—¿Estaba sola?

—Sí, y me dio la impresión de que no traía todas las maletas que se había llevado. Seguramente ha tenido problemas.

Morosini no lo ponía en duda. No le costaba adivinar lo que debía de haber pasado entre Adriana y el sirviente griego al que soñaba con convertir en un gran cantante, por la sencilla razón de que hacía tiempo que había imaginado el escenario: o bien Spiridion se hacía famoso y encontraba sin ninguna dificultad una compañera más joven y, sobre todo, más rica, o bien no llegaba a nada pero, estando dotado de un físico bastante atractivo, encontraba una amante más joven y, sobre todo, más rica. En los dos casos, la desdichada Adriana, al borde de la ruina, acababa abandonada sin demasiados miramientos. Esa era la causa de los ojos enrojecidos y la actitud rara.

—Iré a verla mañana —concluyó Aldo.

Encontró a Anna-Maria en la pequeña e íntima habitación, entre salón y despacho, desde la que dirigía con gracia y firmeza su elegante pensión familiar. Pero no estaba sola; sentado en un sillón bajo, con los codos apoyados en las rodillas y una copa entre las manos, Angelo Pisani, con cara de preocupación, intentaba darse ánimos. La súbita entrada de Morosini le hizo levantarse inmediatamente.

—Siento invadir tu casa sin avisarte, Anna-Maria, pero quería hablar un momento contigo... ¿Qué hace usted aquí?

—No seas demasiado severo con él, Aldo —dijo la joven, cuya sonrisa expresaba el placer que le producía aquella visita inesperada—. Se ha dejado engatusar por la seudomiss Campbell y en estos momentos es el rigor de las desdichas.

—Eso no es una razón para que abandone su trabajo. Le confié mis asuntos bajo el control de Guy Buteau, y cuando no se convierte en perrito faldero, viene a llorar en tu regazo en lugar de quedarse en su puesto y hablar conmigo de hombre a hombre.

El tono mordaz hizo palidecer al joven, pero al mismo tiempo despertó su orgullo.

—Sé muy bien que había depositado su confianza en mí, príncipe, y eso es lo que me pone enfermo. ¿Cómo voy a atreverme ahora a mirarlo a la cara y, sobre todo, cómo iba a imaginar que una mujer de mirada angelical, tan exquisita, tan...?

—¿Quiere que le sugiera otros adjetivos? Jamás encontrará tantos como yo. Me había dado cuenta de que iba a enamorarse y debería haberle prohibido todo contacto con ella, aunque no me habría hecho caso, ¿verdad?

Angelo Pisani se limitó a agachar la cabeza, lo que constituía una respuesta suficiente.

—Seguirán hablando igual de bien sentados —intervino Anna-Maria—. Coja su copa, Angelo, y a ti voy a servirte una, Aldo. ¿Cómo están las cosas?

—Luego te lo cuento —respondió Morosini, aceptando la copa de Cinzano que ella le ofrecía—. Déjame acabar primero con Pisani. Relájese, amigo —añadió, dirigiéndose al joven—. Siéntese, beba un poco y conteste a mis preguntas.

—¿Qué quiere saber?

—Celina, con quien hablé por teléfono... justo antes de la catástrofe, supongo, me dijo que lady Ferráis, para llamarla por su verdadero nombre, estaba a todas horas en mi casa. ¿Qué hacía allí?

—Nada malo. No paraba de admirar el contenido de la tienda, me pedía datos, quería que le contara historias...

—¿Y... el contenido de la caja fuerte? ¿Pidió verlo?

—Sí, varias veces, aunque le había dicho que las llaves no las tenía yo, sino el señor Buteau. De todas formas, suponiendo que las hubiera tenido, le doy mi palabra de que jamás la habría abierto para ella. Eso hubiera sido traicionar su confianza.

—Está bien. Ahora te toca a ti, Anna-Maria. ¿Cómo se marchó de tu casa?

—De la manera más sencilla del mundo. Hace dos días, un hombre de entre cincuenta y sesenta años, con monóculo y cierto aspecto de oficial prusiano de civil, aunque muy distinguido, vino a ver a «miss Campbell» y pidió que le entregaran una nota. Ella salió enseguida, se abrazaron, y después ella subió a hacer las maletas mientras él pagaba la cuenta y anunciaba que volvería a buscarla. El programa fue ejecutado punto por punto; ella se despidió de mí dándome las gracias por mis atenciones, él me besó la mano, y se marcharon a bordo de un motoscaffo. Confieso que no entendí muy bien aquello, teniendo en cuenta lo que tú me habías contado.

