—¿El menú del archiduque, como de costumbre? —propuso riendo, pues era una broma habitual con los viejos clientes.
Se trataba, efectivamente, de la última cena degustada por Rodolfo dos o tres días antes de que se fuera a «cazar» a Mayerling. El mismo había elaborado el menú, que se componía de lo siguiente: ostras, sopa de tortuga, langosta a la armoricana, trucha con salsa veneciana, fricasé de codornices, pollo a la francesa, ensalada, compota, puré de castañas, helado, Sachertorte, queso y fruta. Todo ello regado con chablis, mouton-rothschild, champán Roedereret y jerez. Suficiente para saciar un apetito al estilo de Luis XIV.
—Hay que ser joven y archiduque para comer todo eso —dijo el Cojo—. A no ser que esté usted hambriento, querido príncipe. Yo soy bastante frugal.
Pidieron ostras, seguidas de un fricasé de codornices, una ensalada y la célebre tarta, todo acompañado de un buen champán.
Mientras su compañero intercambiaba unas palabras más con la anfitriona, Morosini lo observaba. Ese hombre jamás dejaría de ser un enigma para él. Pese a sus dos serios defectos físicos, puesto que era tuerto y cojo, encontraba la manera de crear diferentes personajes con unos medios en realidad bastante sencillos: una peluca, como esa noche, un sombrero, gafas oscuras o claras, un monóculo, la barba del sacerdote ortodoxo que había sido durante un rato en el cementerio de San Michele, en Venecia... Parecía capaz de llevar muy lejos el arte del maquillaje apenas visible, y sin embargo, fuera cual fuese la imagen elegida, nunca renunciaba al bastón de ébano con empuñadura de oro que podía delatarlo. ¿Se trataría de una especie de superstición o, también en su caso, de un recuerdo especialmente querido? Preguntar sobre ello sería una indiscreción, pero había otra cosa que intrigaba a Aldo: la voz de Simon Aronov, esa magnífica voz de terciopelo oscuro que le daba tanto encanto, ¿podía sufrir también transformaciones? No tardó en formular la pregunta, que tuvo el don de hacer reír a su compañero.
—En ese aspecto también podría tener sorpresas, amigo mío. No sólo puedo cambiar de registro, sino adoptar diferentes acentos. Permítame, de todos modos, no hacerle una demostración aquí.
—No se me ocurriría pedírselo, pero quisiera hacerle otra pregunta: ¿cómo se las arregla para integrarse tan bien en el medio en que se encuentra? En Londres era un perfecto gentleman inglés. En Venecia, cualquiera habría jurado que venía directamente del monte Athos. Aquí encarna el prototipo del aristócrata vienés. Y le conocen. Supongo que vive algunas temporadas en esta ciudad. Pero en una ocasión me dijo que Varsovia era su residencia preferida. ¿Acaso posee una casa en cada capital?
—¿Igual que los marinos tienen en cada puerto una mujer? No. Tengo varias residencias, es verdad, pero aquí vivo en el palacio de un amigo fiel en el que se puede confiar plenamente, en Prinz Eugenstrasse.
Morosini levantó las cejas. Conocía Viena y a sus celebridades lo suficiente para no temer cometer un error. No obstante, bajó la voz hasta preguntar en un susurro:
—¿El barón de Rothschild?
—El señor Palmer no tiene ningún motivo para ocultarlo —dijo Aronov con una afabilidad indulgente—. El barón Louis, en efecto. Al igual que su difunto padre, lo sabe casi todo de mí, y yo sé que en caso de... producirse un drama, siempre podría encontrar asilo y apoyo en esa casa. Si necesita ponerse en contacto conmigo rápidamente, no dude en dirigirse a él. Bajo sus maneras mundanas, es un hombre muy piadoso y está dotado de un valor poco común.
—Lo sé. Hemos coincidido en alguna ocasión, pero confieso que me gustaría conocerlo un poco mejor. Aunque no tiene mucho más de cuarenta años, ya se ha convertido en una leyenda.
