– No me habías dicho que fuese tan guapa -dijo Elizabeth con tono lastimero-, ni tan joven. Creía que me habías dicho que estaba en la cuarentena.

– Y lo está. Lo que pasa es que se conserva muy bien. Tener buen aspecto forma parte de su trabajo. Dirige una revista de moda, o la dirigía. -Varias veces se había preguntado por qué razón habría dejado la revista. Había oído rumores relativos a problemas de salud, pero no tenía ni idea si eran o no ciertos. A él le parecía de lo más sana. Se preguntó si, simplemente, se habría aburrido de su trabajo. La coincidencia de fechas no llegó a decirle nada. A veces los hombres no son demasiado despiertos con esa clase de cosas. En ningún momento se le había ocurrido pensar que hubiese dejado el trabajo por él.

– Es una mujer muy hermosa -insistió Elizabeth apretando los dientes, y después pasó a lamentarse de los muchos problemas que había tenido con el desfile de moda de la Júnior League. Cualquiera a excepción de Elizabeth se habría dado cuenta de que John se estaba aburriendo. A ella le gustaba oírse hablar.

Para alivio de Fiona, justo cuando llegaron los platos que ella y Adrian habían pedido, John pagó la cuenta de la cena y, sin mirarla, él y su acompañante se levantaron y salieron. Una vez fuera, en la calle, mientras intentaban decidir si ir a casa de John o a la de ella, él echó un vistazo a través del ventanal y vio a Fiona charlando con Adrian y riendo. Y, al igual que le había pasado a Adrian, él también apreció el llamativo parecido con Audrey Hepburn. Clavó los ojos en Fiona, pero Elizabeth no se dio cuenta. Se estaba lamentando de algo relacionado con su hija de veinte años o su hijo de catorce. Era viuda y le había insistido mucho a John para que saliesen, algo sobre lo que a él le había costado tomar una decisión. No quería confundir a los hijos de Elizabeth, y no estaba seguro del grado de compromiso que había adquirido con su madre. Le había costado mucho tiempo superar lo de Fiona. Pero estaba seguro de haberlo logrado. Hasta esa noche. Casi había olvidado lo hermosa que era, y verla había supuesto todo un vuelco. Sin ser consciente, o sin pretenderlo al menos, Fiona había vuelto a poner en marcha la maquinaria.

– No me estás escuchando -se lamentó Elizabeth. John volvió a prestarle atención-. No me has escuchado en toda la noche. -John no podía recordar ni una sola palabra de lo que le había dicho desde que Fiona entró en el restaurante.

– Lo siento. Estaba pensando en otra cosa. -He dicho, ¿por qué no vamos a tu casa? Mis hijos están en la mía.

– Lo siento, Elizabeth. Llevo todo el día con un increíble dolor de cabeza. ¿Te importaría mucho si te llevo a tu casa? -Quería volver a su apartamento y quedarse a solas con sus pensamientos. No estaba de humor esa noche para hacer el amor. A veces, estar con Elizabeth resultaba simplemente agotador. Y ella no podría haber dicho nada para hacerle sentir mejor. No podía insistir para que se metiese en la cama con ella. En cuestión de minutos la dejó en su casa y volvió a su apartamento en taxi.

A esas alturas, Fiona y Adrian habían dado buena cuenta de la cena, y de regreso al apartamento de Adrian hablaron de Andrew Page. Estaba ansiosa por tener noticias de la comida que el agente iba a tener con los de la editorial. Como mínimo, pensar en su libro le evitaba pensar en John.

14

Fiona firmó el contrato con Andrew Page a la mañana siguiente, y por la tarde él la telefoneó al móvil. La comida había ido bien y la editora, por lo visto, estaba dispuesta a leer el libro. Se mostró muy interesada cuando Andrew se lo describió y también impresionada al saber que Fiona era la autora. Sabía quién era. Creía que Fiona resultaría un buen reclamo publicitario y no cabía duda de que formaría parte del paquete que tenían que vender. La imagen y el estilo no lo eran todo, pero no se podía negar que ayudaban lo suyo.

A finales de semana, Fiona había cumplido con todo lo que tenía previsto hacer en Nueva York. Había vendido su casa, había pasado tiempo con Adrian, había encontrado agente y una importante editorial estaba considerando la posibilidad de publicar su novela. Andrew le envió el manuscrito a la editora al día siguiente. Fiona incluso se había encontrado con John. No había sido fácil para ella, pero había sabido sobrellevarlo. Tenía que pasar tarde o temprano. No podía decir que hubiese superado aquella historia por completo, pero había llevado a cabo algunos destacables progresos. Ahora lo que deseaba por encima de todo era regresar a París y empezar el nuevo libro. En el avión perfilaría con más precisión el esquema del mismo.

