– Aquí, en esta soledad, no encontrarás mucho que robar -dijo Karl-. En cambio, hay mucho trabajo honesto como para tener ocupadas las manos de un muchacho desde el amanecer hasta la puesta del sol. Es un buen lugar para olvidar que alguna vez aprendiste a robar.
Los dos hermanos se volvieron y miraron a Karl al mismo tiempo; luego se miraron entre sí, sonriendo, al darse cuenta de que los habían perdonado otra vez. Anna se atrevió a estudiar el perfil de Karl, la nariz recta y nórdica, la mejilla ronceada, el pelo rubio y ondulado como una ola bañada por el sol sobre la oreja en forma de caracol, esos labios que cabían rozado los suyos hacía tan poco tiempo. Oh, era magnífico en todo sentido. Y se preguntó cómo una persona podía ser tan buena. ¿Qué clase de hombre es éste, se preguntó, que enfrenta cada nuevo obstáculo y lo supera con tanta paciencia?
Él la miró fugazmente. En ese momento, Anna podría haber jurado que vio una sonrisa asomar a sus labios. Luego se puso a contemplar el bosque.
Anna sintió aligerarse el peso que caía sobre sus hombros, como si fuera una semilla de diente de león arrastrada por la cálida y perfumada brisa del verano. Se tomó las rodillas y sonrió, mirando el camino cubierto de huellas. Por primera vez, abarcó con la mirada las bellezas que la rodeaban.
Estaban atravesando un lugar de verde magnificencia. La selva estaba tapizada de muros verdes interrumpidos cada tanto por un tranquilo espacio donde los pastos de la pradera pugnaban por prevalecer.
Árboles de proporciones gigantescas formaban una bóveda por encima de otros más jóvenes, que buscaban llegar al cielo. El cielo estaba adornado con un gran diseño de hojas. Anna echó hacia atrás la cabeza para poder contemplar esa bóveda sombreada de verde esmeralda.
Karl miró su arqueada garganta, y sonrió ante esa pose infantil y encantadora.
– ¿Qué piensas ahora de mi Minnesota?
– Pienso que tenías razón. Es mucho mejor que la pradera.
– Mucho mejor -repitió Karl complacido con su respuesta. De repente, se sintió expansivo y locuaz-. Aquí hay madera para todo lo que puedas nombrar. ¡Arces! Arces hay a montones y están llenos de néctar. No encontrarás otros como éstos en ninguna parte. -Los señalaba estirando el brazo por delante de la nariz de Anna- ¿Ves?, aquél es el arce blanco… treinta metros de madera y más de cincuenta litros de savia todos los años. Y lo que se puede obtener: violines, madera con vetas, flores, hojas. -Soltó una risa ahogada-. Cuando cortas un arce, está lleno de sorpresas. Es duro… y se lo puede lustrar hasta que brille como el agua quieta.
Anna nunca antes había pensado en los árboles más que como en árboles. La divertía el vínculo que Karl tenía con ellos. Siguieron un poco más lejos antes de que Karl señalara otra vez el paisaje.
– ¿Ves aquél? Acacia amarilla. Se parte tan fácilmente como la manzana que cae de un árbol. ¿Y aquel castaño? También es fácil de partir. Se pueden conseguir tablas tan lisas como la piel de un bebé.
En ese momento, la luz del Sol les dio de pleno. Anna se resguardó los ojos y miró a Karl. Él observaba la cabeza levantada, los ojos entrecerrados, la nariz fruncida, la sonrisa atractiva. Todo en ella era encantador, y estaba satisfecho de que Anna no encontrara el tema ni demasiado profundo ni demasiado aburrido.
Anna buscó alrededor, con una repentina intuición de cómo complacerlo. Descubrió una nueva variedad, la señaló y preguntó:
– ¿Qué es aquél?
Karl siguió su dedo con la mirada.
– Ése es un haya.
– ¿Y para qué sirve? -preguntó, siguiéndolo con los ojos hasta que lo tuvo de frente.
– ¿El haya? Este árbol se talla. Se adapta al cuchillo de tallar como ninguna otra madera que conozca. Y cuando se la lustra, su madera luce mejor que ninguna.
– ¿Significa que no se puede tallar cualquier madera vieja? -preguntó James.
– Se puede probar, pero algunos te desilusionarán. ¿Sabes?, algunas personas no entienden de árboles. Piensan que la madera es madera y piden a los árboles cosas que ellos no pueden dar. Debes pedirle a un árbol que haga lo que mejor sabe, y jamás te desilusionará. Por eso, yo parto la acacia, tallo el haya y hago tablones con el pino y el castaño. Lo mismo pasa con la gente. No le pediría al herrero que me haga un pastel, ¿no es cierto? O a un pastelero que le coloque una herradura a mi caballo. -Karl les hizo una ligera mueca-. Si lo hiciera, tendría que comerme la herradura y colocarle el pastel a la pata de mi caballo.
