Se quedó allí un buen rato, buscando la manera de descubrir el secreto de esa fachada austera que de noche, con las formas imprecisas y retorcidas de los atlantes sosteniendo el balcón, se tornaba siniestra, pero acabó por hartarse, se sintió ridículo y lamentó haber sacrificado un buen puro. Misteriosa o no, a esas horas la dama vestida de encaje negro debía de dormir el sueño de los justos, y él empezaba a tener frío en los pies. El mejor método de investigación, el único, seguía siendo ver sin tardanza a la condesa Von Adlerstein. Si no estaba en Viena, iría a su castillo alpestre y sanseacabó.

Iba a abandonar su refugio cuando el chirrido de una pesada puerta le hizo permanecer inmóvil: el gran portalón del palacio estaba abriéndose y a través de él asomó el doble haz de luz de los faros de un coche, que salió en cuanto tuvo paso libre. Morosini vio una gran limusina de un color oscuro. En el interior, un chófer con librea y tres personas difíciles de distinguir, aunque Morosini habría apostado su alma inmortal a que dos de ellas eran la dama desconocida y su escolta. Un baúl y varias maletas iban atadas en la parte trasera. El observador no tuvo oportunidad de ver nada más. Después de pasar suavemente sobre el ligero desnivel del arroyo, el potente vehículo giró a la izquierda hasta el vecino Ring y desapareció mientras una mano invisible se apresuraba a cerrar el portalón.

Evidentemente, la desconocida se marchaba de Viena y a Morosini no se le ocurría cómo averiguar, de forma inmediata, adonde se dirigía, pero el hecho de que viajara de noche no contribuía a disipar las brumas que la rodeaban.

Aldo, bastante perplejo, abandonó su puesto de observación y, esta vez a paso rápido, se encaminó hacia el hotel. Aún no había doblado la esquina cuando un hombre vestido también con traje de etiqueta, delgado, ágil y un poco más bajo que él, salió de otro hueco, se quedó un instante plantado en medio de la calle, visiblemente indeciso sobre lo que era más conveniente hacer, y luego, encogiéndose de hombros con ademán irritado, echó a correr tras el príncipe anticuario.


A la mañana siguiente, cuando hubo terminado de arreglarse, Aldo se sentó ante el pequeño escritorio de su habitación y escribió, no en el papel de carta del hotel sino en una de sus tarjetas de visita, unas respetuosas palabras dirigidas a la señora Von Adlerstein rogándole que le concediera una entrevista «por un asunto importante». Cerró el sobre, se puso el impermeable y los guantes —el tiempo vacilaba entre acumulaciones de nubes grises y golpes de viento que se esforzaban en alejarlas—, se encasquetó una gorra de tweed y se puso en camino hacia Himmelpfortgasse con la firme intención de hacer que le abrieran aquella puerta tan antojadiza.

La puerta se abrió, y Aldo se encontró frente al hombre vestido con traje tradicional al que había visto el día anterior. Éste lo reconoció de inmediato, pero ese detalle no pareció alegrarlo. Esta vez, el hielo no se fundió e incluso vino a sumarse a ello un ligero fruncimiento de entrecejo.

—¿Ha olvidado algo Su Excelencia?

—¿Qué podría haber olvidado? —dijo con altivez Morosini, que no soportaba a los criados insolentes—. No creo haber entrado en esta casa.

—Me he expresado mal y ruego a Su Excelencia que me perdone. Quería decir si ha olvidado decirme algo.

—Nada en absoluto. Le había anunciado un mensaje y aquí está.

—Sí, pero ¿no tenía que traerlo un botones del Sacher?

—Es posible, pero he decidido traerlo yo mismo, y no sé qué diferencia puede haber para usted entre una cosa y la otra. Tenga la bondad de ocuparse de que esta tarjeta llegue a manos de la condesa Von Adlerstein cuanto antes.

—En cuanto la señora condesa esté de vuelta, se la entregaré sin falta.

—Pero ¿tiene al menos una idea de la fecha de su regreso? Se trata de un asunto bastante urgente.

—Lo siento muchísimo, pero este mensaje tendrá que esperarla.

—¿No puede hacérselo llegar?

—Si Su Excelencia tiene prisa, lo más rápido sigue siendo dejar la carta aquí. La señora no puede tardar mucho tiempo.