Su memoria infalible le trazaba el retrato de un hombre delgado, rubio, elegante, de una imperturbable sangre fría y dotado de innumerables aptitudes. Además de ser un erudito muy versado en botánica, anatomía y artes gráficas, el barón Louis era un gran cazador, montaba a caballo como un centauro —era uno de los escasos jinetes que tenía permiso para montar los famosos Lipizzaners blancos de la escuela de equitación española de Viena— y era un notable jugador de polo. Pese a ser un soltero empedernido, adoraba a las mujeres, con las que tenía muchísimo éxito. En cuanto a la leyenda de su flema, había nacido antes de la guerra, siendo él todavía muy joven, a raíz de una avería de motor y de ventilación que se produjo durante la inauguración del metro de Nueva York. Al sacar de este mal trance a los viajeros, sudorosos, medio asfixiados y medio desnudos, el joven barón apareció tan pulcro como si acabara de pasar por las manos de su ayuda de cámara: no se había quitado ni la chaqueta ni el chaleco y, según los atónitos socorristas, no tenía «ni una gota de sudor en la frente».
—Estos días está cazando en Bohemia, pero quizá más adelante pueda reunirlos. Creo que él se alegrará mucho; ya le he hablado de usted.
—Y a los otros miembros de la familia, ¿también los conoce?
—¿A los franceses y a los ingleses? Perfectamente —dijo Aronov—. Aunque un poco menos que al barón Louis —añadió con una débil sonrisa—. Era íntimo de su padre y ahora lo soy de él. Pero hablemos un poco de usted. Parece que siguió mi consejo en lo que concierne a la bella lady Ferráis, ¿no?
Morosini se encogió de hombros.
—No tuve que esforzarme mucho. Después del juicio, que sin duda usted siguió, se marchó a Estados Unidos con su padre y no he tenido ninguna noticia de ella.
—¿Cómo? ¿Ni siquiera unas palabras de agradecimiento? ¿Ni dos líneas por correo?
—Ni siquiera eso.
Aldo se había puesto tenso al pronunciar su compañero el nombre de la mujer a la que seguía sin poder olvidar del todo. Simon Aronov se dio cuenta.
—¿Y le resulta muy doloroso?
—Un poco, sí, pero con el tiempo se me pasará —afirmó Morosini atacando sus codornices.
Durante unos instantes los dos hombres comieron en silencio, dejando que los violines de la orquesta los envolvieran en su música, hasta que Aronov dijo:
—Ahora me toca a mí hacerle una pregunta. ¿Cómo está Venecia mientras Benito Mussolini reina en Roma?
—Igual de hermosa que siempre, tal como espera encontrarla un visitante ocasional o una pareja en su luna de miel —respondió Morosini con un suspiro—. Aparentemente, todo es normal, pero sólo aparentemente. Antes se veía deambular de vez en cuando a dos policías. Ahora suelen ser jovencitos con camisa y gorro negros. Van en parejas, como los otros, pero vale más evitarlos todo lo posible; creen que todo les está permitido y gustan de mostrarse agresivos en nombre de la mayor gloria de Italia.
—¿Usted no ha tenido problemas?
—No. Los empleados deben jurar fidelidad al nuevo régimen, es verdad, pero yo no soy más que un honrado comerciante que no busca pelea. Mientras me dejen viajar cuando quiera y llevar mis negocios como me parezca...
—Siga manteniendo esa actitud. Es más prudente.
En el tono repentinamente grave del Cojo había algo que impresionaba. Tras unos instantes de silencio, Morosini dijo:
—¿Recuerda que en Varsovia me anunció la llegada de una... orden negra capaz de poner en peligro la libertad?
—Y por causa de la cual debemos reconstruir el pectoral y resucitar cuanto antes Israel como Estado —completó Aronov—. ¿Va a preguntarme ahora si el Fascio es esa orden negra?
—Exacto.
—Digamos que es la primera manifestación de una enfermedad terrible, una primera ráfaga de viento antes de la tormenta. Mussolini es un histrión vanidoso que se cree César y que podría no ser más que Calígula. El verdadero peligro viene de Alemania; su economía está destrozada y sus fuerzas vivas, heridas. Un hombre casi iletrado, inculto, brutal pero grandilocuente y con un oscuro instinto orientado hacia la guerra va a esforzarse en resucitar el orgullo alemán glorificando la fuerza y excitando los instintos más detestables. ¿No ha oído hablar aún de Adolf Hitler?
—Vagamente. Hubo una manifestación la primavera pasada, creo. Algo bastante parecido a las demostraciones del Fascio, ¿no?
—Exacto. La aventura mussoliniana podría muy bien haber dado alas a Hitler. De momento todavía no es más que el jefecillo de una banda paramilitar, pero mucho me temo que un día eso se transformará en un maremoto capaz de engullir a Europa...
