Quería ir a esperarlo a la estación con Zian y el motoscaffo, pero dormía tan profundamente que ni siquiera he oído el despertador —añadió, pasándose por la cara sin afeitar una mano que trataba de borrar las huellas del sueño—. Y es muy raro, porque no me pasa nunca.

—No se disculpe —dijo Aldo, estrechando las dos manos de su antiguo preceptor—, son cosas que a todos nos pasan alguna vez. Con una buena taza de café se recuperará enseguida —añadió, volviéndose hacia Celina con la suficiente rapidez para sorprender en su ancho rostro marfileño una fugaz sonrisa de satisfacción—. ¿No le servirías una infusión anoche?

Si esperaba desarmar a su cocinera-gobernanta, se equivocaba. Esta levantó la barbilla y contestó, con los brazos en jarras:

—Pues claro que le di una infusión. Una deliciosa mezcla de azahar, tila y majuelo con una pizca de valeriana. Estaba hecho un manojo de nervios; tenía que dormir... y sobre todo no tomarme la delantera. Yo quería verte a solas y la primera.

—Pues lo has conseguido, Celina —dijo Aldo, suspirando, mientras se sentaba a la mesa—. Y ahora, ¿qué te parece si nos sirves un desayuno como Dios manda mientras charlamos? Por lo menos no me acusarás de intentar mantenerte al margen.

—Yo nunca he dicho eso...

Iba a subirse otra vez a la parra cuando Aldo, exasperado, dio un puñetazo en la mesa y se puso a gritar:

—¿Va a decidirse por fin alguno de vosotros a decirme quién está durmiendo en la habitación de las Quimeras?

—Lady Ferráis —contestó Guy, endulzando con generosidad su café.

—Repítamelo —dijo Aldo, que creía haber entendido mal.

—¿Le parece necesario? Lady Ferrals en persona llegó ayer por la mañana anunciándose como su futura, e inminente, esposa y prácticamente exigiendo que se le ofreciera hospitalidad.

—¡Nada de prácticamente! —rectificó Celina—. Lo exigió diciendo que te pondrías furioso cuando regresaras si dejábamos que se instalara en otro sitio.

—Esto es demencial. ¿Y de dónde venía?

—Del Havre, adonde llegó hace poco en el paquebote France. Vino directamente aquí. Parecía inquieta, nerviosa, y se sintió muy decepcionada por su ausencia. Parecía como si no hubiera dudado ni por un instante de que estaba esperándola.

—¿En serio? No la he visto desde... Londres, ¿y le parece raro que no esté aquí cuando ella decide presentarse? Es un poco excesivo, ¿no?

—A mí también me lo parece, pero ¿qué podía hacer? Por eso le mandé el telegrama.

—Hizo muy bien. Voy a aclarar todo este asunto.

—Lo que yo quisiera aclarar es lo que hay de verdad en todo esto —intervino Celina—. ¿Es tu prometida o no?

—No. Reconozco que el año pasado le propuse que se convirtiera en mi mujer, pero ese proyecto no pareció resultarle atractivo. De modo que no tienes ningún motivo para hacer las maletas, Celina. Mejor prepárame unos scampi para comer.

Morosini salió de la cocina y se dirigió hacia la escalera con la intención de ir a asearse un poco. En su habitación encontró a Zaccaria, ocupado en prepararle un baño como solía hacer siempre que volvía de viaje.

—Zaccaria, quisiera que fueses a saludar a lady Ferrals de mi parte y que le dijeras que tenga la amabilidad de reunirse conmigo a las diez en la biblioteca. ¿Entendido?

—Yo diría que está clarísimo. Un poco solemne, quizá.

El encargo no entusiasmaba al viejo mayordomo, quien, al contrario que su esposa, no discutía jamás una orden. Una vez que hubo cumplido ésta, volvió para decir que lady Ferráis estaba de acuerdo, sin más comentarios.

Aldo intentó disfrutar plenamente de su momento preferido del día, el del baño, fumando un cigarrillo mientras estaba sumergido en agua caliente perfumada con lavanda. Allí era donde reflexionaba mejor.

Durante todos los meses transcurridos, había pensado a menudo en Anielka. Con una irritación creciente, todo había que decirlo. El silencio en el que ella había decidido desaparecer después de que el tribunal de Old Bailey la absolviera, a Morosini le había parecido al principio sorprendente —se había tomado bastantes molestias para merecer al menos unas palabras de agradecimiento—, luego hiriente y, finalmente, francamente ofensivo. Y ahora la bella polaca se presentaba de repente en su casa y tenía la desfachatez de declararse su prometida, sin preocuparse lo más mínimo de los perjuicios que podía ocasionar.

