– ¿Dónde se aloja? -preguntó él inquieto.
Stevie también empezaba a intranquilizarse. Había pensado en la posibilidad de que le hubiese ocurrido algo, pero se había dicho que era ridículo inquietarse. Estaba segura de que Carole se encontraba bien, pero la preocupación de Jason resultaba contagiosa.
– En el Ritz -dijo Stevie rápidamente.
– La llamaré y le dejaré un mensaje.
– Puede que ella esté de viaje y que no tenga respuesta en un par de días. Todavía no me preocupa demasiado.
– No estará de más que le deje un mensaje. Además, necesito saber si puedo reservar la casa y no quiero comprometerme si los chicos no quieren venir. Podría ser divertido para ellos.
– Muy bien, se lo haré saber si me llama -le aseguró Stevie.
– Veré si puedo encontrarla en el Ritz. Gracias.
Jason colgó y Stevie se sentó ante la mesa de su despacho, reflexionando. Estaba decidida a no preocuparse. Parecía muy poco probable que le hubiese ocurrido algo a Carole. ¿Cuáles eran las probabilidades de que estuviese en el lugar del atentado terrorista? Una entre cien millones. Stevie se obligó a dejar de pensar en ello mientras volvía a trabajar en el proyecto del que se estaba ocupando, consistente en reunir información para la labor de Carole a favor de los derechos de las mujeres. Estaba documentándose para un discurso que Carole tenía previsto pronunciar ante las Naciones Unidas. La ausencia de Carole le ofrecía a Stevie la oportunidad de ponerse al día.
En cuanto colgó, Jason llamó al Ritz de París y pidió que le comunicaran con la habitación de Carole. Le pusieron en espera mientras telefoneaban para anunciar la llamada. Carole siempre pedía que le filtrasen las llamadas. Cuando el telefonista volvió a ponerse, le dijo que no estaba en su habitación y que le pasaba con recepción, algo nada habitual. Jason decidió esperar a ver qué tenían que decirle. Un recepcionista le pidió que aguardase un momento. Entonces se puso al teléfono el subdirector, que le preguntó a Jason con acento británico quién era. La llamada se estaba volviendo cada vez más extraña y a Jason no le gustó.
– Me llamo Jason Waterman y soy el ex marido de la señora Barber. También soy un antiguo cliente del Ritz. ¿Ocurre algo? ¿La señora Barber se encuentra bien?
Sin saber por qué, empezaba a tener una sensación desagradable en la boca del estómago.
– Estoy seguro de que así es, señor. Es bastante raro, pero la gobernanta nos ha dejado una nota sobre su habitación.
Estas cosas pasan. Puede que esté de viaje o que en realidad se aloje en otro establecimiento, aunque lo cierto es que no ha utilizado su habitación desde que se registró. En condiciones normales no lo mencionaría, pero la gobernanta estaba preocupada. Al parecer, todas sus cosas están ahí, incluso su bolso, y dejó el pasaporte sobre el escritorio. Hace casi dos semanas que no hay señales de actividad en la habitación de la señora -dijo en voz baja, como si divulgase un secreto.
– ¡Mierda! -soltó Jason-. ¿La ha visto alguien?
– No que yo sepa, señor. ¿Le gustaría que llamásemos a alguien?
Aquello era muy raro. Los hoteles como el Ritz no decían a las personas que llamaban que el huésped por el que preguntaban llevaba dos semanas sin utilizar su habitación. Jason comprendió que también debían de estar preocupados.
– Sí -respondió Jason a su pregunta-. Puede que esto le parezca una locura, pero quisiera que hablase con la policía o con los hospitales a los que llevaron a las víctimas del atentado en el túnel y simplemente se asegurase de que no hay víctimas sin identificar, vivas o muertas. ¿Le importaría hacer unas llamadas? -preguntó al subdirector, quien prometió hacerlo.
Decirlo le ponía enfermo, pero de pronto estaba preocupado por ella. Aún la quería. Siempre la había querido. Era la madre de sus hijos y eran buenos amigos. Esperaba que no hubiese sucedido nada terrible. Si no era por el atentado del túnel, Jason no tenía ni idea de dónde demonios estaba. Stevie debía de estar mejor informada que él, aunque no querría divulgar sus secretos. Tal vez se hubiese reunido con algún tipo en París o en otro lugar de Europa. Al fin y al cabo, volvía a ser soltera desde la muerte de Sean. Pero, entonces, ¿por qué no había utilizado su habitación o al menos cogido su pasaporte y su bolso? Esas cosas no pasaban, se dijo. Pero a veces sí. Esperaba que estuviese liada con un nuevo amor y no en un hospital, o peor.
