No es que fuera retrógrado, pero le encantaban las hermosas cabelleras, adornos naturales en los que tan agradable resulta introducir los dedos o hundir el rostro. Acabar con ellas era un crimen. En cambio, no tenía nada contra los vestidos cortos, casi todos encantadores y que permitían admirar piernas muy bonitas, hasta entonces vedadas a miradas que no fueran las del esposo o el amante.

Una tormenta de aplausos saludó al maestro, que tuvo el tiempo justo para hacer levantar a la sala a los acordes del himno nacional cuando entró monseñor Seipel. Después, el público volvió a sentarse. Todas las luces se apagaron excepto las candilejas y se hizo un profundo silencio.

—¿Por qué me ha hecho venir aquí esta noche? —susurró Morosini.

—Para que vea a alguien que todavía no ha llegado. Chissst...

Aldo, resignado, centró su atención en el espectáculo. El telón se levantó para mostrar un delicioso decorado que reproducía un dormitorio femenino de la época de la emperatriz María Teresa en el palacio de la mariscala. Esta, una mujer bellísima, se entregaba a un encantador jugueteo amoroso con su joven amante, Octaviano, antes de recibir, como la obligaba su rango, las visitas y a los solicitantes de primera hora de la mañana. Entre ellos, el barón Ochs, personaje tan importante como inoportuno, además de bastante ridículo, que había ido a pedirle a la gran dama que le buscara un caballero encargado de llevar la tradicional rosa de plata, símbolo de una petición de matrimonio oficial, a la joven con la que deseaba casarse. Pese a su repugnancia, ese caballero será, cómo no, el apuesto Octaviano.

Aldo se dejaba llevar por la gracia alegre y maliciosa de una obra cantada por unas voces soberbias, cuando la mano de su vecino se posó sobre su brazo.

—Mire el palco de enfrente del nuestro —susurró.

Dos personas, ambas vestidas de negro, acababan de entrar. Primero un hombre de mediana edad, pero que debía de poseer una fuerza física poco común. Llevaba una especie de librea de terciopelo guarnecida con trencilla de seda, según la moda húngara.

Tras echar un rápido vistazo a la sala, dejó paso a su compañera, a la que hizo sentar con todas las muestras de un profundo respeto antes de retirarse al fondo del palco. Más notable aún era la mujer, que atrajo la atención del príncipe. Su porte era el de una princesa y, mirándola, Morosini recordó un retrato de la duquesa de Alba pintado por Goya. Iba vestida de encaje negro, y una especie de mantilla del mismo tejido que le caía desde el alto tocado hasta más abajo de la boca le cubría el rostro. Los largos guantes estaban confeccionados con la misma blonda ligera y oscura, que realzaba la deslumbrante blancura de una piel perfecta. No llevaba ninguna joya aparte de un broche que despedía un brillo mágico entre los vaporosos encajes, sobre un magnífico escote. Encima del antepecho de terciopelo rojo del palco había un abanico.

Sin pronunciar palabra, sin siquiera volver la cabeza hacia él, Aronov acercó unos gemelos de nácar a la mano de su invitado. Este estaba tan impresionado por la aparición que a punto estuvo de dejarlos caer. Sin embargo, consiguió sujetar el instrumento y se lo colocó ante los ojos, primero enfocando la escena en la que la maríscala lamentaba el paso del tiempo y luego el palco. La mujer desconocida permanecía un poco echada hacia atrás a fin de no quedar demasiado iluminada por las candilejas. La máscara de encaje impedía distinguir las facciones de su rostro, pero, por el tono marfileño de su cutis, por la finura que se adivinaba, por la forma que tenía de permanecer erguida y de mover con orgullo la cabeza sobre su largo cuello, no cabía duda de que era joven y de que por sus venas corría sangre noble.

—Fíjese en la joya —susurró el Cojo.

Merecía la pena: era un águila imperial ejecutada en diamantes, con un magnífico ópalo que constituía el cuerpo. Con ayuda de los gemelos, Morosini lo examinó lo más detenidamente posible y luego dirigió hacia su compañero una mirada interrogadora.

—Sí —murmuró éste—. Tengo motivos para pensar que se trata del nuestro.

Morosini se limitó a asentir con la cabeza, ya que era imposible hablar, pero el acto terminó enseguida en medio de un gran entusiasmo. Las luces de la sala se encendieron. La desconocida retrocedió más para refugiarse en la oscuridad del palco. Había cogido el abanico y, con él abierto, se tapaba todavía un poco más.

