Era una de las regiones más bonitas de Austria y Morosini no tenía ningún inconveniente en visitarla, aunque faltaba averiguar cómo se llamaba el castillo en cuestión y dónde estaba exactamente.

Una tentativa de obtener información de Frau Sacher resultó infructuosa, pues, si bien la célebre Anna conocía Viena y a sus habitantes como la palma de su mano, no sabía prácticamente nada de la provincia.

—Pero ¿por qué no se lo pregunta al barón Palmer, puesto que son amigos? —añadió.

—Amigos es mucho decir. Somos simples conocidos. ¿Usted lo conoce hace mucho?

—Antes de la guerra se alojó varias veces aquí, aunque nunca mucho tiempo. Siempre ha sido un gran viajero. Está muy unido a la familia Rothschild y ahora se aloja en su casa cuando viene a Austria. Pero cuando está en Viena nunca deja de venir a comer o a cenar, a veces con el barón Louis. No me extrañaría que hubiera un vínculo de parentesco entre ellos.

Morosini reprimió una sonrisa: un parentesco con los fabulosos banqueros «pegaba» bastante poco con lo que Aronov le había contado de los suyos, muertos durante el pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882. Sin embargo, se habían dado ejemplos más singulares a lo largo la historia, además de que eso quizás explicaría en parte la enorme fortuna de la que parecía disponer el Cojo.

—¿Sigue viviendo en...? —dijo aparentando indiferencia—. Nunca consigo acordarme del nombre...

—¿Cómo quiere recordar un nombre que tiene más consonantes que vocales? A mí me pasa lo mismo que a usted, príncipe. De lo único que me acuerdo es que está cerca de Praga —respondió inocentemente Frau Sacher jugueteando con sus numerosos collares de perlas—. Tendría que consultar las fichas antiguas para encontrar ese dato.

—No se moleste, por favor, yo también debo tenerlo anotado en alguna parte —dijo hipócritamente Aldo, un poco decepcionado de que su trampa no hubiera funcionado. Los alrededores de Praga no le decían mucho más acerca de su misterioso cliente, pues ya sabía que tenía varios domicilios. ¿Por qué no iba a figurar entre ellos Praga, desde siempre uno de los lugares destacados del pueblo judío?

Un rato más tarde montaba en un coche de punto. Como había dejado de llover, Morosini, pese a sus preocupaciones, disfrutó del paseo hasta el elegante barrio del Belvedere, donde la mansión Rothschild ocupaba un lugar privilegiado.

Un mayordomo más tieso que un palo, al que la enunciación de su nombre apenas hizo inclinarse, lo recibió en el gran vestíbulo rematado por una cúpula que era el corazón de la casa y a continuación lo introdujo en un salón marcado con el sello de ese fasto un poco recargado pero innegable característico de todas las moradas familiares. Al cabo de un momento, el paso irregular del barón Palmer sonaba sobre el brillante parqué Versalles.

—¿Podemos hablar aquí? —preguntó Morosini tras los saludos de rigor.

—Con toda confianza. Los criados de un Rothschild no se permitirían por nada del mundo escuchar detrás de las puertas. Son todos intachables. ¿Qué ocurre?

—Enseguida se lo diré, pero antes quisiera saber por qué me ha hecho venir si ya tenía aquí a Vidal-Pellicorne.

El monóculo de Aronov se desprendió al levantar éste una ceja.

—¿Adalbert aquí? Le doy mi palabra de que no lo sabía. ¿Cómo se ha enterado?

—Al ver a un criado lavar un coche en el patio del palacio Adlerstein. Resulta que era el suyo, y no sé qué iba a hacer aquí sin su propietario.

—Yo tampoco, pero, puesto que estaba usted allí, podría haberlo preguntado.

—La verdad es que no puede decirse que estuviera. En realidad, el sirviente con el que me encontré ayer me estaba echando a la calle. Tengo la impresión de que en ese palacio pasan cosas raras, o al menos de que lo habita gente rara.

—Dentro de un momento me contará todo eso.

Tras haberse anunciado mediante unos discretos golpes en la puerta, un lacayo con librea de estilo inglés entró en la habitación llevando una bandeja con un servicio de café, que depositó sobre una mesita antes de ponerse a servir.

—No hacía falta que pidiera nada —dijo Aldo.