Morosini estaba empezando a mosquearse, pues tenía la clara impresión de que el pomposo personaje se burlaba de él. Para empezar, ni siquiera le había permitido cruzar la puerta, cuya hoja mantenía firmemente sujeta. Y además, esa especie de diálogo para besugos que le imponía era ridículo. Con un raudo ademán, Morosini le quitó al hombre la tarjeta de la mano y se la guardó en el bolsillo.

—Bien pensado, no voy a dejarla. Su buena voluntad es tan conmovedora que no me perdonaría abusar más de ella.

Sorprendido por la rapidez del gesto y la rudeza del tono, el cancerbero retrocedió lo suficiente para que el patio interior quedara a la vista del visitante inoportuno. Este vio entonces un pequeño coche bajo, de un rojo vivo y forrado de piel negra, que le recordó tanto el de Vidal-Pellicorne que quiso observarlo más de cerca e intentó apartar al hombre.

—¡Oiga! —exclamó éste sin ceder ni un milímetro—. ¿Adónde pretende ir?

—¿De quién es ese coche? ¡De la condesa no será!

Le costaba imaginar a una noble dama de avanzada edad trasladándose de un lado a otro en un artefacto cuya comodidad dejaba mucho que desear.

—¿Y por qué no? Por favor, señor, váyase si no quiere que pida ayuda. Mientras la señora esté ausente, usted no tiene nada que hacer aquí.

Pese a la viva cólera que se había apoderado de él, a Morosini no le pasaba inadvertido que las fórmulas de respeto acababan de desaparecer del lenguaje del hombre. Con todo, no insistió. Habría sido una estupidez armar un escándalo por tan poca cosa. Adalbert no podía tener la exclusiva de los pequeños Amilcar rojos con tapizado negro —estaba seguro de la marca— y ruedas con radios.

—Tiene razón —dijo, suspirando—. Discúlpeme, pero me ha parecido que era el coche de un amigo.

Mientras el sirviente cerraba la puerta a su espalda, Morosini se alejó sin lograr quitarse de la cabeza la idea de que había visto el coche de Adal. Tanto más cuanto que su memoria fotográfica le mostró de pronto un detalle: las dos primeras cifras del número de la matrícula —las otras quedaban tapadas por el cubo de agua del criado que estaba lavando el coche— eran un 4 y un 1. Y el número de matrícula del coche de Adalbert era 4173 F, lo que no dejaba de ser una coincidencia sorprendente.

Dividido entre las ganas de permanecer día y noche apostado delante de esa casa para ver quién salía de ella y el deseo de ir a comer —esa mañana sólo había tomado una taza de café—, Aldo dudó un momento sobre lo que era más conveniente. Acabó imponiéndose el hambre, y también la sensatez: montar guardia en pleno día y en una calle tan estrecha significaba buscarse serios problemas. El devoto sirviente de la condesa era capaz de llamar a la policía y hacer que lo detuvieran. Podría volver más tarde con otro aspecto. Además, se le estaba ocurriendo una idea.

Echó a andar en dirección a Káertnerstrasse, la cruzó, tomó Plankengasse y llegó al Kohlmarkt sin haberse fijado, por lo preocupado que estaba, en el joven rubio y bastante bien vestido que, al verlo salir, se había apresurado a doblar el Wienertagblatt que leía con aplicación un poco más arriba del palacio Adlerstein y seguirle los pasos a una prudente distancia.

Uno tras otro, llegaron a Demel, que en Viena era una especie de institución, pues era a la vez el último café del antiguo régimen —la casa había sido fundada en 1786— y una prodigiosa pastelería-confitería. Demel había sido hasta la caída del imperio el proveedor habitual de la Corte y comer allí era sumamente agradable.

La entrada, situada a dos pasos de la Hofburg, era discreta, casi confidencial, pero la sencilla puerta de cristal grabado, de vaivén con doble batiente, daba acceso a una vasta sala en forma de L al fondo de cuyo primer brazo había un enorme bufé de caoba cubierto de las célebres tartas de la casa y de manjares salados —foie gras, vol-au-vent, pastel de buey, fiambres y canapés de toda clase— que permitían saciar el apetito más desaforado. El otro brazo de la L se escindía en dos salas llenas de mesas con tablero de mármol, en una de las cuales no estaba permitido fumar. El resto de la decoración se componía de un embaldosado antiguo, espejos de época y candelabros en apliques.