James y Anna se rieron alegremente, lo que hizo que Karl se sintiera inteligente de verdad y más optimista que nunca con respecto a esta nueva familia suya.
– Cuéntanos más -dijo James-. Me gusta oír hablar de los arboles.
Anna levantó la mirada y estudió la mandíbula de Karl, mientras él paseaba la mirada de adelante hacia atrás y avanzaban a los saltos por el camino. Anna pensó que nunca había conocido a nadie que estuviera tan atento a todo, pareciendo no estarlo.
– Pronto llegaremos a los robles -continuó Karl-. A los robles les gusta crecer en bosquecillos. Con el roble blanco se hacen ripias que pueden mantener un techo firme durante cincuenta años. Piensa en eso, ¡cincuenta años! Es mucho tiempo, cincuenta años. Una vida más larga que la de mi morfar, que…
– ¿Tu qué? -interrumpió Anna frunciendo la cara.
– Mi morfar, el padre de mi madre. Me enseñó mucho de árboles, como mijar, mi padre, también. Mi morfar me dio las primeras lecciones.
Anna se quedó meditando sobre esto de aprender de un abuelo a amar la tierra y sus frutos.
– ¿Pero tu… tu morfar…? -A Anna le sonó ridícula su pronunciación, pero Karl recibió su intento con aprobación- ¿Está muerto, ahora?
– Sí, murió hace varios años pero no antes de enseñarme mucho de lo que sabía acerca de los bosques. Mi mormor todavía vive, está en Suecia.
Una nota de tristeza apareció en la voz de Karl. Anna hubiera querido consolarlo poniéndole una mano sobre el brazo. Parecía perdido en sus pensamientos; luego miró por un segundo sobre su hombro, como lamentando haberlos cargado con sus recuerdos o con su soledad.
“Está bien”, Anna sonrió al enviar este tácito mensaje y luego lo instó a continuar:
– Sigue… te interrumpí. Estabas hablando de los robles.
– Sí, los robles… -Otra vez se mostró contento, y Anna lo prefirió así- ¿Sabes que cuando se corta el roble, se desprenden partículas hermosas y naturales que se mezclan con la lluvia y la hacen correr por canales como si fuera el cauce de un río cayendo sobre una cascada? Es verdad. Pero cuando necesito postes para el cerco, uso el roble rojo. Una vez usé el roble blanco para el mango de un hacha y no sirvió. Demasiado duro. Es mejor el nogal para los mangos de las hachas, pero aquí no hay. El fresno es casi tan bueno para eso. Es ligero, resistente y flexible.
– ¿Flexible? -preguntó James, perplejo ante la idea de que la madera pudiera ser elástica.
– Así debe ser, para poder soportar el impacto de las manos cuando golpean el tronco.
– ¿Qué otras clases de árboles tienes?
– Cerezos silvestres, pero no muchos, sólo uno que otro. Con el cerezo silvestre hago mazos. De los sauces, obtengo mimbre. El saúco nos brinda su sombra y su belleza -dijo Karl con una sonrisa-. No debemos olvidar que ciertos árboles nos dan nada más que sombra y belleza, y se sienten felices si no les pedimos más que eso.
James sonrió de costado.
– Vamos, Karl, los árboles no pueden ser felices. -Apoyó los codos en los muslos y paseó la mirada de Anna al hombre rubio, que sonreía con satisfacción-. Hombre, se ve que sabes mucho sobre árboles -dijo James enderezándose otra vez y abarcando el paisaje con la mirada. Estaba sorprendido de que un hombre pudiese haber aprendido tanto. ¡Y Karl no tenía más que veinticinco años!
– Como te dije, aprendí de mi morfar y mi jar en Suecia, que es muy parecida a Minnesota. Por eso vine aquí en lugar de ir a Ohio. También aprendí de mis hermanos mayores. Todos trabajamos la madera desde que éramos más jóvenes que tú. Creo que empezamos tarde con tus lecciones, ¿eh, muchacho? Debes aprender dos veces más rápido que Karl.
Pero James percibió un tono de broma en la voz de Karl, lo que le provocó más curiosidad.
– Cuéntame más acerca de los árboles -pidió casi atolondradamente, pues había quedado atrapado en la magia del aprendizaje y estaba contagiándose del amor que Karl prodigaba a los bosques.