—No he pedido nada —repuso Aronov con una de las escasas sonrisas que conferían cierto encanto a su semblante un poco severo—. Esto es simplemente una muestra de la hospitalidad Rothschild. Cuando alguien es admitido en su casa, debe ser servido en el acto. En Londres le ofrecerían té o whisky. Aquí, por supuesto, café, la pasión nacional.

—Y todo porque, al huir después de su frustrado asedio, en 1683, los turcos dejaron tal cantidad de sacos de café que los vieneses se aficionaron a él. ¡Qué curiosas son las cosas!

—No seré yo quien se lo discuta. Cuénteme ahora.

Morosini relató entonces las tres aventuras que había vivido en torno a esa «calle de la Puerta del Cielo» que tan poco lo era para él: la marcha nocturna, su visita de la mañana y, por último, su incomprensible diálogo con el joven del sombrero verde. Finalizó manifestando su intención de ver a la condesa lo antes posible, lo que le exigía ausentarse de la capital.

—Lo malo es que no tengo ni idea de dónde está. Cerca de Salzburgo, pero eso es un territorio muy amplio. Frau Sacher me ha aconsejado que le pregunte a usted sobre el asunto; según ella, es el hombre mejor informado del mundo.

—Sus palabras me honran, pero anoche todavía lo ignoraba. Hoy me he informado. Iba a enviarle una nota: el antiguo castillo familiar, o más bien debería decir la ruina ancestral, se encuentra junto a Hallstatt, pero, como es inhabitable, los Adlerstein, cercanos a la Corte, se han hecho construir una villa..., un castillo en realidad..., cerca de Bad Ischl. Se llama Rudolfskrone y parece ser que es una preciosidad. No creo que tenga ninguna dificultad en localizarlo.

Morosini anotó la información en el cuadernito que llevaba siempre en el bolsillo, se acabó el café y se despidió.

—¿Piensa ir pronto? —preguntó el Cojo.

—Enseguida, si es posible. Volveré al hotel, preguntaré a qué hora sale el primer tren para Salzburgo y me iré..., pero ¿puedo pedirle un pequeño favor?

—Desde luego.

—Intente averiguar qué hace Adalbert aquí. Aunque no tuviera que marcharme, yo no puedo montar guardia día y noche delante del palacio Adlerstein esperando que salga.

—Hemos pensado los dos lo mismo. No se preocupe, yo me encargo de eso. Váyase tranquilo.

Sin embargo, estaba escrito en algún sitio que Aldo no tomaría el tren de Salzburgo. Al llegar al Sacher, se encontró un telegrama que acababan de llevar.

«Le ruego que me disculpe, pero debo pedirle que vuelva inmediatamente. Me veo enfrentado a una situación en la que me es imposible tomar una decisión, entre otras cosas porque Celina amenaza con marcharse. Afectuosamente, Guy Buteau.»

Más que contrariado, Aldo se guardó el papel azul en el bolsillo y descolgó el teléfono interior con la intención de llamar a su casa, pero, tras reflexionar un instante, se limitó a pedir que le reservaran un sleeping en el tren nocturno para Venecia. Si Buteau, que conocía tan bien como él las virtudes del teléfono, había elegido el telégrafo, seguro que tenía una buena razón. De qué asunto podía tratarse, en cambio, no tenía ni la más remota idea, pero, para que hubiera puesto en apuros a Buteau y fuera de sí a Celina, debía ser muy desagradable.

Después de haber llamado a un sirviente para que le hiciera el equipaje, Morosini llamó al palacio Rothschild, pero no pudo hablar con el barón Palmer porque acababa de salir.

—Tenga la amabilidad de transmitirle un mensaje. Dígale que el príncipe Morosini ha sido requerido urgentemente en Venecia y que volverá en cuanto le sea posible.

Una hora más tarde, un taxi lo conducía a la Kaiserin Elisabeth Bahnhof, donde lo esperaba el tren para Venecia.





3 . Una sorpresa mayúscula



Cuando el motoscaffo se deslizó sobre el agua, ya con el motor apagado, para acercarse a los peldaños del palacio Morosini, Celina salió del gran vestíbulo como una Erinia rolliza cada vez con más dificultades para atarse el vasto delantal inmaculado. Esa mañana, las cintas multicolores que flotaban habitualmente sobre su cofia napolitana que llevaba siempre eran todas rojas, como si el genio familiar de los Morosini exhibiera, a la manera de los corsarios y los piratas de antaño, el «sin cuartel», la larga y temible llama escarlata que indicaba al enemigo que el objetivo no era hacer prisioneros. Y su expresión decidida era tan firme que Aldo, inquieto esta vez, se preguntó de qué catástrofe acababa de ser víctima su casa.