Después de haber escogido los platos ante el bufé —salmón con salsa verde, pastel de buey y unos dulces— y haber hecho el pedido a una de las camareras con uniforme negro y blanco, Morosini eligió una mesa en un rincón de la sala de fumadores y aceptó el periódico, desplegado sobre un marco de mimbre como una gran mariposa, que se ofrecía a los clientes para entretenerlos mientras esperaban ser servidos. Sin embargo, en lugar de leerlo, prefirió dejarse impregnar por una atmósfera que siempre le había parecido divertida. La sala iba llenándose de clientes que se saludaban, poblando el aire de esos títulos interminables que tanto gustaban a los austríacos y cuya base era siempre Herr Doktor, incluso cuando no se trataba de un médico, Herr Direktor, Herr Professor, pero algunos de los cuales podían alcanzar las dimensiones de una verdadera letanía.

Como el joven que lo seguía se había sentado a una mesa justo enfrente de él, no podía evitar verlo, más aún considerando que lo observaba con una atención tan persistente que llegaba a resultar insolente.

Un poco molesto, pero sin ningunas ganas de enfrentarse a ese desconocido cuyo peinado le recordaba un techo de cabaña desigual, Morosini se refugió detrás del periódico hasta que le llevaron la comida y después se dedicó a ella. Una breve mirada le había informado de que el otro hacía lo mismo, aunque había escogido mostachones con mermelada, Strudel y Schlagober, de los que engulló una cantidad increíble en un santiamén, de modo que ya había acabado cuando Aldo estaba empezando su pastel de buey.

Después de la tercera taza de café, el joven glotón se tomó un tiempo de reflexión durante el cual su humor no mejoró. Se puso rojo como un tomate, al tiempo que fruncía el entrecejo hasta el punto de juntar las cejas. Finalmente, se levantó, se encasquetó el sombrero de fieltro verde adornado con un penacho y fue directo hacia Morosini.

—Caballero —dijo—, sólo tengo una cosa que decirle: déjela en paz.

Aldo levantó la cabeza de su Spanische Windtorte para mirar al joven.

—Caballero —contestó con una amable sonrisa—, no tengo el honor de conocerlo, y si habla formulando enigmas, tendremos dificultades para entendernos. ¿A quién se refiere?

—Lo sabe perfectamente, y si es usted un hombre como es debido, comprenderá que me niegue a pronunciar un nombre que no está hecho para andar por los cafés, aunque sean tan respetables como éste.

—Esa delicadeza le honra, pero, en tal caso, quizá prefiera decírmelo fuera. Aunque supongo que me permitirá acabar el postre y tomarme el café.

—No tengo intención de quedarme más tiempo, sólo de hacerle una advertencia: deje de rondar a su alrededor. El interés que demuestra últimamente por cierto palacio debería hacerle comprender lo que quiero decir. Servidor de usted, caballero.

Y sin dar tiempo a Morosini de levantarse de la mesa, el caballero del penacho atravesó la sala y salió por la puerta batiente. Aunque aliviado en un primer momento de verse libre del que él consideraba un loco, Aldo reaccionó con prontitud: ese muchacho sólo podía aludir a la dama de negro y, en consecuencia, tenía que saber quién era. Así pues, abandonando su tarta Viento de España sin apenas haberla probado, dejó dinero sobre la mesa y se precipitó hacia la salida ante la mirada horrorizada de la camarera: ¡un comportamiento semejante era inadmisible en Demel!

Desgraciadamente, una vez en la calle constató que, si bien varios sombreros verde oscuro con penacho navegaban por allí, ninguno cubría la cabeza esperada. El vehemente joven se había esfumado.

Tras haber dudado unos instantes sobre cuál era la conducta más procedente, Aldo decidió no volver a Demel, pero, como no había tenido tiempo de tomar café y le apetecía hacerlo, fue al hotel y pidió uno en el bar. La calma que reinaba allí a esa hora del día era propicia a la reflexión, y en ella se sumió, pues no tenía más remedio que admitir que se hallaba en un callejón sin salida: la mujer de los encajes había desaparecido. En cuanto al palacio Adlerstein, no tenía muchas posibilidades de entrar en él, pues el cancerbero le cerraría la puerta en las narices si tenía el mal gusto de volver a presentarse allí. Conclusión: era preciso encontrar una manera de ver a la señora del lugar fuera de Viena, es decir, en su propiedad de los alrededores de Salzburgo.