tenía como libro de cabecera La garçonne, el escandaloso libro de Paul Margueritte que causaba furor en Francia desde hacía un año. Él detestaba esa moda.
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