Comprobaron si llevaba algún documento que la identificase, pero no lo encontraron. No tenía nada en los bolsillos, ni siquiera dinero, aunque seguramente se le debían de haber vaciado al volar por los aires. Y si hubiese llevado bolso lo habría perdido cuando salió despedida del vehículo en el que viajaba. Era una víctima no identificada de un atentado terrorista. No llevaba absolutamente nada que pudiese servir para identificarla, ni siquiera la llave de su habitación del Ritz. Incluso su pasaporte estaba sobre su escritorio, en el hotel.

Carole abandonó la escena en una ambulancia con otro superviviente inconsciente que había salido del túnel desnudo y con quemaduras de tercer grado en todo el cuerpo. Los auxiliares sanitarios atendieron a ambos pacientes, aunque parecía poco probable que ninguno de ellos llegase vivo a La Pitié. La víctima quemada murió en la ambulancia. Carole estaba moribunda cuando la metieron a toda prisa en el hospital para llevarla a la unidad de traumatología. Había un equipo preparado, en espera de que llegasen los heridos. Las dos primeras ambulancias ya habían aparecido con cadáveres.

La doctora responsable del servicio de traumatología examinó a Carole con gesto sombrío. La herida de la mejilla era muy fea y las quemaduras de los brazos eran de segundo grado, aunque la de la cara parecía menor comparada con el resto de sus lesiones. Llamaron a un ortopedista para que le recompusiera el brazo, pero tuvo que esperar a que evaluasen los daños de la cabeza. Había que hacer varios escáneres urgentes y el corazón de Carole se paró antes de que pudiesen comenzar. El equipo cardíaco se puso a reanimarla a un ritmo frenético y consiguió que el corazón volviese a latir, pero luego la presión sanguínea cayó en picado. Había once personas trabajando con ella mientras traían a otras víctimas, aunque por el momento Carole era una de las más graves. Llegó un neurocirujano para examinarla y por fin pudieron hacer los escáneres. El doctor decidió aplazar la intervención, pues la paciente no estaba lo bastante estable para aguantarla. Le limpiaron las quemaduras y le recompusieron el brazo. Dejó de respirar y la conectaron a un respirador. Por la mañana se calmaron un poco las cosas en la unidad de traumatología, y el neurocirujano volvió a evaluarla. La principal preocupación del equipo médico era la inflamación cerebral. Resultaba difícil valorar con cuánta fuerza había chocado contra el muro del túnel y cuáles serían las secuelas en caso de que sobreviviese. El neurocirujano seguía sin querer operar y la jefa del servicio de traumatología estaba de acuerdo con él. Si podía evitarse la intervención, ambos lo preferían para no empeorar su estado. La vida de Carole pendía de un hilo.

– ¿Está aquí su familia? -preguntó el doctor con cara seria.

Suponía que sus parientes querrían que le diesen la extremaunción, como la mayoría de las familias.

– No hay familia. No está identificada -explicó la jefa del servicio de traumatología.

El neurocirujano asintió. Había en La Pitié varios pacientes sin identificar. Tarde o temprano sus familias o amigos les buscarían y se conocería su identidad. En ese momento resultaba irrelevante. Estaban recibiendo la mejor atención posible, fueran quienes fuesen. Eran cuerpos destrozados por una bomba. Esa noche ya habían muerto tres niños allí poco después de que los trajesen, irreconocibles por las quemaduras. Los terroristas habían cometido un acto malvado. El neurocirujano dijo que volvería al cabo de una hora para comprobar cómo estaba Carole. Mientras tanto, ella permaneció en la zona de reanimación de la unidad de traumatología, atendida por un equipo que intentaba desesperadamente mantenerla viva y con las constantes vitales estables. Se debatía literalmente entre la vida y la muerte. Lo único que parecía haberla salvado era el hueco al que había salido despedida, que le había proporcionado una bolsa de aire y una protección contra el fuego. De no haber sido así, como tantos otros, se habría quemado viva.

A mediodía el neurocirujano se fue a dormir un poco en una camilla, dentro de una pequeña habitación. Estaban tratando a cuarenta y dos víctimas del atentado del túnel. En total, la policía que acudió al lugar de los hechos había dado parte de noventa y ocho heridos y hasta el momento se habían rescatado setenta y un cadáveres, aunque aún quedaban más en el interior. Había sido una noche larga y terrible.