Pero no tuvo tiempo de articular ni una sola palabra. Apenas hubo puesto el pie en la escalera, Celina lo agarró de un brazo para llevarlo al interior como si tuviera intención de ponerle grilletes. Naturalmente, Aldo intentó desasirse, pero ella lo tenía bien sujeto y él, desconcertado, a duras penas consiguió dirigir un vago saludo a Zacearía, que contemplaba la escena con expresión abatida, antes de atravesar el patio como un ciclón. Un momento después, la galopada vengadora de Celina acabó en la cocina, donde la voluminosa mujer consintió en soltar a su señor, y lo hizo con tanta precisión que éste aterrizó sobre un taburete. El choque le devolvió el habla:

—¡Menudo recibimiento! ¿Se puede saber qué mosca te ha picado para que me arrastres de esta manera sin siquiera darme tiempo de decir esta boca es mía?

—Era la única manera, si quería que hablaras conmigo antes que con nadie.

—¿Hablar de qué, por favor? Podrías dejarme al menos llegar tranquilamente y servirme una taza de café. ¿Sabes qué hora es?

Las campanas de Venecia tocando el ángelus de la mañana dispensaron a Celina de responder. Ella las acogió haciendo una amplia señal de la cruz antes de ir a buscar la cafetera, que estaba sobre un fogón, volver para plantarse en el otro lado de la gran mesa de roble encerado y llenar una taza puesta ya allí encima junto a un azucarero.

—Lo sé —dijo—, y confiaba en que vinieras en el tren de la mañana. A estas horas, todo el mundo duerme y se puede hablar. En cuanto al café, te lo he preparado porque sigo queriéndote, pero un hipócrita redomado como tú no se lo merece.

La sorpresa y la incomprensión hicieron que las cejas del príncipe se levantaran un centímetro largo.

—¿Yo soy un hipócrita redomado? ¿Y tú «sigues» queriéndome? ¿Qué significa todo esto?

Celina apoyó las dos manos en la madera encerada de la mesa y clavó en el recién llegado una negra y fulgurante mirada.

—¿Cómo llamas tú a un hombre que tiene secretos para la que se ha ocupado de él desde que nació? Yo creía que contaba un poco más para ti. ¡Pero no! ¡Ahora que soy vieja, ya no cuento para Su Excelencia! Su Excelencia tiene una prometida en alguna parte y no me considera digna de saberlo. Es verdad que no hay nada de lo que sentirse orgulloso. Es más, si yo fuera tú, hasta sentiría vergüenza.

—¿Que yo tengo prometida? —dijo Morosini sin salir de su asombro—. Pero ¿de dónde has sacado eso?

—De aquí mismo. De la habitación de las Quimeras, o sea, la menos agradable de la casa. Ahí es donde la he instalado. No querrías que la pusiera en tu cuarto, supongo, eso ya sería el colmo. O en el de tu pobre madre, puesto que tiene el descaro de querer ocupar su sitio. Estas chicas de hoy en día no tienen vergüenza... Pero tendrá que conformarse con eso... hasta esta noche. Sería indecoroso que una señorita durmiera bajo el mismo techo que su futuro esposo, aunque es verdad que el decoro y esa criatura no parecen casar muy bien... Bueno, la cuestión es que como seguramente es lo bastante rica para ir a un hotel, prometida o no, si ella se queda, la que se va soy yo.

Celina hizo una pausa para respirar. Aldo sabía desde siempre que, una vez que se había lanzado, era imposible detenerla y que la sensatez aconsejaba esperar pacientemente. Sin embargo, al ver que volvía a abrir la boca para proseguir su filípica, se levantó, fue directo hasta ella, la asió por los hombros y la obligó a sentarse.

—Si no me dejas decir nada, no nos entenderemos. Para empezar, dime cómo se llama... mi prometida.

—¡No me tomes por idiota! ¡Lo sabes mejor que yo!

—Ahí es donde te equivocas. Acabo de enterarme y estoy impaciente por saber más.

—Creo que será mejor que se lo explique yo —dijo la suave voz de Guy Buteau, que acababa de entrar en la cocina terminando de atarse el cinturón de la bata—. Pero, primero, debo pedirle que me disculpe, querido Aldo.