Aldo la había cogido de la mano y la había llevado hacia la escalera.

—Ven conmigo. Tú también, Zaccaria.

Los había conducido hasta el dormitorio que había sido de su madre y donde nadie volvería a entrar: cruzados como las alabardas de invisibles guerreros, dos largos remos de góndola con los colores de los Morosini, clavados sobre la doble puerta, condenaban la habitación.

—¿Lo ves? Fulvia y Livia la han limpiado y han cerrado las contraventanas, y Zian, por orden mía, ha puesto esto. En cuanto a... doña Anielka, he dado órdenes de que le preparen la habitación de los Laureles, reservada hasta ahora para los invitados importantes.

Celina, durante unos instantes muda de emoción, había recobrado la voz para preguntar:

—¿Y tú también te trasladarás allí?

—No tengo ninguna razón para dejar mis aposentos habituales.

—¿En la otra punta de la casa?

—¡Pues claro! Compartiremos el techo, pero no la cama.

—¿Y... su padre?

—Después de la ceremonia de esta noche, no volverá a poner los pies aquí. Se lo he exigido y ha aceptado. ¿Crees que podrás vivir en esas condiciones... incluso cuando yo no esté?

—Podré hacerlo, no te preocupes. Y ahora me voy a la cocina. A mi casa. Mientras yo esté aquí, podrás comer tranquilo.

Ahora estaba allí, con su vestido de tafetán negro y una mantilla en la cabeza, rezando con una aplicación apasionada que le formaba una arruga en el entrecejo.

La aceptación del compromiso fue una dura prueba para Morosini. Había prometido amar a su compañera y, por primera vez en su vida, había hecho una promesa sabiendo que no la cumpliría. Era una sensación desagradable y se esforzó en borrarla pensando que ese matrimonio no era sino una mascarada y el juramento una simple formalidad. ¿Acaso la que se había convertido en su mujer no había dicho lo mismo cuando se casó con Eric Ferráis? Con el resultado de todos conocido. Por un instante, se preguntó qué sentiría en esos momentos aquella mujer de cara angelical y cuerpo de ninfa a la que no se había dignado mirar. Ni siquiera cuando sus manos se habían unido para recibir la bendición nupcial dada por un sacerdote de San Marco que era primo de Anna-Maria y viejo amigo de Aldo.

Cuando le ofreció el brazo para salir de la capilla y subir al salón de las Lacas, donde habían preparado un piscolabis —las normas de la hospitalidad lo imponían—, notó que le temblaba la mano.

—¿Tienes frío? —preguntó.

—No..., pero ¿no me vas a dedicar ni una sonrisa la noche de nuestra boda?

—Perdona. Dadas las circunstancias, no creo que pueda conseguirlo.

—¡Y pensar que no hace mucho decías que me amabas! —dijo ella, suspirando—. Estabas dispuesto a cometer cualquier locura por mí.

—¿No hace mucho? ¡A mí me parece que han pasado siglos! Cuando se quiere conservar el amor de un hombre, hay medios que vale más no utilizar.

—El responsable de eso es mi padre y...

—Por favor, no me tomes por imbécil. Os habíais puesto de acuerdo, y él no estaría aquí si tú no lo hubieras llamado.

—¿No puedes comprender que te quiero y que quería ser tu esposa? Cuando se es una verdadera mujer, todos los medios son buenos para lograr el objetivo deseado.

—¡Estos no! Pero, si no te importa, vamos a atender a nuestros invitados. Ya tendremos tiempo después para hablar del modus vivendi que he decidido para nosotros.

Habían llegado a la estancia donde estaba el bufé bajo la vigilancia de Zaccaria, que presentaba una bandeja con copas de champán. Aldo ofreció una a su mujer, esperó a que todos estuvieran servidos, cogió la suya y dijo:

—Espero que perdonen la sencillez de esta ceremonia, amigos, pero no hemos tenido mucho tiempo para prepararla. Además, yo no habría querido que hubiese sido de otro modo. No obstante, deseo darles las gracias. No por su amistad, porque la conozco desde hace mucho tiempo, porque nunca me ha faltado y porque acaban de demostrármela una vez más estando presentes esta noche. En lo sucesivo habrá aquí una mujer que espero que también sepa conquistarla. Les propongo brindar por la nueva princesa Morosini.

