Jason se pasó todo el vuelo despierto, pensando en ella. Recordando el día en que nació Anthony, y luego Chloe… el día en que la conoció… lo guapa que era a los veintidós años e incluso ahora, veintiocho años más tarde. Habían vivido juntos diez años maravillosos, hasta que él lo jorobó todo con Natalya. Ni siquiera podía imaginarse cómo debió de sentirse Carole. Cuando fue a decírselo estaba trabajando en una película importante en París. Había sido un vuelo como el de aquella noche; entonces tenía una misión, la de poner fin a su matrimonio para poder casarse con Natalya. Ahora rezaba por su vida. Estaba demacrado y angustiado cuando el avión aterrizó bajo la lluvia en el aeropuerto Charles de Gaulle de París justo antes de las siete de la mañana, hora de París. El vuelo había llegado con unos minutos de antelación. Jason llevaba el pasaporte en la mano cuando aterrizaron. Ya no podía seguir soportando la incertidumbre. Todo lo que quería era llegar al hospital lo antes posible y ver por sí mismo a la víctima del atentado sin identificar.
4
Jason solo se llevó a París su maletín y una pequeña bolsa de viaje. Esperaba distraerse trabajando en el avión, pero no llegó a abrir el maletín; no habría podido concentrarse en los papeles. Esa noche solamente pensó en su ex esposa.
El avión aterrizó en París a las 6.51 de la mañana, hora local, y estacionó en una pista apartada. Los pasajeros bajaron las escaleras bajo una lluvia torrencial y subieron a un autobús que aguardaba. A continuación se dirigieron despacio y dando bandazos hacia la terminal. Jason, impaciente, se moría de ganas de llegar a la ciudad. Como no había facturado equipaje, estaba en un taxi a las siete y media y pidió al taxista, en un francés vacilante, que le llevase al hospital de La Pitié Salpétrière, donde se hallaba la mujer sin identificar. Jason sabía que estaba en el boulevard de l'Hôpital, en el distrito 13, y lo había anotado para evitar errores. Entregó la hoja de papel al taxista, que asintió.
– Bien. Entiendo -dijo en un inglés con mucho acento, ni mejor ni peor que el francés de Jason.
Tardaron casi una hora en llegar al hospital. Nervioso en el asiento trasero, Jason se decía que la mujer que estaba a punto de ver no debía de ser Carole, que acabaría desayunando en el Ritz y que tropezaría con ella a su regreso. Sabía lo independiente que era ahora. Siempre lo había sido, pero aún más desde la muerte de Sean. Jason sabía que viajaba con frecuencia a conferencias mundiales sobre los derechos de la mujer y que había participado en varias misiones de la ONU. Sin embargo, no tenía ni idea de lo que hacía en Francia. Fuera lo que fuese, esperaba que no estuviese cerca del túnel cuando se produjo el atentado terrorista. Con un poco de suerte, estaría en otra parte. Pero, en ese caso, ¿qué hacían su pasaporte y su bolso en el Ritz? ¿Por qué había salido sin ellos? Si le ocurría algo, nadie sabría quién era.
Jason sabía que a Carole le encantaba su anonimato y la posibilidad de vagar libremente sin que los fans la reconociesen. Le resultaba más fácil en París, aunque no demasiado. Carole Barber era conocida en el mundo entero y eso animaba a Jason a creer que la mujer del hospital de La Pitié Salpétrière no podía ser ella. ¿Cómo podían no reconocer ese rostro? Era impensable, a menos que hubiese quedado desfigurado. Mil pensamientos aterradores atravesaban su mente cuando el vehículo se detuvo por fin delante del hospital. Jason pagó la tarifa con una generosa propina y bajó del taxi. Parecía exactamente lo que era, un distinguido hombre de negocios norteamericano. Llevaba un traje inglés gris, un sobretodo de cachemira azul marino y un reloj de oro carísimo. A sus cincuenta y nueve años continuaba siendo un hombre atractivo.
– Merci! -le gritó el taxista desde la ventanilla, levantando el dedo pulgar por la buena propina-. Bonne chance!
Le deseaba suerte. La expresión de Jason Waterman le indicaba que la necesitaría. La gente no iba directamente del aeropuerto a un hospital, sobre todo aquel, si no había ocurrido nada malo. El taxista había llegado a esa conclusión, y los ojos y el rostro agotado de Jason le dijeron lo demás. Necesitaba afeitarse, ducharse y descansar un poco. Pero aún no.