—¿Y si y o estuviera viviendo con alguien? —dijo Morosini, indignado, concediéndose una segunda dosis de tabaco inglés—. ¡Es un golpe como para romper un matrimonio... o un embrión de matrimonio!

El enfado, convenientemente alimentado, lo acompañó mientras terminaba de lavarse y después se ponía una camisa azul claro y un traje de franela tan inglés como su tabaco. Cepilló su abundante cabello castaño que la cuarentena plateaba ligeramente en las sienes, lo que añadía un encanto suplementario a su rostro moreno, cuya sonrisa despreocupada, además de mostrar unos bonitos dientes blancos, atenuaba la arrogancia de la nariz y el brillo fácilmente burlón de los ojos, de un azul acerado. Dirigió una rápida y distraída mirada a su imagen y bajó a la biblioteca para encontrarse con la mujer que no sabía muy bien qué sentimientos iba a despertarle.

Como todavía no eran las diez, pensaba que llegaría antes que ella. Sin embargo, Anielka ya estaba allí. Eso lo contrarió, pero sólo por un instante; dado que no había hecho ningún ruido al entrar, tuvo ocasión de contemplar a esa joven que, a los veinte años, se las había arreglado para tener tras de sí un pasado cargado de acontecimientos y la sombra trágica de dos hombres: su marido, sir Eric Ferráis, el riquísimo comerciante de cañones asesinado por envenenamiento, y su amante Ladislas Wosinski, que se había ahorcado.

Había abierto uno de los cartularios y, de pie junto al gran mapamundi sobre soporte de bronce situado ante la ventana central, examinaba un mapa marino antiguo. Su fina silueta se recortaba armoniosamente contra la luz del sol y su imagen seguía siendo arrebatadora. Diferente, sin embargo, y Aldo no estuvo seguro de que ese cambio le gustara. Desde luego, el vestido corto, de un color miel que hacía juego con los ojos de la joven, mostraba hasta las rodillas unas piernas preciosas, pero los hermosos cabellos rubios, que a Aldo siempre le habían parecido maravillosos, habían quedado reducidos a un pequeño casquete, sin duda a la última moda pero infinitamente menos favorecedor que el anterior corte. América y sus excesos, París y su independencia femenina habían pasado por ahí, y era una pena.

No obstante, pese a lo que él creía, Anielka debía de haberlo oído entrar. Sin apartar los ojos del venerable pergamino que contemplaba, dijo con la mayor naturalidad del mundo, como si hiciera sólo unas horas que no se habían visto:

—¡Tienes auténticas maravillas, querido Aldo!

—Esta biblioteca es la única estancia del palacio, junto con la habitación de mi madre, que dejé intacta cuando monté la tienda de antigüedades. Pero ¿te has tomado la molestia de venir hasta aquí para admirarlas? Hay museos más interesantes en el mundo.

Con una desenvoltura un tanto desafiante, Anielka dejó caer el antiguo portulano, que él atrapó al vuelo y fue a dejar en su sitio.

—Nunca me han atraído los museos; sabes muy bien que lo que a mí me gusta son los jardines. He cogido eso sólo para entretenerme mientras te esperaba, pero de todas formas sé reconocer el valor de las cosas.

—¡Nadie lo diría!

Volviéndose bruscamente, Aldo se apoyó en el mueble y preguntó con frialdad:

—¿A qué has venido?

Una sorpresa llena de inocencia agrandó más los ojos dorados de la joven.

—¡Vaya recibimiento! Confieso que esperaba algo muy distinto. ¿No hubo un tiempo en que te declarabas mi paladín, en que querías convencerme de que viniera contigo a Venecia, en que jurabas que, si me convertía en tu mujer, ya no tendría nada que temer?

—En efecto, pero ¿no decidiste tú, muy poco tiempo después, casarte con otro? Que yo sepa, continúas siendo lady Ferráis, ¿o estoy equivocado?

—No, continúo siéndolo.

—Y como no recuerdo haber pedido jamás la mano de esa dama, no me gusta que hayas venido aquí y te hayas presentado como mi prometida.

—¿Es eso lo que te molesta? ¡Vamos, no seas tonto! Sabes de sobra que siempre te he querido y que antes o después seremos el uno del otro.

—Tu seguridad me encanta, pero me temo que no la comparto. Reconocerás, querida, que has hecho todo lo posible para enfriar mis sentimientos. La última vez que nuestras miradas se cruzaron, tú salías del Tribunal en compañía de tu padre y desapareciste en las brumas de Inglaterra antes de embarcar rumbo a Estados Unidos. De todo eso me enteré, además, por el superintendente Warren, porque tú en ningún momento te dignaste dirigirte a mí. ¡Y escribir una nota no cuesta tanto! Por no hablar de una vulgar llamada telefónica.