– ¿Sería tan amable de dejarme su número, señor?
Jason se lo dio. Era la una de la tarde en Nueva York y las siete en París. No esperaba tener noticias suyas hasta el día siguiente. Colgó intranquilo y se sentó ante su escritorio, donde permaneció largo rato pensando en ella y mirando fijamente el teléfono. Veinte minutos más tarde su secretaria le dijo que le llamaban del hotel Ritz de París. Era la misma voz británica y entrecortada con la que había hablado antes.
– ¿Sí? ¿Ha podido averiguar algo? -preguntó Jason en tono tenso.
– Eso creo, señor, aunque puede que no sea ella. En el hospital de La Pitié Salpétrière hay una víctima del atentado que aún no ha sido identificada. Es una mujer rubia de entre cuarenta y cuarenta y cinco años aproximadamente. Nadie la ha reclamado.
Sonaba como si fuese una maleta perdida y la voz de Jason era un gruñido cuando habló.
– ¿Está viva?
Le aterraba oír la respuesta.
– Está en estado crítico en la unidad de cuidados intensivos. Sufre una herida en la cabeza. Es la única víctima del atentado que les queda por identificar. También tiene un brazo roto y quemaduras de segundo grado. Está en coma y por eso no han podido identificarla. No hay motivos para creer que sea la señora Barber, señor. Yo diría que alguien la habría reconocido incluso aquí en Francia, ya que es famosa en todo el mundo. Esa mujer debe de ser francesa.
Jason se estaba poniendo enfermo.
– No tiene por qué. Puede que tenga la cara quemada o que sencillamente no esperen verla allí. O puede que no sea ella. Ojalá no lo sea -respondió Jason al borde de las lágrimas.
– Así lo espero -dijo el subdirector con voz suave-. ¿Qué quiere que haga, señor? ¿Envío a alguien del hotel a echar un vistazo?
– Ya me ocupo yo. Puedo coger el vuelo de las seis. Llegaré a París a las siete de la mañana, más o menos, y al hospital a las ocho y media. ¿Podría reservarme una habitación?
Su mente funcionaba a toda velocidad. Deseó poder llegar allí antes, pero sabía que ese era el primer vuelo. Viajaba a París a menudo y siempre cogía el mismo vuelo.
– Me encargaré de ello, señor. Confío sinceramente en que no sea la señora Barber.
– Gracias. Nos vemos mañana.
Sentado ante su mesa, Jason se había quedado atónito. No podía ser. Aquello no podía haberle ocurrido a ella. Pensarlo resultaba insoportable. No sabía qué hacer, así que llamó a Stevie a Los Ángeles y le contó lo que le había dicho el subdirector del Ritz.
– ¡Dios mío! Por el amor de Dios, dígame que no es Carole -dijo Stevie con voz ahogada.
– Ojalá no lo sea. Voy a comprobarlo yo mismo. Llámeme si tiene noticias suyas, y no les cuente nada a los chicos si llaman. Le diré a Anthony que me voy a Chicago, a Boston o algo así. No quiero explicarles nada hasta que lo sepamos -le dijo Jason con firmeza.
– Yo también iré -dijo Stevie, fuera de sí.
El último sitio en el que quería estar en ese momento era Los Ángeles. Por otra parte, si Carole estaba bien, iba a pensar que estaban chiflados cuando volviese al Ritz desde Budapest, Viena o dondequiera que hubiese estado y se encontrase con Jason y con ella. Debía de estar perfectamente en algún lugar de Europa, pasándolo bien y sin tener ni idea de que se preocupaban por ella.
– ¿Por qué no espera hasta que averigüe algo allí? El tipo del hotel tiene razón, puede que no sea ella. Si lo fuese, probablemente la habrían reconocido.
– No lo sé. Tiene un aspecto muy sencillo sin maquillaje y con el pelo recogido. Además, seguramente no esperan que una estrella de cine estadounidense aparezca en una unidad de traumatología de París. Puede que no se les haya ocurrido.
Stevie también se preguntó si se le habría quemado la cara, cosa que explicaría que no la reconociesen.
– ¡No pueden ser tan estúpidos, por el amor de Dios! Es una de las actrices más famosas del planeta, incluso en Francia -le espetó Jason.
– Supongo que tiene razón -dijo Stevie, poco convencida.
Pero, por otra parte, él tampoco estaba convencido, o no iría hasta allí. Solo trataban de tranquilizarse mutuamente, sin demasiado éxito.
– No llegaré a París hasta las diez de esta noche, hora de Los Ángeles -le dijo Jason a Stevie-, y no creo que sepa nada hasta que pasen un par de horas más. Iré directamente al hospital desde el aeropuerto y la veré en cuanto pueda. Pero para entonces ya será medianoche en Los Ángeles.