Jason entró a grandes zancadas en el hospital con su bolsa en la mano, confiando en que alguien hablase el inglés suficiente para ayudarle. El subdirector del Ritz le había dado el nombre de la jefa del servicio de traumatología. Jason se paró a hablar con la joven de recepción y le mostró la hoja de papel en que lo llevaba escrito. Ella respondió deprisa en francés y Jason le dio a entender que no comprendía ni hablaba el idioma. La joven señaló hacia el ascensor que se hallaba a sus espaldas y levantó tres dedos mientras pronunciaba las palabras «troisième étage». Tercera planta. «Réanimation», añadió. Aquello no le sonó bien. Era el término francés que indicaba la UCI. Jason le dio las gracias y se dirigió a toda prisa hacia el ascensor. Tenía ganas de acabar con aquello. Se sentía sumamente estresado y sufría palpitaciones. No había nadie en el ascensor, y cuando llegó a la tercera planta miró desorientado a su alrededor. Un cartel indicaba «Réanimation». Se dirigió hacia el cartel, recordando que esa era la palabra que había pronunciado la chica de la planta baja, y se encontró ante la recepción de una ajetreada unidad. El personal médico corría de acá para allá y se veían varios cubículos con pacientes de aspecto apagado en su interior. Los aparatos zumbaban y silbaban, los monitores pitaban, los enfermos gemían y el olor de hospital le revolvió el estómago tras el largo vuelo.
– ¿Hay alguien aquí que hable inglés? -preguntó con voz firme, aunque la recepcionista no dio muestras de entenderle-. Anglais. Parlez-vous anglais?
– Engleesh… one minute…
La mujer, que hablaba una mezcla de inglés y francés, fue a buscar a alguien. Apareció una doctora con bata blanca, pantalones de hospital, un gorro de ducha en la cabeza y un estetoscopio en torno al cuello. Tenía más o menos la edad de Jason y su inglés era bueno, lo que supuso un alivio para él, pues temía que nadie entendiese sus palabras y, lo que era peor, que él no entendiese lo que le decían.
– ¿En qué puedo ayudarle? -le preguntó la doctora en voz alta y clara.
Él preguntó por la jefa del servicio de traumatología y la doctora le dijo que no estaba, aunque a cambio ofreció su ayuda. Jason explicó por qué estaba allí y se olvidó de añadir el «ex» delante de la palabra «esposa».
Ella le miró con atención. El hombre iba bien vestido y parecía respetable. También parecía muerto de preocupación. El pensó que debía de parecer un loco y explicó que acababa de llegar en el vuelo de Nueva York. Pero ella pareció entenderlo. Jason explicó que su esposa había desaparecido del hotel y que temía que pudiese ser la víctima no identificada.
– ¿Cuánto tiempo hace?
– No estoy seguro. Yo estaba en Nueva York. Ella llegó el día del atentado terrorista en el túnel. Nadie la ha visto desde entonces y no ha vuelto al hotel.
– Han pasado casi dos semanas -dijo ella.
La doctora parecía preguntarse por qué había tardado tanto en averiguar que su esposa había desaparecido. Era demasiado tarde para explicarle que estaban divorciados, puesto que se había referido a ella como su esposa, y tal vez fuese mejor así. No sabía qué clase de derechos tendrían los ex maridos en Francia en esos casos; seguramente ninguno, como en cualquier otra parte.
– Mi esposa estaba de viaje; puede que no sea ella. Espero que no. He venido para comprobarlo.
La doctora asintió con gesto de aprobación y luego le dijo algo a la enfermera de recepción, que señaló una habitación con la puerta cerrada.
La mujer le indicó que la siguiera y abrió la puerta de la habitación. Jason no podía ver a la paciente que estaba en la cama, rodeada de máquinas. Había dos enfermeras de pie junto a ella que no le dejaban ver. Oyó el zumbido del respirador y el runrún de las máquinas. La doctora le hizo pasar. Había una tonelada de aparatos en el interior. De pronto Jason se sentía como un intruso, un mirón. Se disponía a ver a una mujer que tal vez fuese una desconocida. Sin embargo, tenía que verla para asegurarse de que no era Carole. Se lo debía a ella y a sus hijos, aunque pareciese una locura. Incluso a él le parecía estar cerca de la paranoia, o tal vez simplemente del sentimiento de culpa. Siguió a la doctora y vio una figura inmóvil tendida en la cama, con un respirador en la boca, la nariz cerrada con cinta adhesiva y la cabeza inclinada hacia atrás. Estaba completamente inmóvil y su rostro tenía una palidez mortecina. El vendaje de la cabeza parecía enorme; tenía otro en la cara y una escayola en el brazo. Desde el ángulo en que se aproximaba a ella, era difícil verle la cara. Dio otro paso adelante para ver mejor. Entonces se quedó sin aliento y los ojos se le llenaron de lágrimas. Era Carole.
