Hacia las diez de la mañana, Morosini fue a casa del señor Massaria, su notario, para hacer un testamento en el que repartía sus bienes entre Guy Buteau, Adalbert Vidal-Pellicorne y la pareja Celina-Zaccaria. Después volvió a casa para ocuparse de los asuntos atrasados con el alma mucho más serena. Si moría, Anielka y Adriana no recibirían ni una migaja de su fortuna.
El banquero luxemburgués cerró el estuche con el grifo de oro y rubíes, se lo guardó en un bolsillo, estrechó efusivamente la mano de Morosini y se puso los guantes.
—Nunca podré agradecérselo bastante, querido príncipe. Mi madre va a sentirse muy feliz de recibir por Navidad esta joya de familia desaparecida hace un centenar de años. Va a ser una verdadera sorpresa. La verdad es que hace usted milagros.
—Usted me ha ayudado. Es paciente y yo soy obstinado; la suerte ha hecho el resto.
Morosini miró a su cliente embarcar en el Giudecca, con el que Zian iba a llevarlo a la estación. Faltaban dos días para Navidad y el luxemburgués no podía perder tiempo, pero al menos se marchaba feliz.
El no podía decir lo mismo. La alegría de su cliente y la cercanía de la Navidad aumentaban su lasitud. Sobre todo cuando se acordaba del año anterior. En esa época, Adalbert y él habían conseguido recuperar el diamante del Temerario para Simon Aronov. Además, el palacio Morosini sólo deploraba la ausencia de Mina en torno a una mesa de Nochebuena en la que un jovial trío tapaba sólidamente esa brecha: la querida tía Amélie, flanqueada por Marie-Angéline du Plan-Crépin y Vidal-Pellicorne, todos contentísimos de estar allí y de compartir con Aldo la fiesta más hermosa del año.
Esta vez el fracaso había sido total: el ópalo se había perdido para siempre y la familia inmediata de Aldo se componía de una mujer dudosa y de un criminal en espera de juicio. Los otros, los verdaderos, no estarían allí: la señora de Sommieres estaba en cama con gripe en su mansión del parque Monceau y Plan-Crépin la cuidaba. En cuanto a Adalbert, cabía imaginar que pasaría las fiestas en Viena, con Lisa y su abuela, y estaría muy bien que lo hiciera. ¿Por qué iba a privarse de esa satisfacción?
De pronto, el príncipe anticuario notó que un estremecimiento le recorría la espalda y empezó a estornudar. Estaba cogiendo frío. Era una tontería estar plantado ahí, con el viento cortante que soplaba sobre Venecia, dando vueltas y más vueltas a sus desgracias. Podía hacer lo mismo dentro. Sin embargo, cuando iba a entrar algo atrajo su atención y la retuvo: abajo, la barca del hotel Danieli empezaba a girar en dirección a la entrada del Rio Cá Foscari y el conductor movía el brazo mirando hacia él. Seguramente le llevaba un nuevo cliente.
O más bien una clienta, pues a su lado se veía una figura femenina y elegante, con un sombrero de zorro azul y un abrigo ribeteado en la misma piel. Ella también hizo un gesto y a Aldo le dio un vuelco el corazón. Pero el barco ya había apagado el motor para acercarse a los peldaños y Aldo apenas tuvo tiempo de salir de su sorpresa: era Lisa, con la nariz enrojecida por el frío pero los ojos de color violeta brillantes de alegría.
—¡Buenos días! —dijo—. Creo que no me esperaba.
De la joven emanaba una luz tan hermosa, un calor tal que Aldo olvidó sus estremecimientos. Tuvo que reprimirse para no abrazarla y limitarse a tenderle las manos.
—No, desde luego que no la esperaba. Y además no paraba de tener pensamientos lúgubres, pero aparece usted y todo se ilumina. ¡Qué increíble alegría verla hoy aquí!
—¿No podríamos entrar? Hace una humedad glacial.
—¡Pues claro! ¡Venga! ¡Venga deprisa!
La condujo hacia su gabinete de trabajo, pero Zacearía, que llegaba con la bandeja del té, reconoció a la recién llegada y, dejando su carga sobre un baúl, se precipitó hacia ella.
—¡Señorita Lisa!... ¡Quién iba a imaginarlo! Celina va a ponerse muy contenta.
Antes de que pudieran impedírselo, desapareció en dirección a las cocinas olvidando toda la pomposidad de su actitud para no pensar más que en la alegría de su mujer. Aldo, no obstante, hizo entrar a su visitante en la gran estancia tapizada de brocado amarillo donde tan a menudo habían trabajado juntos y ella se sentó con toda naturalidad en el sillón que ocupaba antes para tomar en taquigrafía las cartas que Morosini le dictaba. Pero no tuvieron tiempo de cruzar dos palabras, porque la puerta se abrió y Celina, riendo y llorando a la vez, se abalanzó hacia Lisa, a la que estuvo a punto de aplastar con su entusiasta abrazo.
