—¡Vaya recibimiento! Esperaba algo mejor de un hombre cuyas aspiraciones más profundas voy a colmar asegurando su felicidad.
—¿Mi felicidad? ¿En serio? ¿Haciendo encerrar a mi segunda madre y a mi sirviente más antiguo? ¿De verdad creía que me iba a tragar eso?
Solmanski hizo un gesto evasivo, se levantó y dio unos pasos sobre la alfombra de Savonnerie.
—Quizás aprecie a esa mujer, pero ella ha actuado en contra de sus intereses más elementales negándome hospitalidad, pese a haber sido pedida con toda cortesía por el gran hombre que se ha hecho cargo de los destinos de este país y que...
—¿Dónde cree que está en estos momentos? ¿En un mitin electoral? Yo no conozco a Benito Mussolini, él no me conoce a mí, y deseo que nuestras relaciones sigan siendo las que son. Dicho esto, la casa de los Morosini nunca ha servido de refugio a un asesino, y eso es lo que usted es. ¡Así que váyase! ¡Váyase a Roma, váyase a donde quiera, pero salga de este palacio! ¡Y llévese a su hija!
—¿Acaso su visión le ofende? Sería el primero, y hasta ahora no pensaba así.
—Hace ya bastante que cambié de opinión respecto a ella; es demasiado buena actriz para mi gusto. La espera un gran futuro en el teatro.
La protesta indignada de Anielka fue cortada en seco por su padre, que la invitó en un tono amable pero firme a retirarse a su habitación.
—Seguramente vamos a decirnos cosas poco agradables. Prefiero que no las oigas; podrías recordarlas más tarde.
Para sorpresa de Morosini, Anielka no protestó. Esbozó un gesto dirigido a la estatua rígida y sin mirada que se alzaba ante ella, pero enseguida dejó caer la mano y salió sin que sus ligeros pasos arrancaran la menor queja al entarimado. Cuando la puerta se hubo cerrado tras ella, Aldo se colocó delante del gran retrato de cuerpo entero de su madre, pintado por Sargent, que estaba enfrente del de la heroína de la familia, Felicia, princesa Orsini y condesa Morosini, cuya imperiosa belleza había fijado sobre el lienzo Winterhalter. Aldo permaneció delante del cuadro y, con las manos cruzadas tras la espalda, plantó cara al hombre que, estaba seguro, había ordenado el asesinato. La sonrisa que le dedicó entonces fue un poema de desdeñosa insolencia:
—En los tiempos en que estaba enamorado de ella, a menudo me pregunté si... lady Ferráis —en ese instante era incapaz de pronunciar su nombre— era realmente su hija. Ahora estoy seguro de que lo es; se parece demasiado a usted, y por eso ya no la quiero.
—Sus sentimientos no tienen mucha importancia. No sería el primer matrimonio que deja el corazón a un lado. Aunque la creo muy capaz de volver a conquistarlo. Su belleza es de las que no dejan a ningún hombre indiferente. Engañar es un defecto muy femenino, pero que se perdona fácilmente cuando la mujer tiene una cara de ángel y un cuerpo capaz de condenar al propio Satán.
Morosini se echó a reír.
—¡Con él sería incesto! Pero dígame, Solmanski, ¿por casualidad está pensando en convertirse en mi suegro?
—¡Muy bien! ¡Entiende usted las cosas enseguida! —repuso el otro, devolviendo un sarcasmo por otro—.
He decidido darle a Anielka, en efecto. Sé que hubo un tiempo en que la habría recibido de rodillas, pero en aquella época esa unión interfería en mis planes. Hoy, las cosas han cambiado y he venido expresamente para acordar este matrimonio.
—¡No le falta descaro! Tartufo era un aprendiz a su lado. ¿Por qué no añade que mi casa le ha parecido un excelente refugio contra las diferentes policías que lo buscan? Y no por minucias: varios asesinatos, secuestro... y robo, porque debió de tener algo que ver con el robo cometido en la Torre de Londres, ¿verdad?
El conde se ensanchó de pronto como un dondiego de día al darle el primer rayo de sol.
—Ah, ¿se dio cuenta? Es usted más inteligente de lo que pensaba, y confieso que... no estoy descontento de ese golpe. Pero, ya que saca a relucir el asunto del pectoral, y que estoy en posesión del zafiro y del diamante, creo que no tendrá demasiados inconvenientes en entregarme el ópalo, puesto que usted y Simon Aronov ya tienen la carrera perdida.