—¡Eso es! —exclamó Fabiani—. ¡Brindemos por la princesa y por la felicidad de su esposo! ¿Qué hombre no desearía estar en su lugar? En lo que a mí respecta, me siento dichoso de transmitir las felicitaciones del Duce y su vivo deseo de recibir próximamente en Roma a una pareja que goza de toda su simpatía, puesto que ha sido unida gracias a su viejo amigo el conde Román Solmanski, a quien quiero incorporar a este brindis en honor de sus hijos.

Si Aldo había confiado en que el interesado se abstuviera de asistir a la pequeña recepción, se había equivocado. Durante el oficio había sido muy discreto, es verdad, pero ahora avanzaba con una sonrisa triunfal en los labios hacia su cómplice, que lo abrazó dándole unas palmadas en la espalda. Luego, el conde tomó la palabra:

—Gracias, querido amigo, gracias de todo corazón. Y gracias también al gran hombre que ha tenido el detalle de dedicar un instante de su valioso tiempo para dirigir un mensaje tan cálido a mis queridos hijos. Es muy posible que dentro de poco aceptemos encantados su invitación y que...

¿Sus «queridos hijos»? Confundido por tanta desfachatez y persuadido de que Solmanski había mentido una vez más y pensaba incrustarse en su vida, Morosini iba a dar rienda suelta a su cólera increpándolo duramente cuando una voz glacial, con un marcado acento inglés, interrumpió a ese suegro excesivamente afectuoso:

—Si yo fuera usted, Solmanski, revisaría mis planes de viaje. Va a tener que renunciar al castillo Sant'Angelo en beneficio de la Torre de Londres.

Más pterodáctilo que nunca con su macfarlane de un amarillo sucio y su gorra de dos viseras, al estilo de Sherlock Holmes, el superintendente Gordon Warren estaba en la entrada del salón acompañado del comisario Salviati, de la policía de Venecia. Al ver que había damas presentes, se descubrió, pero ese hecho no le impidió avanzar hasta su objetivo. Este, que se había quedado pálido, adoptó una actitud arrogante:

—¿Qué significa esto y qué ha venido a hacer aquí?

—Detenerlo en virtud de una orden internacional y en nombre del rey Jorge V, así como en el del presidente de la República federal de Austria, que me ha dado poderes para hacerlo. Se le acusa...

—¡Un momento, un momento! —lo interrumpió Fabiani—. Esto es de locos. Estamos en Italia y aquí no se acepta ninguna orden inglesa, austríaca o incluso internacional. Gracias a Dios, tenemos un poder fuerte que no se deja avasallar por el primero que llega. Y a usted, Salviati, esto le va a causar serios problemas.

El comisario se limitó a encogerse de hombros y a hacer un gesto que expresaba perfectamente que la amenaza no le preocupaba mucho. Por lo demás, Warren acabó con esas protestas dirigiéndose esta vez al pomposo personaje que había puesto una mano tutelar sobre los hombros de Solmanski.

—¿Es usted el commendatore Fabiani?

—Por supuesto.

—Tengo una carta para usted escrita de puño y letra del Duce. Lo he visto esta mañana después de haber sido recibido por Su Majestad el rey Víctor Manuel III, a quien he entregado una carta de mi soberano. Cuando ha sido puesto al corriente de las hazañas de su protegido, el señor Mussolini no ha considerado conveniente renovar una amistad tan perjudicial para la imagen de un jefe de Estado.

Fabiani leyó el mensaje y se puso rojo como un tomate, pero rectificó su actitud, dio un taconazo y se inclinó:

—En estas condiciones, sería muy inapropiado oponerme a la justicia de mi Duce. Salviati, encierre a este hombre hasta que el superintendente Warren se lo lleve a Inglaterra y proporcione a éste toda la ayuda necesaria a fin de que el traslado se efectúe de manera satisfactoria.

Príncipe Morosini, me siento infinitamente halagado por haber podido asistir a esta fiesta familiar, pero lo compadezco con toda mi alma.

Y sin una mirada para el hombre al que un momento antes abrazaba afectuosamente, el commendatore giró sobre sus talones y se dirigió hacia la salida lo más deprisa posible, dejando a los asistentes estupefactos por un cambio de opinión tan radical.

En cuanto a Solmanski, estaba rabioso:

—¡Váyanse al diablo usted y su Duce! ¿Así es como agradecen los favores que les he hecho? Y además, me gustaría saber de qué se me acusa.