—Olvidas a mi padre. Desde el momento en que fui puesta en libertad, no se apartó de mí ni un segundo. Y no eres de su agrado, a pesar de lo que hiciste para ayudarme cuando me acusaron de ese horrible asesinato. Lo más sensato era hacerle caso, marcharme para que se olvidaran de mí, al menos durante un tiempo.

—Entonces no te quejes de haberlo conseguido. ¿Puedo saber cuáles son tus planes ahora? Pero, antes de seguir hablando, siéntate, por favor.

—No estoy cansada.

—Como gustes.

Anielka se desplazó lentamente por la vasta estancia aproximándose a la ventana, lo que sólo permitía a Aldo ver un perfil impreciso de ella.

—¿Ya no me quieres? —susurró.

—Es una pregunta que prefiero no hacerme. Estás más guapa que nunca, aunque lamento que hayas sacrificado tus cabellos, y, si formularas la pregunta de otro modo, respondería que me sigues gustando.

—Dicho de otro modo, sigo siendo deseable para ti, ¿no?

—Por supuesto.

—Entonces, si ya no quieres casarte conmigo, seré tu amante, pero tengo que quedarme aquí.

Había vuelto hacia él corriendo y apoyaba sus finas manos sobre los fuertes hombros de Aldo al tiempo que alzaba hacia él una mirada implorante en el sentido estricto del término, pues había lágrimas en sus ojos. Lágrimas y miedo.

—¡Por favor, no me eches! —suplicó—. Tómame, haz de mí lo que quieras, pero déjame quedarme contigo.

Sus bonitos labios trémulos, sus ojos relucientes y un perfume sutil, indefinible y penetrante —sin duda una mezcla cara, elaborada para ella por algún maestro de los perfumes— hacían que estuviera muy seductora, pero Aldo no sintió el ardor que había sentido— al verla en el locutorio de la cárcel de Brixton cuando era una presa condenada a la horca, con un severo vestido negro y su cabellera rubia, casi irreal, por todo adorno. No obstante, fue sensible a la angustia que expresaba todo su ser.

—Ven —dijo con delicadeza, asiéndola del brazo para conducirla hasta un canapé antiguo colocado junto a la chimenea—. Tienes que explicarme todo eso para que me haga una idea clara de la situación en la que te encuentras. Después decidiremos lo que hay que hacer. Pero, antes de nada, dime por qué tienes tanto miedo y de qué.

Mientras él, en cuclillas, atizaba el fuego para avivarlo, ella fue a buscar el bolso a juego con el vestido que había dejado sobre un mueble. Una vez se hubo sentado, sacó de él unos papeles y se los tendió a Aldo.

—De esto es de lo que tengo miedo: amenazas de muerte. En Nueva York recibía cada vez más. Toma. Mira.

Aldo desplegó una carta, pero se la devolvió enseguida.

—Deberías haberla traducido. Yo no leo ni hablo polaco.

—Es verdad. Perdona. Bueno, sin entrar en muchos detalles, en estos mensajes se me acusa de ser causante de la muerte de Ladislas Wosinski. Según dicen, no se suicidó, sino que lo mataron después de haberle obligado a escribir una confesión falsa para salvarme.

Morosini recordó entonces las confidencias del superintendente la última vez que habían cenado juntos antes de que Adal y él se marchasen de Inglaterra. Él también tenía dudas sobre ese suicidio demasiado oportuno que se había producido en un modesto piso de Whitechapel, cuando el juicio de Anielka avanzaba a pasos agigantados hacia una sentencia de muerte. Warren creía que había sido un montaje perfectamente preparado por el conde Solmanski, padre de Anielka, cuya clave no perdía la esperanza de encontrar, y al parecer no era el único.

—¿Qué dice tu padre?

—Llamó a la policía, pero no se tomaron en serio las amenazas. Para ellos es un asunto entre polacos, unos individuos demasiado románticos y descomedidos para que se conceda importancia a sus disputas. Mi padre contrató entonces los servicios de un detective privado para que me protegiera, pero no pudo impedir dos atentados: mi suite del Waldorf Astoria se incendió sin ninguna razón aparente y estuve a punto de ser atropellada al salir de Central Park. Le supliqué a mi padre que me llevase fuera de Estados Unidos, sobre todo porque no me gusta; la gente es desmesurada, brutal, muchos son maleducados y están tremendamente ufanos de sí mismos.