—¿Quién es? —preguntó Aldo.

—Le aseguro que no lo sé —respondió Aronov—. Una mujer de alto rango con toda seguridad, pero que no debe de vivir en Viena. No la conocen en ningún hotel y no se la ha visto nunca salvo en esta sala, y únicamente cuando representan El caballero de la rosa, lo que no es frecuente.

—Qué raro... ¿Por qué esta ópera?

—Mire con más atención su abanico.

Retirado detrás de las sillas, Morosini miró de nuevo a través de los gemelos: el abanico era una magnífica pieza de carey oscuro y de encaje, sobre cuya varilla principal destacaba una rosa de plata. Morosini sonrió.

—¡Una rosa! Ésa es la razón de su debilidad por esta ópera... Debe de recordarle algo.

—Claro, pero eso no hace sino aumentar el misterio que la rodea. La joya que lleva perteneció a la emperatriz Isabel, estoy seguro. La he visto en un retrato, pero ya sabía que la piedra central era la que buscamos. A esta dama, es la primera vez que la veo. Me habían informado en dos ocasiones de su presencia aquí y, aunque no estaba seguro de que viniera esta noche, me he arriesgado a invitarlo.

—Y yo se lo agradezco más de lo que imagina. Respecto a la identidad de esa mujer, debe de ser fácil enterarse de quién ha alquilado ese palco.

—En efecto. Lo que pasa es que éstos son de abono anual. El que nos interesa pertenece a la condesa Von Adlerstein.

Morosini no intentó disimular su sorpresa.

—¡Esto sí que es una coincidencia! ¿Conoce usted a la condesa?

—Personalmente, no. Sólo sé que es la suegra de Moritz Kledermann, el gran coleccionista suizo.

—Y la abuela de mi antigua secretaria.

—¡Vaya, qué interesante! Debería contarme eso.

—Bah, no vale la pena. Tengo algo mejor, porque me parece que he coincidido con esa desconocida hoy mismo, a última hora de la tarde, en la cripta de los capuchinos. Había ido a llevar flores a la tumba del archiduque Rodolfo, y según el monje guardián no era la primera vez. Parece ser que incluso tiene una autorización especial para ir fuera del horario de visita.

—Esto se pone cada vez mejor. Cuando quiere, resulta usted apasionante, querido príncipe. Continúe, continúe...

Sin hacerse de rogar, Aldo describió la extraña visión de la cripta, la larga silueta envuelta en crespón a la que por un momento había tomado por el fantasma de la madre doliente del archiduque. Después contó que había seguido al coche que la condujo al palacio de Himmelpfortgasse.

—Es una suerte que Viena permanezca fiel a los coches de caballos. Con un automóvil, no habría tenido ninguna posibilidad.

—Eso quiere decir que la suerte no lo abandona. Un trabajo excelente, amigo mío. Y ya no cabe ninguna duda: la dama vive en casa de la condesa.

—Antes de ese encuentro, había intentado hacerle una visita, pero en estos momentos no está en Viena. Parece ser que un accidente la retiene en otra de sus propiedades.

—No tiene importancia. Si esa mujer se aloja en su casa, es posible que sea pariente de ella. En cualquier caso, la seguiremos a la salida del teatro. Tengo un coche.

El entreacto estaba acabando. Las luces se apagaron. Los dos hombres se callaron, pero Aldo, si bien continuó disfrutando de la música y sus intérpretes, apenas prestó atención al escenario. Con o sin gemelos, su mirada buscaba sin cesar la figura altiva, a la vez discreta y fastuosa, en la que sólo la joya parecía vivir como una estrella en la noche.

Cuando terminó el segundo acto, con una verdadera explosión de alegría reforzada por un fascinante ritmo de vals, la sala aclamó en pie a los artistas, pero Aldo, absorto en su contemplación, no se movió.

—¡Levántese, vamos! Haga lo mismo que los demás —le susurró Aronov, que aplaudía a rabiar—. Va a atraer la atención sobre nosotros.

El príncipe se estremeció e hizo lo que le decían, aunque señaló que en el palco de enfrente aplaudían, sí, pero sin aspavientos.

Este segundo descanso era más breve que el primero. Los espectadores se desplazaron menos. Los dos hombres reanudaron la conversación, pero ahora era Morosini el que estaba ensimismado.

—¿Por qué llevaba esos velos de luto esta tarde? ¿Por qué lleva esta noche esa verdadera máscara de encaje? ¿Qué es lo que esa mujer quiere ocultar?... A no ser que desee atraer la curiosidad, intrigar, en cuyo caso lo consigue de maravilla.

