Era la primera vez que Morosini regresaba a casa en coche. A ese hijo de la Serenísima enamorado del mar, los barcos le bastaban. Y para los viajes fuera del país, sus preferencias se inclinaban por los grandes expresos europeos, cómodos como palacios ambulantes.
Aun así, estaba encantado con el viaje que había hecho; su artefacto funcionaba de maravilla y le iba a permitir esta llegada sorpresa, gracias a la cual esperaba descubrir qué pasaba exactamente en su casa. Llegar de puntillas no le hacía mucha gracia. La alegría que le producía regresar a su querida casa se veía afectada por ello, pero ¿podía hacer otra cosa?
Al llegar a Mestre, llevó el automóvil al único garaje de la ciudad, donde pensaba dejarlo hasta que lo necesitase de nuevo. Después, tras descartar ir en un pontón porque era un transporte lento y ya pasaban de las cuatro, tomó el tren que unía Mestre con Venecia varias veces al día. La bella del Adriático sólo estaba sujeta a la tierra por el doble cable de acero de los raíles, sobre los tres mil seiscientos metros del Ponte sulla Laguna.[12]
Cuando llegó a la estación de Venecia unos minutos más tarde, Morosini estaba seguro de que no habría nadie esperándolo, puesto que no era la hora de ningún gran tren. Sin embargo, no pudo evitar la sorpresa un tanto escandalizada del maletero que se hizo cargo de su equipaje.
—¡Jamás lo hubiera creído! ¿Usted, Excelencia, en el cercanías?
—He venido en coche hasta Mestre, y no será la última vez que tome estos trenes. Los tiempos cambian.
—¡Y que lo diga! —murmuró el hombre, señalando con la barbilla a dos hombres jóvenes, con camisa y gorro negros, que deambulaban lentamente con las manos tras la espalda—. Ahora está todo lleno de tipos de estos que no se sabe de dónde han salido y se dedican a amenazar a todo el mundo. ¡Y tienen las manos largas!
—¿Y la policía? ¿Les deja campar por sus respetos?
—No le piden su opinión. Y a ella le conviene más no actuar... ¡Ya estamos! ¡Ahí vienen!
A los milicianos les había llamado la atención ese viajero elegante que había llegado en unas condiciones que les parecían anormales.
—¿De dónde viene? —preguntó uno de ellos con el acento áspero de la Romaña y, por supuesto, sin dignarse saludar.
—De Mestre, donde he dejado mi coche. ¿Está prohibido?
Uno de los hombres, que estaba limpiándose los dientes, gruñó:
—No, pero no es normal. ¿Es usted extranjero?
—Soy más veneciano que usted y voy a mi casa.
Completamente decidido a no dejarse avasallar por esos patanes, Aldo se disponía a seguir su camino, pero aún no habían acabado con él.
—Si es usted de aquí, diga cómo se llama.
—No tiene más que preguntárselo a cualquier empleado de la estación. Todo el mundo me conoce.
—Es el príncipe Morosini —se apresuró a decir el maletero—, y en Venecia todo el mundo le quiere porque es generoso.
—¿Otro de esos aristócratas que no han dado golpe en su vida?
—Se equivoca, amigo, yo trabajo. Soy anticuario... y me alegro de saludarlo. ¡Vamos, Beppo!
Esta vez les volvió la espalda, maldiciéndose por haber tenido la idea de ir en tren. El viaje en barco le habría evitado ese encuentro desagradable, pero apartó enseguida ese pensamiento de su mente mientras embarcaba en la lancha del hotel Danieli, cuyo conductor, que había ido a recoger unos paquetes, se había ofrecido a llevarlo. El recorrido por el Gran Canal siempre representaba para él un momento de gracia y quería saborear su belleza bajo una puesta de sol de las que se veían muy pocas a las puertas del invierno. Un día como el que acababa de vivir —cielo azul y aire templado, cargado de olores marinos— era excepcional en noviembre.
Pero, cuando la lancha giró a la derecha, hacia la entrada del Rio Foscari, Morosini recibió una impresión desagradable: en la puerta de su palacio, un niñato con camisa negra que parecía el hermano pequeño de los de la estación montaba guardia con un arma en la bandolera.
—Vaya —dijo el empleado del Danieli—, parece que tiene visita, don Aldo. Esa gente empieza a ponerse pesada.
—Demasiado, desde luego —dijo él entre dientes.
sin esperar a que el visitante indeseable le hiciera la menor pregunta, atacó preguntándole qué hacía allí. El joven miliciano se sonrojó ante la mirada borrascosa del príncipe, pero eso no le hizo abandonar el tono insolente que parecía de rigor.
