Le sujetó el bajo de la falda, se la subió hasta las caderas y le acarició los muslos. Tenía las piernas desnudas, su piel era cálida y sedosa.

Darcy suspiró mientras le acariciaba las nalgas e introducía los dedos en el fragmento sedoso de las braguitas. Pero cuando la caricia llegó a su vientre, apretó los glúteos contra la erección en una invitación silenciosa. Los dos estaban completamente vestidos, pero sentía como si se hallara desnuda ante él.

Kel metió las manos bajo las braguitas y profundizó entre sus piernas, sacando los dedos húmedos. Despacio, la exploró y sintió que se derretía en él. Sabía que podía elevarla a la cima con los dedos, pero cuando tuviera el orgasmo, quería mirarla a los ojos.

Con gentileza, la giró. Ella se apoyó contra la pared y la acarició más profundamente.

Darcy cerró los ojos y arqueó la espalda, pero Kel se retiró y deslizó la mano alrededor de su cuello.

– Mírame -dijo.

Ella abrió los ojos y él vio la pasión que remolineaba en sus profundidades. Darcy entreabrió los labios y él la besó, capturando su boca tal como había hecho con su sexo. El gemido leve que escapó de su boca le indicó que se hallaba cerca. Pero entonces sintió su mano alrededor de la muñeca, apartándolo.

Llevó las manos a su cinturón y comenzó a abrírselo con dedos torpes. Luego siguió la cremallera y, una fracción de segundo más tarde, cerraba los dedos en torno a él. Kel cerró los ojos y disfrutó de la sensación del contacto. Tantas veces había fantaseado con eso, preguntándose por qué años atrás su respuesta al contacto de ella había sido tan intensa… Ni siquiera podía explicarlo en ese momento.

Volvió a besarla.

– Necesito que vayas más despacio -susurró sobre su boca-. No ganaré un premio por acabar primero -y era imposible que pudiera continuar de esa manera. Le acarició la mejilla-. Tenemos tiempo.

– No puedo esperar -indicó Darcy. Del bolsillo de su chaqueta sacó un paquete de celofán.

– ¿Has venido preparada?

– No sabía cuándo o dónde sucedería.

La confesión le satisfizo.

– Pero sabías que sucedería.

Ella asintió y le bajó lentamente los pantalones y los calzoncillos. Cuando rompió el envoltorio del preservativo, él contuvo el aliento mientras se lo enfundaba. Tenían que parar. Durante uno o dos minutos. Pero Darcy estaba decidida a tenerlo… y en ese mismo momento. Y lo único que realmente quería Kel era satisfacerle.

Había pensado en eso durante años, en volver a tenerla en brazos, en poder tocarla a placer, en hundirse en ella y permanecer allí para siempre. Con un gemido bajo, le subió las piernas y las acomodó alrededor de sus caderas y le apartó la barrera sedosa de las braguitas.

Cerró los ojos y el simple hecho de pensar en lo que estaba a punto de hacer lo acercó al precipicio. Pero vaciló durante un instante. ¿Cómo dar marcha atrás una vez que se perdiera en ella?

– Por favor -musitó Darcy contra su oído.

La penetró lentamente, y la sensación de su calor en torno a él le provocó una oleada de placer por todo el cuerpo. Cuando se enterró hondo en ella, esperó, tratando de frenar las palpitaciones del corazón, preguntándose cómo conseguía Darcy quitarle de esa manera el autocontrol.

Ella se movió encima de él, con las piernas en torno a sus caderas, y Kel ya no pudo frenar. Comenzó a moverse, al principio con cuidado, a duras penas manteniendo su necesidad a raya. Pero a medida que la penetraba una y otra vez, perdió el contacto con la realidad. Todos los pensamientos estaban centrados en la sensación de hallarse dentro de ella, de perderse en esos brazos.

No supo cuanto tiempo duraron. Pero cuando Darcy se arqueó contra él, conteniendo el aliento, supo que se encontraba ante el abismo. Quiso traerla de vuelta, pero entonces Darcy gritó y el cuerpo se convulsionó a su alrededor. El orgasmo siguió y siguió hasta que tampoco él pudo contenerse y la embistió una última vez. Luego se derrumbó contra la pared con la cara enterrada en la curva del cuello de ella. Habían alcanzado el orgasmo muy deprisa, aunque la liberación había dado la impresión de durar una eternidad mientras ambos temblaban y gemían de placer.

