Una mano enorme hizo deslizar la gorra por el pelo rubio en un gesto de cortesía que la conmovió hasta las fibras más íntimas del corazón. Extendió la otra mano y la tomó del codo. El calor de su piel, la mirada de necesidad que leyó en sus ojos, el suave contacto de su mano, todo eso hizo que Anna se sintiera aturdida, mareada.

– Onnuh Reardon, ¿te casarás conmigo?

Sintió como si se hubiera despertado en medio de un sueño fantástico para encontrar a este gigante rubio y hermoso arrodillado ante ella, acariciándole el brazo con su pulgar y mirándola con una intensa expresión de esperanza y promesa en su cara bronceada. Los labios de Anna se abrieron y dejaron escapar un suspiro que reveló la mezcla de sentimientos que la invadía: alivio, temor y también una nueva sensación tan excitante, que le oprimió el pecho y humedeció las palmas de sus manos.

– Sí -exhaló por fin.

Karl sonrió, aliviado. Miró el cabello de Anna y luego quiso trasmitirle confianza con una leve presión en el codo.

– Muy bien. Este será nuestro comienzo, entonces, y olvidaremos todo lo pasado. ¿Sí?

– Sí -asintió, preguntándose, con valentía, si podría confesarle el resto aquí y ahora. Sin embargo, la aterraba que él pudiera retirar su proposición de casamiento y la seguridad que le brindaba. Lo miró con una sonrisa temblorosa.

– Haremos un buen comienzo… Karl y Anna… -Enseguida, agregó, con una amplia sonrisa-: Y James.

– Karl y Anna y James -repitió ella casi como si hiciera un voto.

Karl se puso de pie delante de ella. Cuando lo miró, notó qué parejos eran sus dientes. “¿No tiene ningún defecto?”, se preguntó. Anna sintió que la iba invadiendo un sentimiento de inferioridad con respecto a Karl.

– Ven -dijo él suavemente-. Te ayudaré a enrollar las pieles. Después le diremos al padre Pierrot que hemos tomado una decisión y que estamos listos.

El padre Pierrot mostró su alegría mientras les estrechaba la mano con entusiasmo, y decía:

– Tengo plena confianza en que formarán un matrimonio feliz y duradero.

Pero interiormente estaba preocupado. Aunque le había dicho a Karl que había conseguido una dispensa especial de la diócesis para ser testigo del casamiento, eso no era del todo cierto. El obispo Cretin había comprendido la situación de la pareja pero había sido inflexible en su decisión, y había alegado que tal dispensa debía venir del Santo Padre, en Roma, y que llevaría uno o dos años. El padre Pierrot consideraba que era una actitud muy rígida. Después de todo, no podía otorgar el sacramento; sabía que eso era imposible.

Así es como el padre Pierrot se vio enfrentado a un dilema. ¿Debía seguir los dictados de la Santa Iglesia Católica o los de su propio corazón? Con toda seguridad, era un acto mucho más cristiano bendecir esa unión entre dos almas tan bien intencionadas que dejarlas vivir en el pecado. “Ésta es la frontera”, argumentó el padre Pierrot, el hombre dentro del sacerdote. “Ésta es la única iglesia en más de cien kilómetros a la redonda, y esta gente acudió a mí con la mejor de las intenciones”.

El hecho de que Karl fuera su amigo había influido en su decisión. El vínculo que los unía iba más allá de cualquier creencia religiosa. Mientras los conducía a la humilde sacristía, el sacerdote pensaba en lo correcto de su decisión. Tal vez éste fuera el mejor casamiento que hubiera celebrado.

– Ven, Anna -dijo el sacerdote al entrar en la sacristía perfumada por el incienso.

Las piernas de Anna parecían haberse convertido en barro. James, según sus instrucciones, le había escrito a Karl que ella era católica devota, pues los dos sabían que el sueco quería una mujer de origen cristiano. Karl nunca le había dicho que esa misión era católica. En ese caso, Anna le hubiera dicho que era de cualquier otra religión para no tener que demostrar que era católica. Tal como estaban las cosas, se veía atrapada ahora en otra mentira.

– Pero no puedo… quiero decir… bueno, no deseo confesarme.

– Anna -le recriminó el sacerdote-, perdóname por ser franco pero anoche Karl y yo habíamos. Me contó que admitiste haber mentido. Ésos son pecados, hija. Debes confesarlos, si quieres estar en estado de gracia antes del matrimonio. Seguro que lo sabes.

Por supuesto que lo ignoraba. Todo lo que sabía de la Iglesia Católica era que dentro de St. Mark se sentía abrigada y que a nadie le negaban la entrada.

– Pero… yo le dije a Karl que lo lamentaba y que no mentiría más, ¿no es suficiente?

– No es suficiente para un católico. Sabes que la confesión es necesaria, Anna, para purificar el alma. -El sacerdote no podía entender ese rechazo.

Anna jugueteaba con las manos y se movía de un lado a otro para no mirarlo, mientras que Karl también se preguntaba por qué tanta hesitación. Con creciente inquietud, Anna comprendió que la única confesión que debía hacer en ese momento era la verdad. Se mordió el labio, se apretó las manos detrás de la espalda y, entonces, con coraje, admitió:

– No soy católica.

Karl no podía creer lo que escuchaba. La tomó del codo (Anna pensó que estaba abusando de su codo últimamente) y la obligó a mirarlo a la cara.

– Pero Anna, me dijiste que eras católica. ¿Por qué?

– Porque usted decía en el anuncio que quería una esposa temerosa de Dios.

– ¿Otra mentira, Anna? -preguntó Karl, otra vez desilusionado.