Su peor pesadilla acababa de hacerse realidad. Se acercó y tocó los dedos ennegrecidos que sobresalían de la escayola. No sucedió nada. Carole se hallaba en otro mundo, lejos de allí, y parecía que nunca fuese a regresar. La miró mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Lo peor había ocurrido. Ella era la víctima no identificada del atentado del túnel. La mujer a la que una vez amó y todavía amaba se debatía entre la vida y la muerte en París, y llevaba sola en aquel hospital casi dos semanas, mientras todos los que la querían ignoraban por completo lo sucedido. Jason se volvió consternado hacia la doctora.
– Es ella -susurró.
Las enfermeras le miraban fijamente. Todas habían comprendido que la había identificado.
– Lo siento -dijo la doctora con voz suave antes de indicarle con un gesto que la siguiera al exterior-. ¿Es su esposa? -preguntó, aunque ya no necesitaba confirmación. Las lágrimas de Jason hablaban por sí mismas. El hombre parecía deshecho-. No teníamos forma de identificarla. No llevaba documentos, nada que tuviera su nombre.
– Ya lo sé. Dejó el bolso y el pasaporte en el hotel. Lo hace de vez en cuando.
Carole siempre salía sin bolso, con un billete de diez dólares en el bolsillo. Ya lo hacía años atrás, cuando vivían en Nueva York, aunque él siempre le decía que llevase su documentación. Esta vez había sucedido lo peor y nadie sabía quién era, cosa que aún le resultaba difícil de creer.
– Mi esposa es actriz, una famosa estrella de cine -añadió Jason al cabo de unos momentos.
Sin embargo, eso ya no importaba. Era una mujer en la UCI con una grave lesión craneal, nada más. La doctora parecía atónita e intrigada por lo que él había dicho.
– ¿Es una estrella de cine?
– Carole Barber -dijo él, consciente del impacto que tendrían sus palabras.
La doctora se sorprendió.
– ¿Carole Barber? No lo sabíamos -respondió visiblemente impresionada.
– Sería preferible que la prensa no lo descubriese. Mis hijos no lo saben todavía y no quiero que se enteren así. Quisiera llamarles primero.
– Por supuesto -dijo la doctora, cayendo en la cuenta de lo que iba a ocurrirles.
No la habrían cuidado de forma distinta, pero ahora, cuando se supiese que estaba allí, se verían asediados por la prensa. Eso iba a dificultarles la vida. Había sido mucho más fácil mientras solo era la víctima desconocida de un atentado. Tener a una de las principales estrellas de cine de Estados Unidos en su unidad de réanimation iba a amargarles la vida a todos.
– Cuando se sepa, será difícil mantener alejada a la prensa -añadió la doctora, preocupada-. Tal vez podamos utilizar su apellido de casada.
– Waterman -dijo él-. Carole Waterman.
Hubo un tiempo en que esa fue la verdad. Carole nunca había adoptado el apellido de Sean, que era Clarke. Habrían podido utilizar también este último y Jason comprendió que ella tal vez lo habría preferido. Pero ¿qué importaba ahora? Lo único que importaba era que sobreviviese.
– ¿Va a… va a… se pondrá bien?
No pudo pronunciar las palabras y preguntar si iba a morir. Sin embargo, parecía muy probable. Carole tenía muy mal aspecto; parecía casi muerta.
– Lo ignoramos. Las lesiones cerebrales son difíciles de pronosticar. Ha experimentado una mejoría y las gammagrafías cerebrales son buenas. La inflamación está remitiendo. Sin embargo, mientras no despierte no podemos saber qué daños sufrirá. Si continúa mejorando pronto le quitaremos el respirador. Entonces debe respirar por sí misma y despertar del coma. Hasta entonces no podemos saber cuáles son los daños ni los efectos a largo plazo. Necesitará rehabilitación, pero nos queda un largo camino por delante. Todavía está en peligro. Existe riesgo de infección y de complicaciones, y el cerebro podría volver a inflamarse. Recibió un golpe muy fuerte en la cabeza. Tuvo mucha suerte de no sufrir quemaduras peores, y el brazo se curará. La cabeza es nuestra principal preocupación.
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