Con los dos codos apoyados en la mesa y la copa entre los dedos, Simon Aronov parecía haber olvidado a su compañero. Su mirada se perdía frente a él, en una lejanía a la que Morosini no tenía acceso, pero la crispación de su rostro bastaba para darse cuenta de que esa perspectiva no ofrecía ninguna imagen risueña. En el momento en que Aldo iba a hacer una pregunta, él añadió:
—Cuando sea el amo, y un día lo será, los hijos de Israel estarán en peligro de muerte. Y no sólo ellos, sino muchas más personas.
—En tal caso —dijo Morosini—, no hay tiempo que perder si queremos tomarle la delantera. Hay que completar el pectoral del Sumo Sacerdote cuanto antes.
Aronov esbozó una sonrisa.
—Así que cree en nuestra vieja tradición, ¿eh?
—¿Por qué no iba a creer en ella? —masculló Morosini—. De todas formas, y aun en el caso de que Israel no volviera a renacer jamás como Estado, si devolverlas a su sitio es el único medio de impedir que esas malditas piedras continúen haciendo daño, me consagraré a esa tarea en cuerpo y alma. El zafiro y el diamante han dejado ambos un rastro sangriento y supongo que con las otras dos sucede lo mismo. En lo que respecta al ópalo, si la desdichada Sissi lo llevó, la causa está vista para sentencia. En cuanto a la que actualmente lo luce, los velos fúnebres con los que se tapa el rostro no son señal de una dicha radiante. Hay que liberarla de él cuanto antes.
—Estoy de acuerdo con usted, por supuesto, pero no se precipite —murmuró el Cojo con gravedad—. Es posible que le tenga más apego a esa joya que a cualquier otra cosa. Tal vez incluso más que a su vida. Si es así, como sospecho, el dinero no servirá de nada.
—¿Cree que no lo sé? Y supongo que esta vez no tiene una piedra de recambio como en los dos casos anteriores. De ser así, ya me lo habría dicho.
—En efecto. Un ópalo no se puede imitar. Es verdad que Hungría los produce y que quizá, sólo quizá, fuera posible encontrar uno bastante similar. Sin embargo, el mayor problema lo plantea la montura. Esa águila blanca está compuesta de diamantes variados y de una rara calidad. Es una joya valiosísima que, aparte de ser histórica, puede tentar a más de un ladrón. Es una suerte que la dama desconocida vaya escoltada por un guardaespaldas tan imponente.
—Me alarma. En caso de que aceptara vender, ¿estaría usted en situación de pagar el precio que pida?
—Sobre ese punto puede estar tranquilo. Dispongo de todos los fondos que sean necesarios. Ahora voy a dejarlo. Muchísimas gracias por esta agradable cena.
—¿Volveremos a vernos?
—Si lo considera necesario o si averigua algo interesante, venga a verme al palacio Rothschild. Pienso quedarme unos días.
Después de haber dejado a Aronov instalado en un coche, Morosini dudó un momento sobre lo que iba a hacer. Acostarse no, desde luego. No tenía ningunas ganas de dormir.
Levantó la cabeza y vio que el cielo estaba casi despejado; dos o tres animosas estrellas hacían guiños. El botones del hotel, al ver que se entretenía en los últimos peldaños, se ofreció a pedirle un coche.
—No, no —dijo—. Prefiero caminar un poco fumando un puro. ¿Podría ir a buscar al guardarropa del restaurante mi capa y mi sombrero?
Unos minutos más tarde, Aldo deambulaba por Käerntnerstrasse al paso apacible de un juerguista rezagado que hubiera decidido respirar el aire fresco de la noche para disipar los vapores del alcohol. Desierta a esa hora —la torre de la catedral de San Esteban daba las dos—, la gran arteria lujosa brillaba como el interior de una gruta mágica. Por eso, al girar en la esquina de Himmerlpfortgasse, mucho menos iluminada, Morosini tuvo la impresión de penetrar en una falla entre dos acantilados. De vez en cuando, una débil farola permitía apenas andar sin doblarse los tobillos sobre los adoquines, que debían de datar de la época de María Teresa. Las luces del palacio Adlerstein estaban apagadas.
Envolviéndose en su capa del más puro estilo español, de modo que resultaba prácticamente invisible, Morosini se agazapó en el hueco de una puerta y se sumió en la contemplación de la casa muda. Muda y, además, ciega, pues ni un solo rayo de luz se filtraba a través de los postigos cerrados.
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