—Yo también pensaba eso antes de que me contara lo de la cripta. Pero ahora intuyo que hay otra cosa. Si le he entendido bien, esa mujer lleva luto por el archiduque que se suicidó en Mayerling, y eso sucedió hace casi cuarenta y cinco años. ¿No le parece demasiado tiempo?

—¿Será su viuda?

—¿Estefanía de Bélgica? Imposible. Es una anciana que volvió a casarse en 1900 con un húngaro y de la que no sé muy bien qué ha sido. Esta es mucho más joven. Además, tiene un porte señorial, cosa que no posee la pobre princesa.

—¿Y su hija? Creo que tiene una.

—La archiduquesa Isabel, convertida en princesa Windischgraetz, podría corresponder por la edad, pero no es ella. Resulta que la conozco.

—Entonces, ¿una fanática? ¿O quizás una loca? No, su calma no encaja con esta última hipótesis. En cualquier caso, no explica por qué oculta su rostro.

—A lo mejor es fea... o está ajada. Muchas bellezas más o menos célebres han optado por cubrirse así, y destierran los espejos para no ver reflejada en ellos su decadencia.

—En fin, con velos o sin ellos —dijo Aldo—, si está seguro de que el ópalo es el que buscamos, habrá que abordarla.

—Yo juraría que sí, aunque no entiendo por qué el águila de diamantes brilla sobre el pecho de una desconocida. La archiduquesa Sofía se lo regaló a su nuera con motivo del nacimiento de Rodolfo, seguramente para completar el aderezo que le dio para la boda.

—Parece sencillo. Usted ha dicho que las alhajas privadas fueron vendidas en Suiza. Esa pieza debió de comprarla la dama en cuestión.

—No. No formaba parte del lote.

Durante el tercer acto, Morosini concedió más atención al espectáculo. La belleza de Lotte Lehmann y su voz sobrecogedora actuaban sobre él como un hechizo. Su compañero también estaba atrapado, y cuando arañas y candelabros se encendieron entre un entusiasmo llevado al límite, se dieron cuenta de que el palco de enfrente estaba vacío. La desconocida y su escolta se habían esfumado antes de que terminara el espectáculo. Morosini se lo tomó con filosofía.

—Es un fastidio, desde luego, pero no una catástrofe, porque estoy seguro de que la mujer de la cripta y la del palco son la misma persona.

—Esperemos que no se equivoque.

Una vez que el obispo-canciller se hubo marchado, la sala se vació. Aronov y su compañero fueron a buscar al guardarropa el uno una cálida pelliza y el otro la amplia capa forrada de satén que siempre llevaba con el traje. Morosini vio reaparecer entonces el bastón con empuñadura de oro.

—¿Le llevo en coche? —propuso el primero—. Tenemos que seguir hablando.

—Me alojo aquí al lado, en el Sacher. Ir en coche sería vergonzoso. ¿Por qué no viene a cenar conmigo, querido barón?

Simon Aronov se echó a reír, mientras que su único ojo de un azul intenso —el que albergaba el monóculo debía de ser de cristal— chispeaba de malicia.

—Le intriga mi título, ¿eh? Pues es auténtico y tengo derecho a utilizarlo. En cambio, el apellido que pongo detrás no es el mío. Cambio a menudo de aspecto. La sociedad de aquí me conoce por el nombre de barón Palmer... y acepto encantado su invitación.

Para sorpresa de Aldo, Aronov ordenó al chófer del largo Mercedes negro que se acercó que no lo esperara y volviese a casa.

—Voy a cenar con un amigo —dijo—. Frau Sacher se encargará de que me pidan un coche de punto.

Luego, pasando su brazo libre por debajo del del príncipe, añadió:

—Después de una cena en el establecimiento de Frau Anna, siempre me ha gustado volver a casa en coche de caballos. Recuerda el pasado.

—Aquí nunca está muy lejos. Los austriacos permanecen fieles a sí mismos bajo cualquier régimen.

Los dos hombres se dirigieron al hotel cogidos del brazo. Había dejado por fin de llover, pero los adoquines mojados reflejaban las suaves luces de los globos de cristal esmerilado como si fueran estrellas familiares. Frau Sacher, con un habano entre los dedos, los recibió y los encomendó a un atento maître que los guió a través de la sala hasta una mesa discreta con un mantel blanco de damasco y decorada con rosas, a buena distancia de la tradicional orquesta cíngara. Lo que no impidió a la anfitriona acompañarlos.