—Eso no es cosa suya. ¿Y usted qué quiere?
—¡Entrar en mi casa! Soy el propietario de este palacio.
El otro se apartó de mala gana y se guardó mucho de ayudar a desembarcar el equipaje. Morosini dio las gracias al conductor de la lancha y, después de dejar las maletas en medio del vestíbulo al tiempo que llamaba a Zacearía, se dirigió a su despacho. Aldo era muy sensible a las atmósferas, y no le gustaba nada la que reinaba en su casa. Incluso empezaba a sentir una vaga inquietud.
El que apareció fue Guy Buteau, pero tan pálido, tan alterado que Aldo creyó que iba a desmayarse y se acercó a él precipitadamente para sujetarlo.
—¡Guy! ¿Qué ocurre? ¿Está enfermo?
—De angustia, sí, ¡pero gracias a Dios que ya está aquí! ¿Recibió mi telegrama?
—No. ¿Cuándo lo envió?
—Anteayer. Inmediatamente después... del drama.
—Debía de estar en camino. Pero ¿de qué drama habla?
—Celina y Zacearía... han sido detenidos por los del Fascio. Y todo porque quisieron echar a la calle a ese hombre cuando pretendía instalarse aquí... ¡Cielo santo, Aldo, tengo la impresión de estar viviendo una pesadilla!
—¿Qué hombre? ¡Hable, demonios!
Incapaz de sostener la mirada fulgurante de Morosini, Buteau desvió la suya.
—El... el conde Solmanski. Llegó hace dos días. Fue su hija quien lo trajo.
—¿Cómo?
Esta vez, Aldo creyó de verdad que uno de los dos estaba volviéndose loco, y si no era Guy, tenía que ser él. ¡Solmanski! ¡Ese asesino, ese miserable en su casa! Y lo había llevado Anielka... Se concedió unos segundos para asimilarlo, pero no conseguía entender nada. A no ser que la más taimada de las mujeres le hubiera interpretado una infernal comedia afirmando que se escondía de los suyos para despistar mejor a sus supuestos perseguidores, cosa que, después de todo, a esas alturas ya no le extrañaba. Anielka se había reído de él desde su primer encuentro.
—No me digas que se han atrevido a instalarse en mi casa.
—Sí. Vinieron escoltados por unos milicianos. Celina me contó que usted llamó la otra noche, así que seguro que ya sabe que... esa mujer que decía ser su prometida se pasaba la mayor parte del tiempo aquí.
—Sí, gracias a ese imbécil de Pisani, al que Anielka ha hecho perder la cabeza y al que yo voy a calentar las orejas. Por cierto, ¿dónde está? ¿Sigue haciéndole arrumacos a su amada?
—No. Desapareció después de que ella se riera en sus narices y lo llamara pánfilo. Debe de estar escondido en algún sitio, muerto de vergüenza.
—Hace bien, eso me ahorrará echarlo a la calle. Pero cuénteme lo de Celina y su esposo. ¿Qué ha pasado exactamente?
Todo sucedió muy deprisa. Al ver llegar, cargados de maletas, a los dos Solmanski acompañados de un jefe de los Camisas Negras y decididos a instalarse en el palacio Morosini, Celina había tenido uno de sus más memorables accesos de cólera, cuya virulencia toda Venecia reconocía con una pizca de admiración. Una palabra había llevado a la otra y, ante lo que ella consideraba una violación de su territorio y una intolerable injusticia, la vehemente napolitana había dicho lo que pensaba de los nuevos amos de Italia. El efecto había sido inmediato: la habían agarrado para llevársela, y como Zaccaria había intervenido también en la trifulca para defender a su mujer, los dos habían sido detenidos por ultraje a la sagrada persona del Duce.
—Le juro que hice lo que pude para que los soltaran, Aldo, pero ese tal Fabiani que los acompañaba me amenazó con seguir la misma suerte que ellos. Dijo que Solmanski era amigo personal de Mussolini y que mandarlo a vivir en nuestra casa era un privilegio extraordinario que había que apreciar no precisamente con insultos. Le expliqué que, en su ausencia, era delicado aceptar a unos extraños bajo su techo. Pero él me replicó que su futura esposa y su padre no podían ser considerados unos extraños.
—¿Otra vez esa historia disparatada? Pues yo no le oculté a... lady Ferráis lo que pensaba al respecto.