Cuando el doctor volvió cuatro horas más tarde, se sorprendió de encontrar a Carole aún con vida. Su estado era el mismo, el respirador seguía respirando por ella, pero otro TAC mostraba que la inflamación cerebral no había empeorado, lo que suponía una ventaja importante. Sus peores lesiones parecían localizarse en el tronco del encéfalo. Había sufrido un daño axonal difuso, con desgarros leves causados por las fuertes sacudidas cerebrales. No había forma de evaluar aún cuáles serían las secuelas a largo plazo. Su cerebro también había resultado afectado, cosa que podía poner en peligro sobre todo la función muscular y la memoria.

Le habían suturado la herida de la mejilla y, cuando el neurocirujano la miró, le comentó al médico que comprobaba sus constantes vitales que era una mujer guapa. Nunca la había visto, pero su cara le resultaba familiar. Supuso que debía de tener unos cuarenta o cuarenta y cinco años como máximo. Le sorprendía que nadie hubiese venido a buscarla. Aún era pronto. Si vivía sola, podían pasar varios días antes de que alguien se percatase de su desaparición. Sin embargo, las personas no permanecían toda la vida sin identificar.

El día siguiente era sábado y los equipos de la unidad de traumatología continuaron trabajando sin descanso. Pudieron cambiar a algunos pacientes a otras unidades del hospital, y varios fueron trasladados en ambulancia a centros especiales de quemados. Carole permaneció incluida en la lista de los pacientes heridos cuyo caso revestía mayor gravedad, junto con otros como ella que se hallaban en otros hospitales de París.

El domingo empeoró su estado, ya que empezó a tener fiebre, cosa que cabía esperar. Su organismo se hallaba en estado de shock y seguía luchando con la muerte.

La fiebre duró hasta el martes y luego remitió por fin. Su inflamación cerebral mejoró ligeramente mientras continuaba en observación. Sin embargo, no estaba más cerca de recuperar la conciencia que cuando ingresó. Tenía la cabeza y los brazos vendados, y el brazo izquierdo escayolado. La herida de la mejilla se estaba curando, aunque dejaría una cicatriz. La principal preocupación del equipo médico continuaba siendo el cerebro. La mantenían sedada debido al respirador, pero, incluso sin sedación, seguía en coma profundo. No había forma de evaluar qué daños cerebrales sufriría a largo plazo o si tan siquiera sobreviviría. De ninguna manera estaba aún fuera de peligro. Todo lo contrario.

El miércoles y el jueves nada cambió y Carole continuó con la vida pendiente de un hilo. El viernes, una semana entera después de su ingreso, los nuevos escáneres mostraron una ligera mejoría, lo cual era alentador. La jefa del servicio de traumatología comentó entonces que era la única víctima que aún no había sido identificada. Nadie había acudido a reclamarla, cosa que parecía extraña. Para entonces, todos los demás, muertos o vivos, habían sido identificados.

Ese mismo viernes la camarera de día que limpiaba su habitación le hizo un comentario a la gobernanta del Ritz. Dijo que la mujer que se alojaba en la suite de Carole no había dormido allí en toda la semana. Su bolso y su pasaporte estaban en la habitación, al igual que su ropa, pero la cama nunca se había utilizado. Era evidente que la dienta se había desvanecido después de registrarse. A la gobernanta no le pareció raro; los huéspedes hacían a veces cosas extrañas, como reservar una habitación o una suite para tener una aventura clandestina y aparecer solo esporádicamente, raras veces o nunca, si las cosas no salían como estaba previsto. Lo único que le extrañaba era que el bolso estuviese allí y que el pasaporte se hallase sobre el escritorio. Estaba claro que la huésped no había tocado nada desde que se registró. Como simple formalidad, informó de ello en recepción. Allí tomaron nota, aunque Carole había reservado la habitación para dos semanas y tenían una tarjeta de crédito que garantizaba la reserva. Después de su fecha de reserva, se habrían preocupado. Sabían muy bien quién era y tal vez nunca pretendió utilizar la habitación, sino tenerla disponible con algún fin desconocido. Las estrellas de cine hacían cosas extrañas. Tal vez se alojase en otra parte. No había ningún motivo para relacionarla con el atentado terrorista en el túnel. Sin embargo, en su cuenta escribieron una nota que decía: «La dienta no ha utilizado la habitación desde que se registró». Por supuesto, esa información no debía compartirse con la prensa ni, de hecho, con nadie. Nunca se les hubiese ocurrido. Además, su desaparición, si eso era, bien podía tener que ver con su vida amorosa y una necesidad de discreción que era sagrada para ellos. Como todos los buenos hoteles, guardaban muchos secretos, y sus clientes sabían agradecérselo.