—Pues es muy sencillo. Ese hombre, que se declara amigo personal de Mussolini y parece tener a su disposición a todo el Fascio de Venecia, se ha instalado en mi casa, ha hecho que los Camisas Negras arresten a Celina y Zacearía y, cuando he llegado, me ha anunciado que, si quiero volver a ver a mis viejos y queridos sirvientes vivos, tengo que casarme en el plazo de cinco días con su hija. Añado que el tal Solmanski es un criminal buscado por la policía austríaca y muy probablemente por Scotland Yard. Tiene, que yo sepa, al menos cuatro muertes recientes sobre su conciencia, sin contar con otras más antiguas. Supongo que también participó en el asesinato de Eric Ferráis...

—¿Y quiere que te cases con su hija? Pero ¿por qué?

—Para tenerme en sus manos. Los dos estamos metidos en un asunto gravísimo y seguramente piensa que de ahora en adelante me dominará.

—Si me permite, príncipe —dijo Angelo—, su colección de joyas antiguas también le interesa. Anny..., perdón, lady Ferráis me hablaba demasiado de ellas para que no sea así.

—No lo dudo ni por un instante, amigo mío. A ese hombre le gustan las piedras tanto como a mí, pero no de la misma forma.

La señora Moretti sirvió de nuevo a sus invitados y volvió a la carga:

—¡Pero es terrible! No irás a aceptar a esa gente en una de las principales familias de Venecia, ¿verdad?

—¿Quieres decir si voy a casarme? A no ser que un terremoto acabe con todos, desgraciadamente no se me ocurre otra manera de salvar a Celina y a Zacearía. Salvo, quizá, si tú puedes ayudarme. ¿No me dijiste que el jefe local del Fascio comía de tu mano?

—¿Fabiani? Es verdad, te lo dije, pero ahora lo hace mucho menos.

—¿Por qué?

—Ya no tenía bastante con la mano...

—Ah, entonces olvida lo que acabo de decirte. Debes pensar en tu propia protección e intentaré ayudarte... ¿Le llevo a su casa, Pisani?

—No, gracias. Quiero andar un poco. Pasear por Venecia ayuda muchas veces a encontrar un poco de paz interior. ¡Es tan bonita!

—¡Y encima se pone lírico! En cualquier caso, mañana por la mañana sea puntual. Ya va siendo hora de que volvamos a trabajar.

—Precisamente tenemos un cliente importante a las diez —dijo Angelo, repentinamente locuaz—, el príncipe Massimo, que llega de Roma esta noche. Es una verdadera suerte que haya vuelto. Al señor Buteau no le gusta mucho el príncipe.

—¡No le gusta ninguno! Al único que soporta es a mí, y porque me educó, que si no...

—También tenemos al señor Carabanchel, de Barcelona, que...

La alegría que le producía al joven asumir de nuevo las funciones de un puesto que creía perdido era conmovedora. No obstante, Morosini lo cortó diciendo que no debían aburrir a la señora Moretti con asuntos comerciales y se despidió.

Mientras Zian lo llevaba a casa, Aldo aprovechó esos momentos de paz para buscar un medio de escapar de la trampa que Solmanski y su hija le habían tendido. Era imposible seguir creyendo que Anielka había huido de su familia, cuando su padre había ido a buscarla directamente a casa de Anna-Maria nada más llegar a Venecia. Estaban conchabados y ahora jugaban sobre seguro: unas instituciones oficiales amordazadas por un poder que ya no tenía nada de oculto, una policía impotente para defender a las personas honradas... ¿El rey? Víctor Manuel III no haría nada contra un amigo del temible Mussolini. Ni tampoco la reina Elena, pese a que en otros tiempos la bella montenegrina había mantenido relaciones cordiales con la princesa Isabelle Morosini. Además, los dos estaban en Roma, que era como estar en la otra punta del mundo. Y por una sencilla razón: vigilado como sin duda estaba, Aldo no conseguiría ni siquiera salir de Venecia. Entonces, ¿a quién podía dirigirse? ¿A Dios?

—¡Llévame a la Salute! —ordenó de pronto Morosini—. Necesito rezar.

—Hay iglesias más cerca, y ya es tarde.

—Quiero ir a ésa. Mi casa está siendo víctima de la peste, Zian, y la Salute fue construida para agradecer a la Virgen que hubiera erradicado la peste de Venecia. Tal vez haga algo por mí.

La breve escala que hizo en Santa Maria, al pie del admirable Descendimiento de la cruz de Tiziano, apaciguó un poco a Aldo. Era tarde, pero era la hora de las últimas oraciones del día y en la gran iglesia redonda, apenas iluminada por unos cirios y la lámpara del coro, reinaba la calma y eso resultaba tranquilizador.