– Llámeme de todos modos. Me quedaré despierta y, si me duermo, tendré en la mano el teléfono móvil.
Le dio el número y él lo anotó. Prometió llamarla cuando llegase al hospital de París. A continuación, le pidió a su secretaria que cancelase sus citas para la tarde y el día siguiente. Le dijo lo que se disponía a hacer, pero le advirtió que no se lo mencionase a sus hijos. La versión oficial era que tenía que ir a una reunión de urgencia en Chicago. Cinco minutos más tarde salió de su despacho y paró un taxi. Veinte minutos después estaba en su piso del Upper East Side, donde echó sus cosas en una maleta. Eran las dos de la tarde y tenía que salir de la ciudad a las tres para coger el avión de las seis.
Esperar a marcharse durante la siguiente hora fue un martirio. Y fue peor una vez que llegó al aeropuerto. La situación le parecía surrealista. Iba a ver a una mujer en coma en un hospital de París, rezando para que no fuese su ex esposa. Llevaban dieciocho años separados, y sabía desde hacía catorce que divorciarse de ella había sido el mayor error de su vida. La había dejado por una modelo rusa de veintiún años que resultó ser la mayor cazafortunas del planeta. En aquel momento estaba locamente enamorado de ella. Carole estaba en la cumbre de su carrera, haciendo dos y tres películas al año. Siempre estaba rodando en alguna parte o haciendo la promoción de una película. El era entonces la joven promesa de Wall Street, pero su éxito resultaba insignificante comparado con el de ella. Carole había ganado dos Oscar en los dos últimos años y eso a él le fastidiaba. Había sido una buena esposa, pero Jason se dio cuenta más tarde de que su ego era demasiado frágil para sobrevivir a esa clase de competencia. El mismo necesitaba sentirse un personaje y, frente a la fama de Carole, nunca lo conseguía. Así que se enamoró de Natalya, que parecía adorarle, y luego le desplumó y le dejó por otro.
La modelo rusa era lo peor que les había ocurrido a ambos, y desde luego a él. Era bellísima y se quedó embarazada pocas semanas después de que iniciasen su relación. Jason dejó a Carole por Natalya y se casó con esta antes de que se secara la tinta en los papeles del divorcio. Natalya tuvo otro bebé al año siguiente y luego le dejó por un hombre con mucho más dinero del que tenía Jason en aquel momento. Desde entonces había tenido dos maridos, y ahora vivía en Hong Kong, casada con uno de los financieros más importantes del mundo. Jason apenas conocía a sus dos hijas. Eran tan guapas como su madre y casi unas extrañas para él, a pesar de que las visitaba dos veces al año. Natalya no les dejaba viajar a Estados Unidos para verle, y los tribunales de Nueva York no tenían jurisdicción alguna sobre ella. Era una auténtica arpía que le sacó hasta el último centavo cuando se divorciaron, un año después de que Carole y los niños volviesen de París y se mudasen a Los Ángeles. Aunque Carole había vivido en Nueva York con él mientras estuvieron casados, decidió irse a Los Ángeles. Su trabajo estaba allí, y después de París era como empezar de nuevo. Cuando Natalya se fue, Jason intentó volver con Carole. Pero ya no había nada que hacer. Para entonces ella no quería tener nada que ver con él. Cuando Jason se enamoró de Natalya tenía cuarenta y un años y sufría alguna clase de demencial crisis de los cuarenta. A los cuarenta y cinco, cuando comprendió el error que había cometido y cómo había destrozado su vida y la de Carole, era demasiado tarde. Ella le dijo que todo había terminado entre ellos.
Carole había tardado varios años en perdonarle y no volvieron a hacerse realmente amigos hasta después de que se casara con Sean. Por fin era feliz. Jason nunca había vuelto a casarse. A sus cincuenta y nueve años, tenía éxito y estaba solo, y consideraba a Carole una de sus mejores amigas. Nunca en su vida olvidaría la expresión de su rostro cuando, dieciocho años atrás, le dijo que la abandonaba. Parecía que le hubiese pegado un tiro. Desde entonces había revivido ese momento mil veces y sabía que nunca se perdonaría a sí mismo. Todo lo que quería ahora era saber que estaba sana y salva, y no herida en un hospital de París. Al subir al avión esa noche supo que la quería más que nunca. Durante el vuelo llegó incluso a rezar, algo que no hacía desde que era niño. Estaba dispuesto a hacer cualquier trato que pudiese con Dios con tal de que la mujer del hospital de París no fuese Carole. Y, si lo era, con tal de que sobreviviese.
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