Adrian le prometió que ese año pasaría las Navidades con ella en París. Y, una vez allí, iba a esforzarse por encontrar una casa de compra. Fiona había dejado sus cosas en un guardamuebles de Nueva York, pero quería volver a tenerlas cerca. El apartamento en el que se alojaba le iba bien, pero quería algo permanente. Ahora estaba convencida de que no volvería a vivir en Nueva York. Resultaba difícil de creer que hiciese ya un año de su marcha. Y le alivió comprobar que ya no echaba de menos su trabajo. Sí lo hizo en un principio, pero ahora estaba totalmente concentrada en escribir. Para ella era cumplir un sueño. A pesar de que otros sueños hubiesen muerto.

Una semana después de su llegada a París, Fiona ya había visto dos casas que no le gustaron y había empezado a escribir su nuevo libro. Estaba otra vez en la brecha, y para Acción de Gracias ya llevaba camino recorrido. A esas alturas había tenido ya noticias de la editorial, que había rechazado el libro. La editora creía que se trataba de una obra demasiado seria para ellos y, en cierto sentido, un tanto pesada. Pero Andrew no parecía afectado y le dijo que ella tampoco tenía por qué estarlo. Ya se lo había enviado a otra editorial.

La mañana de Acción de Gracias, Adrian la telefoneó. Se había levantado a las cinco de la madrugada para preparar los pavos. Tenía treinta invitados a comer y le dijo que estaba al borde de la locura.

– Me siento como un ginecólogo. Acabo de rellenar cinco pájaros.

– Qué desagradable. -Fiona dejó escapar una risotada.

– ¿Y tú qué vas a hacer hoy?

– Nada. Aquí no es festivo. Estoy trabajando en mi libro.

– Eso es sacrilegio -le reprendió-. Entonces, ¿qué motivo tienes para dar gracias? -Era una buena pregunta, y no estaba de más recordar que tenía muchos motivos para estar agradecida, incluso por aquellas cosas que no habían salido como tenía planeado'.

– Tú -dijo sin dudarlo-. Y mi trabajo. -Estaba agradecida por haber acabado un libro y haber empezado el segundo.

– ¿Eso es todo? Vaya lista más patética.

– Es suficiente -replicó tranquila. Todavía no había hecho nada por iniciar algo así como su vida social, pero tampoco le importaba-. Estoy deseando verte -añadió contenta. Adrian iba a ir en Navidad y estaban muy ocupados haciendo planes. Se quedaría en su apartamento, igual que ella había hecho cuando estuvo en Nueva York. Aparcaría en su habitación de invitados, y habían previsto ir a Chartres, pues Adrian no había estado nunca. Y viajaría otra vez a la ciudad en enero, para los desfiles de alta costura. A Fiona le encantaba la perspectiva de verlo dos veces en los próximos dos meses. Seguía siendo su mejor amigo.

Le deseó suerte con la comida, feliz día de Acción de Gracias, se puso nostálgica durante un minuto y después se dijo a sí misma que no tenía sentido estarlo. Tenía mejores cosas que hacer que sentir lástima de sí misma, a pesar de que sintió añoranza de su país cuando pensó en la comida que Adrian estaba preparando; deseó poder estar allí.

Había empezado a escribir de nuevo cuando sonó el teléfono. Creyó que sería Adrian otra vez para preguntarle algo acerca de los pavos. No solía recibir llamadas telefónicas, a veces no hablaba con nadie durante días. Y había hablado con Andrew Page el día anterior. Nunca la llamaba nadie a excepción de Andrew y Adrian, y su agente no la llamaría el día de Acción de Gracias.

– ¿Por qué me llamas? Yo no sé cocinar -respondió esperando escuchar la voz de Adrian. Por eso se sorprendió al comprobar que no era así. Era una voz familiar, pero le costó unos segundos ubicarla. Acto seguido, su corazón dio un vuelco. Era John.

– Eso es casi una confesión. La verdad sale a la luz. Siempre me decías que sabías.

– Lo siento -dijo sin pensar-. Creí que era Adrian. Está preparando la comida de Acción de Gracias en Nueva York. -No tenía ni idea desde dónde la llamaba John, y no estaba segura de si le importaba o no. Por supuesto que sí le importaba, pero en cualquier caso no iba a aceptarlo así como así. Había vuelto a prometérselo a sí misma cuando estuvo en Nueva York. Era raro que la llamase. No había vuelto a llamarla desde que la dejó. La única comunicación entre ellos la habían establecido sus respectivos abogados. Fiona guardó silencio esperando escuchar el motivo de su llamada.

