Anyah agarró a Meg del brazo.

– Tú eres buena para mi Dimitri. Él necesita una mujer como tú, que sepa responder a su pasión.

Meg se sonrojó. Para ocultar su turbación, dijo:

– ¿Supo que era su hijo cuando lo vio?

– Da -asintió ella, mirando a Kon con orgullo de madre- Ningún otro niño en Shuryshkary tenía una cara y unos ojos como los de mi pequeño Dima. Y ese remolino en el pelo, y la forma de sus orejas… -con su curtida mano acarició la sien izquierda de Kon-. ¿Ves esa pequeña cicatriz cubierta por el pelo? Se hizo esa herida y la del hombro izquierdo al caerse de un árbol. Creo que tenía cuatro años. Le gustaban mucho los árboles y siempre le pedía a su padre que lo llevara al monte.

A Kon todavía le gustaban los árboles y las montañas, pensó Meg. Ella conocía aquellas cicatrices. Sobre todo, la del hombro, que había besado una y otra vez, porque adoraba cada centímetro de su magnífico cuerpo.

Entonces Kon atrapó su mirada. Meg se dio cuenta por sus ojos, que parecían brasas azules, de que estaba recordando lo mismo que ella.

En inglés, Meg dijo:

– ¿Dónde está Shuryshkary?

– En el norte de Siberia, al pie de los Urales.

– Eso explica muchas cosas -murmuró ella.

Kon asintió y se comprendieron en silencio. Pero Anna metió la cabeza entre los dos.

– ¿Qué significa eso de «suricari»?

Kon se echó a reír.

– Es el pueblo donde nací, Anochka.

Incapaz de reprimir su curiosidad, Meg exclamó:

– ¿Cómo encontraste a tu madre?

– Cuando decidí desertar, conseguí, con ayuda de otro agente que me debía algunos favores, acceder a mi expediente. Entonces supe que mi madre vivía aún y negocié su salida de Rusia con el gobierno estadounidense. Pero, al igual que con Anna y contigo, he tenido que esperar todo este tiempo para traerla aquí. Por desgracia, hubo problemas que impidieron que llegara el día de Navidad, como yo había planeado.

– Oh, Kon… -exclamó Meg. De pronto, su comportamiento el día de Navidad y su desaparición cobraron sentido-. ¿Podrás perdonar…?

– Todo eso está olvidado, Meggie -la interrumpió-. Hoy es el primer día del resto de nuestras vidas.

– Sí -musitó ella y, tomando a su suegra por el brazo, le dijo en ruso-. ¿Está cansada? ¿Quiere subir a su habitación para refrescarse un poco antes de la cena y luego ver la casa de su hijo?

– Hemos comido en el avión que nos ha traído desde San Francisco. Prefiero quedarme con mi nietecita un rato y luego acostarme.

Cuando empezaban a subir las escaleras, con Anna y los perros correteando delante de ellos, la anciana dijo:

– Anna se parece mucho a la hermana de Dima, Nadia. Alegre, curiosa y llena de vida.

– Nadia murió de una enfermedad pulmonar antes de cumplir catorce años -murmuró Kon en inglés.

A Meg se le encogió el corazón.

– ¿Y tu padre?

– Un día salió a cortar madera y le falló el corazón. Fue hace cinco años.

– ¿Cómo ha sobrevivido todos estos años sola?

– Limpiando suelos y cuartos de baño en edificios públicos.

– ¿Cuántos años tiene?

– Sesenta y cinco.

– Es maravillosa, Kon.

– Sí. Y tú también.

Esa noche, mucho más tarde, cuando por fin la casa se quedó en silencio y las luces se apagaron, Kon entró en su habitación, donde Meg lo esperaba impaciente.

– La última vez que eché un vistazo, mi madre le estaba leyendo a Anna El cascanueces. Anna ya ha aprendido algunas palabras en ruso.

– Es natural, cariño -murmuró Meg. Se acercó a él cuando Kon se quitó el albornoz y se deslizó bajo las sábanas-. La señorita Beezley me dijo que era una niña muy inteligente para su edad. La señora Rosen dijo lo mismo de su talento para el violín. Esas cualidades las ha heredado de su padre.

– Y de su madre. De ti ha heredado su dulzura -musitó él, antes de besarla-. Cuando las dejé, se estaban comunicando con increíble facilidad.

Meg apenas podía reprimir sus emociones.

– Ese libro ha sido como un lazo mágico entre todos nosotros, amor mío.

Kon le apartó el pelo de la frente y la miró fijamente.

– Eso es porque El cascanueces es mágico. Cuando mi madre empezó a contarme historias del pasado, de pronto recordé muchas cosas. Uno de mis recuerdos más intensos era verla leerme El cascanueces cuando yo era niño. Por eso me impactó tanto ese libro, y por eso quise dártelo cuando te marchaste de Rusia. Para mí, ese libro simbolizaba la esperanza y el amor, Meggie. Nuestro amor. Ahora todo tiene sentido -se le quebró la voz y volvió a besarla, estrechándola contra sí-. Te deseo, Meggie. Te quiero tanto que me asusta.

– Yo temía haberte perdido otra vez.

– No quiero mentirte, Meggie. Cuando me marché en Navidad, había perdido la esperanza de que pudiéramos estar juntos. Pero tenía que intentarlo otra vez.

– ¡Menos mal! ¡Te quiero tanto! Kon… -gimió al sentir la primera caricia sobre su piel. El placer era casi insoportable-, no puedo creer que esto esté pasando. ¿Estoy soñando?

– ¿Eso importa? -preguntó él en voz baja-. Por fin estamos juntos. Las preguntas y las explicaciones tendrán que esperar. Ahora solo importa que estás aquí, conmigo. Ámame, Meggie -suplicó.

Ella se entregó al único hombre que lo sería todo para ella: guardián, amigo, amante, marido y padre de su hija.

Pocas mujeres habían hecho un camino tan largo y extraño para alcanzar su destino final, su felicidad.

Pero Meg lo había hecho por el amor de Konstantin Rudenko, su príncipe azul.

REBECCA WINTERS


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