—Usted también la tiene perdida —dijo Morosini súbitamente apaciguado, pues sabía perfectamente que las joyas que tenía Solmanski eran falsas—. Si quiere esa piedra, tendrá que ir a buscarla a las entrañas de la tierra, al fondo de la cascada de los alrededores de Ischl a la que se arrojó la infeliz a la que usted había condenado a morir en el incendio provocado por una explosión. Ella prefirió el agua.
—¡Miente! —rugió el hombre, cuya nariz se encogió de un modo muy curioso.
—No, palabra de honor, aunque esa expresión debe de resultarle desconocida. El periódico austríaco que compré ayer y que está en mi maleta informa de ese accidente. En cuanto a la señorita Hulenberg, había separado el águila de diamantes del resto de las alhajas sin que sus sirvientes se enteraran. La consideraba un talismán y la llevaba siempre oculta bajo la ropa. ¡Sí, Solmanski! Durante varios días tuvo el ópalo al alcance de la mano. Desgraciadamente, se lo había puesto para lucirlo en su última cena y se lo llevó consigo a la muerte..., junto con una diadema bastante bonita que la señora Von Adlerstein le había prestado para la ocasión. Tendrá que conformarse con las joyas que robó, aunque con un consuelo: no estará obligado a compartirlas con su hermana. En el lugar donde está la baronesa, no tendrá oportunidad de llevar joyas durante mucho tiempo.
—Si la han detenido, ha sido por su culpa —dijo el conde, rechinándole los dientes—. Presumir de ello ante mí es una grave torpeza.
Un acceso de rencor había hecho que la arrogancia del supuesto polaco se desmoronara. Aldo se permitió el placer de encender un cigarrillo y de echarle el humo a su enemigo en la cara antes de declarar:
—Para mí fue una verdadera satisfacción, y no creo que a usted le cause una pena muy profunda; no es un hombre de grandes sentimientos.
—Tal vez, pero soy un hombre al que le gusta saldar sus cuentas y la suya está subiendo considerablemente. En cuanto al ópalo, no pierdo la esperanza de hacerme algún día con él; un cuerpo puede encontrarse, incluso en una cascada.
—Siempre y cuando pueda volver a Ischl, donde el Polizeidirektor Schindler le recibiría con los brazos abiertos.
—Cada cosa a su tiempo. Por el momento centrémonos en usted y su próximo matrimonio: dentro de cinco días hará de mi hija una deliciosa princesa Morosini.
—No cuente con ello —repuso Aldo.
—¿Se apuesta algo?
—¿Qué?
Los ojos del conde, fríos como los de un reptil, y los centelleantes del príncipe estaban clavados los unos en los otros. Una sonrisa cruel deformó los delgados labios de Solmanski.
—La vida de esa mujer gorda a la que usted llama su segunda madre y la de su compañero. Mis amigos y yo nos hemos encargado de que los encierren en un lugar suficientemente secreto para que la policía oficial no tenga ninguna posibilidad de encontrarlos y del que podrían desaparecer sin ninguna dificultad. Y eso es lo que les pasará si se niega.
Un desagradable hilo de sudor frío se deslizó por la espalda envarada del príncipe anticuario. Sabía que ese indeseable era capaz de cumplir su amenaza sin vacilar ni un segundo, e incluso de hacerlo con cierto placer. La idea de la muerte, quizá terrible, que Solmanski reservaba a la vieja pareja a la que quería desde su infancia le resultó insoportable, pero se negaba a rendirse tan deprisa e intentó seguir combatiendo.
—¿Tan bajo ha caído Venecia para que un monstruo como usted pueda perpetrar sus fechorías a sus anchas sin que los que la gobiernan sean capaces de impedirlo? Tengo muchos amigos entre ellos...
—Ninguno moverá ni un dedo. No es Venecia la que está cayendo en la decrepitud, es Italia entera. Ya era hora de que un hombre se alzara, y son muchos los que lo apoyan. Ahora, la ley la hacen sus servidores. Y yo tengo el honor de ser su amigo. Usted también lo será cuando le obedezca. Mussolini será mucho más grande que cualquiera de sus dux.
—Eso está por ver. Obediencia es una palabra que aquí detestamos. En cuanto a mí, no compartiría con usted ni la amistad de un santo.
—¿Eso quiere decir que se niega? Cuidado, porque si dentro de cinco días mi hija no se ha convertido en su mujer, no matarán a sus criados en el acto, sino que cada día que pase recibirá un regalo de su parte: una oreja, un dedo...