– Estaba en Londres por cuestiones de trabajo y he parado en París de camino a casa -le explicó-. Se me ocurrió una idea absurda. Es Acción de Gracias y me preguntaba si te gustaría comer o cenar conmigo en Le Voltaire. -John sabía que era su restaurante favorito, y a él también le había gustado cuando estuvieron juntos. Habló con torpeza. Y se produjo una largo, larguísimo silencio al otro lado de la línea.

– ¿Por qué? -se limitó a preguntar. ¿Qué sentido tenía?

– Por lo viejos tiempos o algo por el estilo. Tal vez podamos ser amigos. -Pero ella no quería ser su amiga. Había estado enamorada de él, de hecho todavía lo estaba. Lo supo al volver a verlo en Nueva York. Y él había encontrado a una mujer que se parecía a Ann.

– No sé si necesito un amigo -dijo Fiona sin rodeos-. No sé cómo funcionan esas cosas. Y nunca he estado divorciada antes. Soy inexperta en esas cuestiones. ¿Se supone que tendríamos que ser amigos?

– Si queremos serlo, sí -respondió él con cautela, a pesar de sentirse un tanto bobo respondiendo a su pregunta-. Me gustaría ser tu amigo, Fiona. Creo que lo que tuvimos fue especial. Simplemente, no funcionó. -Por lo visto, no, dado que él la había abandonado menos de seis meses después de casarse y todavía seguía intentando justificarse. Recordó lo que Adrian le había dicho, que creía que John había sido estúpido dejándola, que no todo había sido culpa suya. Se sentía mucho mejor consigo misma después de lo que le dijo Adrian.

– No te guardo rencor -dijo con sinceridad-. Pero me temo que me siento dolida. -Muy, muy, muy dolida. Había sido una manera muy suave de decirlo. En los primeros meses tras su separación, tuvo que esforzarse por seguir viviendo, dejó su trabajo, abandonó su carrera profesional y su casa y se trasladó a París. Dolida no describía en absoluto su situación. Pero finalmente las cosas habían salido adelante. Tenía una nueva carrera, y con un poco de suerte vendería un libro.

– Lo sé -admitió John con tono triste-. Me siento muy culpable por ello. -Ya podía sentirse así.

– Me parece lo justo. -No quiso decirle que Adrian también lo creía.

– No sabía cómo lidiar con tu manera de vivir. Éramos tan diferentes. Demasiado diferentes. -Intentó explicarse pero ella le cortó. No quería volver a oír hablar de todo eso. Era parte del pasado.

– Creo que hemos sabido superarlo. ¿Qué tal tu amiga?

– ¿Qué amiga? -La pregunta le pilló con la guardia baja.

– La dama de la Júnior League con la que te vi en La Goulue.

La voz de John sonó extraña.

– ¿Cómo supiste que era de la Júnior League? ¿Os conocíais? -Elizabeth no se lo había dicho, por lo que le sorprendió la afirmación de Fiona.

– No. Me lo pareció. Lo llevaba escrito en la frente. Se parece a Ann.

– Es cierto. -Entonces se echó a reír y decidió ser sincero con ella. Era un pequeño paso para establecer su amistad, que era el argumento que se había dado a sí mismo para llamarla-. A decir verdad, me aburre.

– Oh. Lo siento. -Fiona se odió a sí misma por ello, pero lo cierto era que le alegró oírlo-. Es mona.

– Y tú. Estabas estupenda en La Goulue. París va contigo. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Escribir. Novelas. Acabé un libro en verano y acabo de empezar otro. Es divertido. Estuve en Nueva York para buscarme un agente.

– ¿Lo encontraste? -Estaba interesado. Siempre le intrigaba todo lo relacionado con ella. Seguía creyendo que era asombrosa, y su nueva vida lo demostraba. Había dejado atrás una exitosa carrera en Nueva York, se había instalado en París y había emprendido un nuevo camino profesional. Y, conociéndola, estaba convencido de que su libro se convertiría en un best-seller.

– He firmado con Andrew Page.

– Impresionante. ¿Lo ha vendido ya?

– No, pero he recibido mi primer rechazo. O sea que supongo que ahora soy, oficialmente, escritora. -Sospechaba que habría otros muchos rechazos, pero Andrew parecía confiar en venderlo, así que no estaba preocupada.