—¡Por todos los santos del Paraíso, es ella, es nuestra pequeña! ¡Jesús bendito, que hermoso regalo de Navidad nos has hecho!
—Si tenía alguna duda sobre el cariño que se le tiene aquí, creo que habrá quedado despejada —dijo Aldo cuando Lisa consiguió liberarse del torbellino de cintas, tela almidonada, seda negra y carne exuberante que representaba Celina llorando a moco tendido—. Supongo que se queda con nosotros, ¿no?
—Sabe que no puedo. Al igual que el año pasado, vuelvo a Viena para estar con mi abuela, que me ha dado muchísimos recuerdos para usted. Le quiere mucho.
—Yo también. Es una mujer admirable. ¿Cómo está?
—Estupendamente. Espera también a mi padre y a mi madrastra, cosa que sólo le hace gracia a medias, pero la hospitalidad la obliga, y no quiero dejarla pasar ese trago sola.
—Entonces..., este viaje a Venecia... ¿Ha venido de verdad por nosotros?
No se atrevía a decir «por mí», pero esperaba tanto que fuera así... En ese momento .tornó por fin conciencia de lo que sentía por Lisa. Supo por qué ya no quería a Anielka, por qué no podría volver a quererla jamás, suponiendo que lo que lo había atraído hacia ella fuera amor. Y la sonrisa de Lisa le confortó el corazón.
—Pues claro que ha sido por ustedes. Me gusta Venecia, pero ¿qué sería sin... todos ustedes? Bueno, para ser sincera, hay también otro motivo.
El sonido de unos pasos rápidos la interrumpió. En ese momento, para Aldo el cielo se nubló y Celina retrocedió hasta la sombra de una estantería como ante una amenaza. Anielka acababa de entrar en el despacho, invadido por un repentino silencio.
—Perdón si molesto —dijo con voz clara—, pero necesito una respuesta, Aldo. ¿Qué hacemos con esa cena en casa de los Calergi? ¿Quieres ir o no?
—Hablaremos de eso más tarde —dijo Morosini, cuyo semblante palideció de ira y de dolor a la vez—. No es ni el momento ni el lugar para tratar ese asunto. Ten la bondad de dejarnos, por favor.
—Como quieras.
Con un desdeñoso encogimiento de hombros, la joven giró sobre sus talones, haciendo revolotear el vestido de crêpe georgette de color crudo alrededor de sus piernas perfectas, y se fue como había venido, pero Lisa ya se había levantado con un movimiento automático. Ella también se había quedado pálida. Había reconocido a la intrusa, y la mirada que dirigió a Aldo estaba teñida de sorpresa y de incomprensión.
—¿He visto bien? ¿Es... lady Ferráis?
¡Dios, qué difícil fue responder! Pero había que hacerlo...
—Sí..., pero ahora lleva otro apellido...
—No me dirá que se llama... Morosini... ¿La hija de...? ¡Es abominable!
Lisa trató de salir corriendo hacia el vestíbulo, pero Aldo la retuvo por la fuerza.
—¡Un momento, por favor! ¡Sólo un momento!... Déjeme por lo menos que le explique...
—¡Suélteme! ¡No hay nada que explicar! Tengo que irme... ¡No me quedaré aquí ni un segundo más!
Su voz entrecortada, nerviosa, traducía su conmoción. Celina intentó acudir en ayuda de Aldo:
—¡Concédale un momento, señorita Lisa! No ha sido culpa suya...
—¡Deje de mimarlo, Celina! Este imbécil redomado es bastante mayorcito para saber lo que hace... y después de todo siempre he sabido que estaba enamorado de esa mujer.
—No, no... Usted no puede entenderlo...
—¡Ya basta, Celina! La quiero mucho, pero no me pida tanto. Adiós.
Se inclinó para besar a su vieja amiga y después se volvió hacia Aldo, que era demasiado consciente de lo irreparable para seguir intentando reaccionar.
—Casi se me olvida la verdadera razón de mi visita. ¡Tome! —dijo, arrojando sobre la mesa un estuche de piel negra—. Le he traído esto. Encontramos el cuerpo de Elsa.
Al caer entre los papeles, el estuche se abrió, dejando a la vista el águila que no esperaban volver a ver. La potente lámpara de lapidario encendida sobre la mesa hizo centellear los diamantes, mientras que todos los matices del espectro solar parecían brotar de las profundidades misteriosas del ópalo.
Cuando Aldo volvió la cabeza, la señorita Kledermann ya no estaba. Ni siquiera intentó ir en su busca. ¿Para qué? Paralizado ante la piedra que no se atrevía a tocar, oyó crecer y decrecer el ruido de la barca que se llevaba a Lisa. Lejos, muy lejos de él. Seguramente demasiado lejos para que fuera posible reunirse algún día con ella.
Saint-Mandé, diciembre de 1995
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