– Aquí están los pinos, los mejores amigos del leñador.
– ¿Por qué?
Porque le ahorran problemas. Antes de obtener las tablas, hay que extraer la savia y la médula de la mayoría de los arboles. Pero al pino hay que sacarle sólo la savia, y ahí está la madera lista para hacer con ella un lote de hermosas tablas. ¿Has oído hablar de la agramadera y de la cuña?
– No, señor -replicó James, y levantó los ojos hacia las aladas copas de los pinos, que parecían alcanzar, en su balanceo, el firmamento azul.
– Te lo enseñaré. Son las herramientas para fabricar las tejas de madera.
– ¿Cuándo?
La impaciencia del muchacho lo hizo reír.
– Todo a su tiempo. Primero viene el hacha, y cuando la domines, serás capaz de sobrevivir en la espesura del bosque, trabajando la madera. Un hombre de ingenio puede sobrevivir con el hacha como única herramienta en la selva más recóndita.
– Nunca la usé.
– ¿Puedes disparar un rifle? -preguntó Karl, cambiando de tema repentinamente.
– No, señor.
– ¿Crees que podrías, si tuvieras que hacerlo?
– No lo sé.
Algo hizo que Anna se volviera hacia Karl. El tono de su voz no había cambiado pero algo le dijo que la última pregunta no fue casual, como las otras. Era evidente que los ojos de Karl estaban alertas, mirando de un lugar a otro.
– ¿Qué pasa? -preguntó Anna mientras un temblor le recorría la médula.
– Muchacho, trepa a la parte trasera -dijo Karl con voz calma pero profunda-. Allí hay un rifle. Tómalo con cuidado, está cargado.
– ¿Pasa algo malo? -preguntó James.
– Tu primera lección en el bosque es que cuando yo te digo que tomes un fusil, debes actuar como sí tu vida dependiera de ello porque casi siempre es eso lo que pasa.
James se encaramó a la parte trasera de la carreta sin más, aunque las palabras no habían sido ni duras ni críticas ni recriminatorias. Karl las había pronunciado en un tono llano, mientras estudiaba los alrededores con cautela.
– Ahora vuelve, pero apunta el rifle lejos de nuestras cabezas mientras te trepas.
James hizo lo que Karl le indicó, esta vez con presteza.
– ¿Qué pasa? -insistió Anna, poniéndose más nerviosa ahora.
– Ese olor… -contestó Karl-. ¿Lo sientes? Es el olor del gato montés.
Ella olfateó repetidas veces, pero sólo sentía el aroma de los pinos.
– Sólo huelo los pinos -dijo.
– Al principio eran los pinos solamente pero ahora hay olor a gato montés, además. En estos bosques hay pumas, también. Son astutos y dejan su olor donde los pinos puedan disimularlo. De modo que debemos ser muy astutos y estar listos por si uno de ellos nos está acechando. No apartes la mirada de los árboles que tienes delante. Cuando entremos en el bosquecillo de robles, debemos ser muy cautelosos. Las ramas son altas y el puma puede estar allí al acecho para arrojarse sobre cualquier cosa que se mueva debajo.
Habló con la misma calma con la que había estado describiendo los atributos de los árboles que crecían allí. A pesar de ello, Anna sintió que se le congelaba la sangre de miedo. Se dio cuenta de golpe cuánto dependían ella y James del conocimiento que este hombre tenía del bosque.
– El rifle te hará retroceder de un golpe, si tienes que disparar, así que acuérdate de apretar la culata contra tu hombro antes de presionar el gatillo o terminarás con los huesos rotos. Es un buen rifle. Es una arma de retrocarga Sharps y es la mejor que se hace aquí en América; en Windsor, Vermont. No te fallará, pero debes aprender a usarla correctamente. Una vez levantada la palanca, se desprende el extremo del cartucho y la pólvora queda expuesta. No tiene pedernal, muchacho. No lo necesita con esa cápsula de percusión, de modo que ahora tienes en tus manos un objeto viviente. Tenerlo es respetarlo. Ahora colócalo sobre el barril a la altura de tu hombro y al alcance de tu mirada. Acostúmbrate a su tacto allí y no tengas miedo de disparar, si debes hacerlo.
James levantó el arma hasta su hombro; era lisa y sencilla y formaba una línea larga y pareja, salvo por la hendidura del percutor.
Al sentir su respiración entrecortada, Anna percibió, de inmediato, la excitación y el miedo que emanaban del chico. La muchacha hubiera deseado que fuera Karl el que sostuviera el rifle, pero apenas lo pensó, él dijo:
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