—A lo mejor creyó que quería ponerla a prueba o Dios sabe qué. El caso es que no tuve más remedio que inclinarme si no quería dejar su casa sin vigilancia.
—A nadie se le ocurriría reprocharle nada, amigo mío —dijo Aldo, consternado—. ¿Están aquí ahora?
—En el salón de las Lacas, donde Livia ha debido de servirles el té.
—¡Se creen realmente que están en su casa! —dijo Morosini con rabia—. Pero, ahora que lo pienso, ¿cómo se las arreglan para las comidas? ¿Quién reemplaza a Celina en los fogones?
El antiguo preceptor agachó la cabeza y se puso rojo como un tomate.
—Bueno..., para el té y el café, las pequeñas Livia y Fulvia se las arreglan muy bien. De lo demás me encargo yo.
—¿Usted cocina? —dijo Morosini, atónito—. ¿Se han atrevido a pedirle eso?
—No, he sido yo quien ha decidido hacerlo. Ya sabe el amor que siente Celina por sus dominios, por sus cacerolas, y he pensado que la ausencia le sería menos penosa si... un amigo se hiciera cargo de ellos. Ya debe de estar bastante mal sin imaginar una violación de su territorio.
Aldo, emocionado, rodeó al señor Buteau con los brazos y lo estrechó unos instantes contra sí. Esa prueba de amistad hacia la que él llamaba su madre putativa le llegaba al corazón, aunque sabía desde hacía tiempo que, a través de innumerables conversaciones y controversias culinarias, los lazos tejidos entre la napolitana y el borgoñón se habían vuelto fraternales.
—Espero que vuelva pronto para decirle lo que piensa de esto —murmuró—. Ahora voy a ocuparme de los invasores, y si sólo depende de mí...
—Vaya con cuidado, Aldo —le rogó el señor Buteau—. Recuerde que nos vigilan y que al siniestro muchacho apostado en la puerta le bastaría un toque de silbato para hacer venir a un escuadrón de sus colegas. Es absolutamente preciso que permanezca con nosotros; si no, esa gente es capaz de desposeerlo de todo.
—¡Todavía no hemos llegado a esos extremos!
Sin embargo, aunque se había dirigido a la escalera dispuesto a subir los peldaños de cuatro en cuatro, aminoró la marcha a fin de tomarse el tiempo de reflexión necesario para apaciguar su cólera. Si sólo hubiera prestado oídos a su indignación, habría cruzado el umbral del salón de las Lacas y agarrado por las solapas a ese viejo demonio de Solmanski para arrojarlo directamente al Gran Canal a través de una ventana.
Al llegar al portego, la larga galería donde, bajo la mirada altiva del dux Francesco Morosini el Peloponesio, estaban reunidos los grandes recuerdos de los combates y de las glorias navales de la familia, dejó sobre uno de los arcones de marina el abrigo, los guantes y el sombrero con los ojos clavados en la puerta tras la que el enemigo permanecía agazapado. Tenía la impresión de que un gusano inmundo estaba pudriendo el fruto magnífico de su casa, madurado a lo largo de siglos de grandeza. Pero tenía cosas mejores que hacer que filosofar. Respirando hondo, como uno hace siempre antes de zambullirse, abrió la puerta con decisión y entró.
Allí estaban los dos, padre e hija, sentados a uno y otro lado de un velador antiguo que sostenía una gran bandeja de plata, él vestido de negro, como era su costumbre, con el monóculo levantando arrogantemente su poblada ceja gris, ella ataviada con un fino vestido de lana blanca, que le daba ese aire de reina de las nieves al que Aldo había sido tan sensible pero que en esta ocasión lo dejó frío.
Fue ella la primera en verlo. Tras dejar la taza, fue hacia él con las manos tendidas.
—¡Aldo! ¡Por fin has vuelto! ¡Qué contenta estoy!
Se disponía a abrazarlo, pero él la detuvo con un gesto seco y sin siquiera dedicarle una mirada.
—No estoy seguro de que sigas estándolo mucho tiempo.
Acto seguido, dirigiéndose hacia el conde, que lo miraba acercarse con una media sonrisa pero sin moverse ni un milímetro, le espetó:
—¡Largo de aquí! ¡No tiene nada que hacer en mi casa!
La ceja que sostenía el círculo de cristal lo soltó al levantarse bruscamente, mientras que Solmanski, dejando la taza, pareció replegarse sobre sí mismo. Su boca hizo un mohín de disgusto.
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