El lunes siguiente Jason Waterman llamó a Stevie. Era el primer marido de Carole y el padre de sus hijos. Ambos se llevaban bien, pero no hablaban con frecuencia. Le dijo a Stevie que hacía una semana que trataba de comunicarse con Carole llamando a su teléfono móvil y que ella no había respondido sus mensajes. No había tenido mejor suerte cuando intentó llamar a su casa durante el fin de semana.

– Está de viaje -explicó Stevie.

Le había visto varias veces y él siempre se mostraba agradable con ella. Stevie sabía que Carole había mantenido una buena relación con él por sus hijos. Llevaban dieciocho años divorciados, aunque Stevie no conocía los detalles. Ese era uno de los escasos temas de los que Carole no quería hablar con ella. Solo sabía que se divorciaron mientras Carole rodaba una película en París, dieciocho años atrás, y que en los dos años siguientes ella se quedó en París con los niños.

– Lleva el teléfono móvil, pero no funciona en el extranjero. Se marchó hace casi dos semanas. No creo que tarde en tener noticias suyas.

Stevie tampoco había tenido noticias suyas desde la mañana en que llegó a París, diez días antes, pero Carole le había advertido que no se pondría en contacto con ella. Stevie suponía que debía de estar viajando por ahí o escribiendo y que no quería que la molestasen. A Stevie nunca se le pasaría por la cabeza la idea de importunarla. Esperaría a que Carole contactase con ella cuando le apeteciese.

– ¿Sabe dónde está? -preguntó él preocupado.

– La verdad es que no lo sé. Primero fue a París, pero iba a viajar un poco por su cuenta.

A él le dio la impresión de que tenía un nuevo amor, pero no quiso preguntar.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Stevie.

De pronto se inquietó por los chicos. Si les había ocurrido algo, Carole querría saberlo de inmediato.

– No es nada importante. Estoy intentando organizar las Navidades. Sé que nuestros hijos tienen previsto pasar el día de Acción de Gracias con Carole, pero ignoro qué planes tiene ella para las Navidades. He hablado con Anthony y Chloe, pero ellos tampoco saben nada. Me han ofrecido una casa en Saint Bart para pasar el Año Nuevo y no quería estropear los planes de Carole.

Sobre todo ahora que Sean había muerto, las vacaciones con sus hijos significaban mucho para ella. Jason siempre se había portado bien en ese sentido. Stevie sabía que se había vuelto a casar, aunque el matrimonio duró poco, y que tenía dos hijas más que ahora vivían en Hong Kong con su madre y eran adolescentes. Carole había mencionado que él no las veía a menudo, solo un par de veces al año. Mantenía una relación mucho más estrecha con los hijos de Carole y con ella misma.

– Le diré que le llame en cuanto tenga noticias de ella. Ya no creo que tarde mucho. Espero recibir su llamada cualquier día de estos.

– Confío en que no estuviese en París cuando estallaron esas bombas en el túnel. ¡Menudo desastre!

El atentado también había sido noticia en Estados Unidos. Un grupo fundamentalista extremista se había responsabilizado finalmente de él, cosa que también había causado protestas en el mundo árabe, que no quería en modo alguno verse relacionado con los terroristas.

– Fue horroroso. Lo vi en las noticias. Al principio me preocupé, pero fue el día en que llegó. Estoy segura de que estaba bien cómoda en el hotel descansando del vuelo y que ni se le pasó por la cabeza acercarse por allí.

Los viajes largos la agotaban y el día de llegada solía quedarse durmiendo en la habitación.

– ¿Ha intentado enviarle un correo electrónico? -preguntó Jason.

– Tiene el ordenador desconectado. La verdad es que quería pasar un tiempo sola -respondió Stevie en tono impasible.