Aquello fue más de lo que Aldo podía soportar. Presa de un furor ciego, de una irreprimible necesidad de congelar para siempre esa expresión insolente, de apagar para siempre esa voz feroz, se abalanzó con todo su peso sobre el conde, que no tuvo tiempo de prever su ataque, lo derribó sobre la alfombra arrastrando junto con ellos la bandeja, que cayó haciendo un estruendo apocalíptico, y rodeándole con sus largos dedos nerviosos el cuello, empezó a apretar, disfrutando ya del primer ronquido que el otro dejó oír. ¡Qué divina sensación notar cómo se debatía bajo su fuerza implacable! Pero apareció alguien que tiró de él hacia atrás.
—¡Suéltelo, Aldo, se lo ruego! —suplicó la voz aterrada de Guy Buteau—. ¡Si lo mata, será el final para todos!
Esas palabras lograron penetrar como un trozo de hielo en el cerebro del príncipe. Sus manos aflojaron la presión y, lentamente, se levantó, sacudiendo con gesto maquinal la raya del pantalón antes incluso de secarse con el pañuelo la fina capa de sudor que brillaba en su frente.
—Perdóneme, Guy —dijo con voz ronca—. Creo que había olvidado todo lo que no era mi deseo de acabar de una vez por todas con esta pesadilla viviente. Por nada del mundo quisiera que le hiciesen daño, ni a usted ni a nadie de los que viven bajo este techo.
Sin dirigir una mirada a su víctima, a quien el antiguo preceptor ayudaba caritativamente a ponerse en pie, salió del salón dando un portazo que retumbó en todo el portego.
Anielka lo esperaba, de pie y con las manos juntas, junto al arcón donde Aldo había dejado sus cosas. La mirada que alzó hacia él era implorante y estaba cargada de lágrimas.
—¿Podemos hablar un momento a solas? —le preguntó.
—Tu padre se ha expresado por los dos. Permite, no obstante, que te felicite. Has tendido muy bien la trampa, con mano maestra; claro que has tenido un buen maestro. Y yo he sido un imbécil por dejarme engañar otra vez por tu personaje de frágil criatura perseguida por todas las fuerzas del mal. Nunca he logrado saber quién eras realmente, lady Ferráis, pero ahora ya no tengo ningunas ganas de averiguarlo. Ten la bondad de dejarme pasar.
Ella bajó la cabeza y se alejó.
Tras una breve vacilación, Aldo decidió cambiarse de ropa y salir. En la escalera se encontró con Livia, que estaba empezando a subir su equipaje. Vio que tenía los ojos rojos.
—Deje la maleta grande, la subiré yo después —le dijo—. Y no tema, Livia. Estamos viviendo una pesadilla, pero le prometo que saldremos de ésta.
—¿Y Celina y Zaccaria?
—Ellos sobre todo. Ellos más que nadie.... Pero, si tiene miedo, vaya a pasar una temporada a casa de su madre.
—¿Y dejar que Su Excelencia se haga el café? Cuando se pertenece a una casa, don Aldo, se vive con ella los buenos momentos y los malos. Y Fulvia piensa lo mismo que yo.
Morosini, emocionado, puso una mano sobre el hombro de la joven doncella y lo presionó suavemente.
—¿Qué he hecho para merecer sirvientes como ustedes?
—Cada cual tiene lo que merece.
Y Livia prosiguió su ascenso.
La noche había caído hacía ya un rato y, en la puerta del palacio, los grandes faroles de bronce mostraron a Morosini que el miliciano de guardia no era el mismo. Debían de haberlo relevado, pero el príncipe no tuvo mucho tiempo de pensar en ello, pues Zian, como si surgiera de las oscuras aguas tornasoladas por los reflejos de la luz, acababa de saltar a los peldaños musgosos.
—¡Don Aldo! ¡Virgen santa! ¿Ha vuelto? ¿Por qué no me lo han dicho?
—Porque he preferido no avisar a nadie. Ven. Vamos a coger la góndola y me llevas a la Cá Moretti. ¿Cómo es que estás aquí a estas horas? —preguntó mientras el gondolero manejaba la elegante embarcación—. ¿Ya no vigilas el palacio Orseolo?
—Desde hace dos días, no, Excelencia. Doña Adriana volvió el martes por la noche cuando yo acababa de llegar y, como aquel que dice, me echó a la calle.
—Curiosa forma de darte las gracias. ¿Qué mosca le picó?
—No lo sé. Estaba rara, como si hubiera llorado mucho... Ni siquiera estoy seguro de que me reconociera.
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