Mientras aspiraba su fragancia, Kel pensó que era así como había sido. Nada había cambiado. Si había creído que podría quitarse a Darcy Scott de la cabeza, entonces se había equivocado. De hecho, creía que en esa ocasión no podría recobrarse del regreso de ella.

Capítulo Tres

Darcy miró la tercera taza de café que tomaba en el restaurante mientras esperaba que la cafeína actuara. Asolada por pensamientos de Kel, apenas había dormido unas horas. En su cabeza remolinearon el remordimiento, la confusión, la frustración, hasta que se vio obligada a levantarse de la cama y encontrar algo que la calmara. El cuarto kilo de trufas que se había comido a las cuatro de la mañana no había ayudado en nada. En cuanto asomó el sol, había aceptado la derrota y se había metido en la ducha.

Había hecho lo correcto, llegar y huir. Entregarse a una noche entera de placer no alteraría los hechos. Aunque el sexo había sido rápido, seguía siendo el mejor que había tenido en cinco años.

Con una simple caricia, él había eliminado todos los temores e inhibiciones que siempre había tenido con los hombres. Su cerebro se había desactivado y le había liberado el cuerpo para disfrutar de cada sensación maravillosa. Quizá la libertad surgía porque sabía que sólo estaba de paso por su vida. Le haría el amor y luego se marcharía. Después de todo, ¿qué arriesgaba?

Bebió un sorbo de café.

Se sentía como si le hubiera tocado la lotería sexual. Un orgasmo de un millón de dólares con un único intento. En ese momento, lo único que deseaba hacer era comprar otro billete, y otro y otro, y al cuerno las probabilidades y los riesgos.

Si cerraba los ojos, podía recordar el milagro de tenerlo en su interior. Pero ese pequeño desvío a la pasión se había acabado.

Su curiosidad se había visto mitigada y era hora de seguir adelante.

– Parece que te han estado arrastrando detrás de un autobús -Amanda se sentó en la silla frente a Darcy-. ¿Has dormido algo?

– Un poco -reconoció.

– He comprobado el registro y visto que Míster Béisbol sigue con nosotros. ¿Hablaste con él? -volvió a mirarla y se percató de lo somnolienta que se veía Darcy-. Aguarda…no vayas por ahí. Oh, no, no lo hiciste.

Darcy se limpió los labios con la servilleta, con la esperanza de ocultar la sonrisa que no quería desaparecer.

– No era mi intención, pero no pude remediarlo. Al menos ya puedo dejar de contar. La sequía se ha terminado.

– ¿Y ahora comienza la temporada de los tifones? ¡Te has acostado con un huésped!-exclamó Amanda-. ¿No dimos un seminario sobre eso?

– Técnicamente, no es un huésped. Es un viejo amigo que da la casualidad de que se hospeda en el Delaford.

– Ah, ahora sois amigos.

– De acuerdo, no somos amigos, pero nos… conocemos bien -Darcy gimió y enterró la cara en las manos-. No quiero hablar de esto.

– No me importa. Voy a quedarme aquí sentada hasta que me cuentes todos los detalles -cruzó los brazos.

– Esperaba que fuera mal -comenzó Darcy-. La verdad, lo esperaba para poder olvidarlo al fin. Por eso seguí adelante con toda la seducción, para demostrarme que no podría estar a la altura del recuerdo.

– ¿Y?

– Y en cuanto comprendí que sería incluso mejor, me fue imposible marcharme. Estábamos… consumidos. Y ahora voy a dedicar los próximos cinco años a pensar en lo de anoche. Siento como si me hubiera succionado un agujero negro de frustración sexual.

Con expresión pensativa, Amanda eligió un croissant de la fuente que había sobre la mesa.

– Bueno, hay una manera de salir. Podrías pasar una o dos noches más con él. Quizá toda la semana -dio un mordisco al extremo y masticó despacio.

– ¿Y cómo ayudaría eso?

– Tarde o temprano, se caerá de ese pedestal de sexo al que lo has subido y hará algo típicamente masculino.

– ¿Cómo qué?

– ¿Tengo que ser específica? Cariño, al final, todos son iguales. Se olvidarán de limpiar las uñas de los pies que se han cortado en el cuarto de baño y esperarán que lo hagas tú, todos piden hacer un trío con el bombón del apartamento de al lado, esperando que te domine una locura temporal y aceptes. Lo llevan grabado en las hormonas. Si eres paciente, ya lo verás.

Darcy movió la cabeza con melancolía.