—¿Ya no se acuerda? —ironizó Warren, que mientras tanto había ido a estrecharle la mano a Morosini—. ¡Eso es lo que se llama tener una memoria acomodaticia! Se le acusa de haber asesinado el 27 de noviembre de 1922, en Whitechapel, al hombre conocido con el nombre de Ladislas Wosinski...

—¡Eso es ridículo! Se ahorcó después de haber escrito una confesión responsabilizándose de la muerte de sir Eric Ferráis, mi yerno.

—No. Usted lo ahorcó. Y tuvo la mala suerte de que hubo un testigo, un prendero judío que vivía en la misma casa y que ya lo había visto en acción durante un pogromo en Ucrania, donde usted hizo de las suyas en la época en que se llamaba Ortchakov. Ese infeliz tenía tanto miedo que al principio le pareció más prudente callar, pero lo contó todo cuando le mostré una fotografía suya tomada en el momento del juicio de su hija. Además, se le acusa de haber encargado el robo en la Torre de Londres, el pasado mes de octubre, del diamante conocido con el nombre de la Rosa de York. Pagó generosamente a sus dos cómplices, pero, desgraciadamente, ellos no se pusieron de acuerdo en el reparto. Se les oyó discutir, los arrestaron e hicieron una confesión completa. La continuación de sus delitos compete sobre todo a la policía austríaca, pero...

—¡Aldo! —exclamó Franco Guardini precipitándose hacia Anielka—. Tu mujer se encuentra mal.

Profiriendo un débil grito, la joven acababa de caer sin conocimiento sobre la alfombra. Morosini acudió, levantó el delgado cuerpo y lo sacó del salón mientras llamaba a Livia para que le dispensara los cuidados necesarios.

—Si quieres, yo me ocupo de ella —propuso Guardini, que lo acompañaba.

—Encantado, amigo. Te lo agradezco, porque debo volver al salón.

—¡Vaya historia! Esta pobre chica no va a olvidar el día de su boda.

—¡Ni yo tampoco! —repuso Aldo, que ya no sabía muy bien si se sentía más aliviado que afligido. Aliviado por el hecho de que su detestable suegro fuera a recibir su castigo, pero afligido porque el superintendente y su orden de arresto no hubieran llegado una hora antes. Apenas sesenta minutos, y habría evitado ese matrimonio que lo exasperaba. Ahora iba a tener que pasar la vida junto a una mujer a la que ya no amaba y a la que, por si fuera poco, tendría que consolar. Sin contar la agradable perspectiva de tener por suegro a un criminal bajo cuyos pies se abriría una mañana la trampilla del patíbulo de Pentonville.

Al regresar al salón, encontró a Anna-Maria en la puerta con expresión de perplejidad.

—¿Quieres que vaya a ocuparme de ella?

—Depende. ¿Trabasteis amistad cuando estaba en tu casa?

—No. Yo era para ella una hostelera.

—En ese caso, no hace falta que hagas nada más. Gracias por haber venido —añadió, inclinándose para besarla—. Iré a verte pronto. Zaccaria te acompañará a tu góndola.

Cuando entró de nuevo en el salón, Solmanski tenía las esposas puestas y dos policías a las órdenes del comisario Salviati se disponían a llevárselo. Al cruzarse con Morosini, el prisionero desplegó una sonrisa malévola.

—No vaya a creer que ha acabado conmigo..., yerno. Todavía no me han colgado y dejo a su lado a alguien que mantendrá vivo mi recuerdo.

—No sea tan optimista, Solmanski —aconsejó Warren—. Yo soy como los dogos de mi país: cuando encuentro un hueso, ya no lo suelto.

—Ya veremos... ¡Hasta la próxima, Morosini!

El superintendente se disponía a seguir el cortejo cuando Aldo lo retuvo.

—Supongo que no se irá ahora mismo a Londres, querido Warren, y espero que me conceda el placer de ofrecerle hospitalidad.

La sombra de una sonrisa pasó por el rostro cansado del policía.

—Aceptaría encantado, pero temo ser inoportuno una noche como ésta.

—¿Inoportuno usted? Lo único que lamento es que no haya llegado antes. No me encontraría en estos momentos casado a la fuerza y medio deshonrado. Quédese, superintendente. Cenaremos juntos y charlaremos. Creo que tenemos muchas cosas que contarnos.

- All right! Voy con Salviati para recoger la maleta que he dejado en la comisaría y vuelvo.