Poco devoto hasta entonces, el príncipe Morosini pensó que sin duda hacía mal en descuidar sus más simples deberes cristianos. Una oración nunca hace daño y a veces hasta es escuchada. Así pues, regresó a su palacio con una disposición de ánimo más serena, decidido a discutir paso a paso el asunto con el invasor. Quizá se viera obligado a casarse con Anielka, pero no iba a permitir bajo ningún concepto que Solmanski se instalara en su casa.

Encontró a Livia en la escalera, como cuando había salido, pero esta vez la chica bajaba con un montón de toallas.

—Doña Adriana acaba de venir —le dijo a su señor—. Está en la biblioteca con el conde... no sé qué. No consigo acordarme de su apellido.

—No tiene importancia. ¿Qué hace con él?

—No lo sé, pero al llegar ha preguntado por él.

¡Esa sí que era buena! ¿De qué demonios conocería Adriana a ese rufián de Solmanski? Sin embargo, como sería más interesante sorprender su conversación que hacerse preguntas estériles, Aldo subió los peldaños de cuatro en cuatro, recorrió el portego haciendo menos ruido que un gato y, sobre todo, esforzándose en refrenar la cólera que lo invadía al pensar que «el otro» tenía la desvergüenza de instalarse en «su» biblioteca, considerada una especie de santuario.

Al llegar a su destino, se apoyó contra la puerta, pues sabía que podría abrirla sin que emitiera el más leve chirrido. La voz de su prima le llegó de inmediato. Lo que decía, tensa e implorante, era más que extraño:

—¿Cómo es que no entiendes que tu presencia aquí constituye para mí una oportunidad inesperada? Estoy arruinada, Román, completamente arruinada..., sin un céntimo. Me queda la casa y lo poco que todavía hay dentro. Así que, cuando llegué anteayer y te vi con tu hija, no me atrevía a dar crédito a mis ojos. Comprendí que mi suerte iba a cambiar...

—No sé por qué. Y además, tu visita es una locura.

—No pasa nada. Aldo no está.

—¡Que te crees tú eso! Llegó hace un rato y podríais haberos encontrado.

—No sé qué tendría de malo. Es mi primo, prácticamente lo he criado y me quiere mucho. Mi visita sería la cosa más normal del mundo.

—No sé adónde ha ido, pero puede volver en cualquier momento.

—¿Y qué? Tú estás en su casa, llego yo, acabamos de conocernos y charlamos. Todo de lo más normal. Román, por favor, tienes que hacer algo por mí. Recuerda que en otros tiempos me amabas. ¿O es que has olvidado Locarno?

—Has sido tú quien lo ha olvidado. Cuando te envié a Spiridion para que te ayudara en tu tarea, no imaginé ni por un instante que fueras a convertirlo en tu amante.

—Lo sé, perdí la cabeza..., pero he recibido un buen castigo. Compréndelo: tiene una voz maravillosa y yo estaba segura de que conseguiría convertirlo en uno de nuestros mejores cantantes. Si hubiera aceptado ser razonable, trabajar, pero es incapaz de someterse a ninguna disciplina, de aceptar la menor obligación... Beber..., beber y andar detrás de las chicas, y sobre todo no hacer nada. Ésa es la clase de vida que le gusta. ¡Es un monstruo!

Se oyó la risa seca de Solmanski.

—¿Por qué? ¿Porque te dijo que te quería y tú fuiste tan tonta como para creerlo?

—¿Por qué no iba a creerlo? —replicó, indignada, Adriana—. ¡Sabía demostrármelo muy bien!

—En una cama, no lo dudo. ¿Y dónde está ahora?

—No lo sé. Me... dejó en Bruselas, y tuve que vender las perlas para pagar el hotel y volver a Venecia. ¡Ayúdame, Román, por favor! ¡Me lo debes!

—¿Por lo que hiciste aquí? Ya cobraste, si no recuerdo mal, y no poco.

El diálogo proseguía, suplicante por una de las partes, cada vez más seco por la otra, pero Morosini había recibido un golpe tan brutal y cruel que había tenido que apoyarse en una de las consolas. ¡De modo que la R. de la carta encontrada en casa de Adriana y que Aldo no se había decidido a restituir era Solmanski! Todo encajaba: el lugar de encuentro, la relación amorosa que había convertido a la sensata condesa Orseolo en un instrumento dispuesto a cualquier cosa para saciar la pasión que ese hombre le había inspirado y su perpetua necesidad de dinero. Y ahora resultaba muy fácil adivinar en qué había consistido esa cualquier cosa: para ofrecer a su amante el zafiro de los Morosini, Adriana no había dudado en matar a la princesa Isabelle, que la quería como a una hermana pequeña.