– Pensé que cuando encontrara a un hombre al que deseara tanto como deseo a Kel, estaría enamorada. Que disfrutaría de un gran romance, cautivada por algún Príncipe Encantado sexualmente aventurero.

– Todas queremos eso, Darcy. Pero el Príncipe Encantado por lo general es terriblemente aburrido en la cama. Su hermano perverso, el Duque de la Depravación, es quien te hace ver las estrellas. Algunos hombres están hechos para casarse y otros para pasarlo bien con ellos. Creo que Kel Martin cae en esta última categoría. Divertido, un poco peligroso, pero no hecho para un consumo diario.

– ¡Y ésa es exactamente la forma en que ellos piensan de nosotras! -exclamó Darcy-. Están las chicas con las que te casas y las chicas con las que juegas.

– Al menos sabes donde estás con el Duque, ¿no? Sólo es sexo -Amanda suspiró, se bebió el zumo de arándanos de Darcy y se puso de pie-. He de irme. Su Alteza viene hacia aquí.

Darcy giró en la silla y vio que Kel se aproximaba. Llevaba una camisa azul suave, unos pantalones caqui y unos mocasines. Aún lucía el pelo mojado por la ducha y no se había molestado en afeitarse, lo que le daba un aire todavía más peligroso.

Cuando llegó a su mesa, se sentó en la silla que acababa de dejar libre Amanda, le dio la vuelta a una taza y se sirvió un café.

– Buenos días -saludó alegre.

– Buenos días -repuso Darcy.

– Se te ve preciosa esta mañana -dijo después de beber un sorbo.

– Para -pidió ella. No podía estar diciendo la verdad. Al llegar a su habitación, había dado vueltas en la cama casi toda la noche, antes de darse una ducha para ir a la reunión con el personal de todos los días a las ocho. Tenía ojeras y se había recogido el pelo en una coleta.

Amanda tenía razón. Parecía como si la hubieran arrastrado detrás de un autobús-. No hace falta activar el encanto a estas horas.

– Al despertar, no estabas allí -comentó él.

Darcy frunció el ceño.

– Me viste marchar.

– En realidad, no me gustó esa parte de la noche -comentó él.

– Creía que ése era el trato.

Él frunció el ceño.

– ¿Teníamos un trato?

– Como la última vez. Todo era de sexo, nada más.

Kel la miró largo rato y movió la cabeza.

– ¿De qué diablos estás hablando?

De pronto ella sintió el estómago revuelto y, aterrada, se preguntó si se habría equivocado. Había dado por hecho que él recordaba la última noche que habían pasado juntos en San Francisco. Que en silencio habían acordado que eso ya había pasado una vez y que estaba a punto de repetirse. Pero quizá se había equivocado.

– Sabes de qué estoy hablando.

Él le cubrió la mano con la suya.

– ¿Estás enfadada conmigo? Espero que no, porque pensaba que quizá quisieras que pasáramos algo más de tiempo juntos -ella apartó la mano-. ¿Juegas al golf? -le preguntó-. Podríamos jugar hoy o dar un paseo. Tengo entendido que por aquí hay unos viñedos estupendos.

Darcy se puso de pie y tiró la servilleta sobre la mesa. Estaba harta de ese juego.

– ¿Me estás diciendo que no recuerdas la noche que pasamos en San Francisco? ¿El bar de Penrose, la botella de champán, el ascensor? Eras nuevo en la ciudad, yo necesitaba una copa para relajarme y terminamos desnudos en tu habitación.

Una lenta sonrisa reemplazó la expresión seria de Kel.

– Recuerdo aquella noche muy bien -bebió un sorbo de café.

– Entonces, ¿por qué fingiste que no la recordabas? -demandó Darcy.

– Hasta que tú lo mencionaste, no estaba seguro de que tú la recordaras, así que no te muestres tan ofendida.

Darcy no supo qué decir. Su indignación se disolvió despacio, sustituida por la inquietante sensación de que lo que habían iniciado la noche anterior no se había acabado. Volvió a sentarse.

– ¿Y ayer me reconociste en la tienda de chocolate?

– Nada más verte. ¿Por qué crees que estoy aquí, Darcy? Los spa nunca me han interesado.

– No se si te interesan o no, pero lo que pasó anoche no se va a repetir.

Con gesto distraído, entrelazó los dedos con los de ella.

– ¿Por qué no? Desde luego, a mí me encantó, igual que a ti, a menos que… -rió entre dientes-. ¿Lo fingiste, Darcy?

– No -trató de no pensar en el modo en que su dedo pulgar le acariciaba el interior de la muñeca.