– No es una mentira, es la verdad. Dijo que quería la verdad y esta vez se la dije. Pero, ¿qué importancia tiene, si nosotros mismos vamos a hacer los votos?

Atrapado ahora por la semiverdad que le había hecho creer a Karl, el padre Pierrot comenzó a sentir remordimientos. ¿Qué debía hacer? Si atestiguaba la unión, podría hacerse pasible de la excomunión cuando el obispo se enterara. En ese momento, el sacerdote hubiera deseado que Long Prairie contara con un juez de paz que pudiera casarlos, ya que de ese modo él se vería liberado de toda esta confusión.

Pero la perseverante irlandesa miró a su prometido a los ojos y dijo:

– Bueno, si todo está bien para usted, para mí, también.

Esto era demasiado para Karl. Había pasado toda la noche reflexionando sobre la situación para concluir que casarse con Anna era lo correcto. Ahora, otra ilusión hecha añicos. Le molestaba sobremanera que otra nueva mentira saliera a la luz delante del padre Pierrot. Sintió que no podía rebajarse aún más y ponerse a discutir. Y el día avanzaba. Se había perdido tanto tiempo ya con este viaje, era una locura perder más y no había ninguna otra iglesia cerca. “Pero una mujer atea…”, pensó el acosado Karl. “¿En qué me metí?”

– No importa -dijo Karl secamente, y todo el mundo se dio cuenta de que sí importaba-. Nos casaremos como estaba planeado.

Se volvió hacia su amigo.

Al padre Pierrot no le daba el corazón para decir: “No, Karl no puedo ser testigo de este acto ni puedo registrarlo en los libros. El valor del voto reside en el corazón, no en los testigos ni en las palabras escritas”. Si ellos estaban dispuestos a aceptarse, él no se metería en el camino.

Anna sintió un gran alivio cuando se decidió realizar la ceremonia. Tenía las rodillas débiles y la lengua pegada al paladar. Apretó los ojos y prometió, en silencio, que haría lo imposible por compensar a Karl.

Pero Karl sentía un peso en el corazón cuando se acercó al altar. Esa mañana había llegado a una amnistía con ella, a su modo. La paz debía reinar en su corazón cuando hiciera los votos, y no este resentimiento que se le había metido dentro. “Ya es difícil prometer amor a alguien a quien no se conoce, más aún cuando se tienen malos presentimientos.” El sacerdote se había puesto la sobrepelliz, el alba y la estola, y todo estaba pronto.

– James será nuestro testigo -dijo Anna.

Quería complacer a Karl de alguna manera. Era evidente que Karl estaba descontento con ella. Evitaba sus ojos y mantenía la distancia, como sumido en pensamientos profundos. Su voz había perdido la musicalidad habitual; todo revelaba a las claras que estaba descontento.

La pareja estaba tan tensa, que el padre Pierrot sintió que había ciertas cosas que debía decir. Pudo percibir la hostilidad que había surgido. Karl tenía los labios fruncidos, y Anna miraba fijo el ramo de lirios y rosas silvestres a los pies de San Francisco de Asís.

– Anna -comenzó-, te hablo a ti primero, con la esperanza de que tomes en serio todo lo que digo. Eres joven, Anna. Asumes una gran responsabilidad al casarte con Karl. Los dos tienen una larga vida por delante y puede ser una vida feliz, si te lo propones. Pero la felicidad debe basarse en el respeto mutuo, y este respeto nace de la confianza. La confianza, a su vez, surge de la verdad. Creo que has hecho lo necesario para estar aquí con Karl. Pero de ahora en adelante, te aconsejo ser leal con él en todo sentido. Vas a encontrarte con un ser bueno, comprensivo y paciente, te lo garantizo. Pero también te encontrarás con alguien que es estricto en cuanto al honor. Te aconsejo una vez más decir toda la verdad; cuando hagas el voto de amor, honor y obediencia, te pido que agregues, desde el fondo de tu corazón, Anna, el de la verdad.

Levantó hacia él su cara de niña y dijo, sin malicia-: Sí, padre.

El sacerdote no pudo evitar esbozar una sonrisa. Vio que también Karl la miraba de soslayo.

– Bueno, sea. Karl, quiero advertirte acerca de algunas cosas que no se expresan en los votos. Recae sobre tus hombros proteger y alimentar a Anna. En tu caso, aquí en esta soledad, y con la responsabilidad extra de velar por James, esta tarea es más de lo que se espera de otros hombres.

Karl miró al chico, y el sacerdote notó que la expresión en el rostro del sueco se suavizaba.

– Este lugar es algo nuevo para ellos y habrá mucho que aprender. Se requerirá paciencia, pero tienes el don del conocimiento para brindarles; serás maestro y protector, padre y esposo casi desde el principio. Si esta carga te resultara pesada, te recuerdo que en la ceremonia de tu boda has agregado, en silencio, el voto de paciencia.

– Sí, padre.

– Y aunque tampoco está escrito en los votos, hay un viejo proverbio en el que creo ciegamente; lo repetiré ahora y les pediré que lo recuerden en los momentos difíciles: “Nunca dejes que la noche te sorprenda con la ira”. Habrá desacuerdos entre ustedes, que no podrán evitarse pues son seres humanos con mucho que aprender el uno del otro. Pero las diferencias que hubo entre ustedes durante el día se agravarán si se mantienen durante la noche. Al tener esto en cuenta, quizá no se aferren tanto a sus convicciones y comprendan que ya es hora de ceder un poco o de llegar a un entendimiento. ¿Lo recordarán?

– Sí, padre -dijeron al unísono.

– Así sea, comencemos.

El padre Pierrot comenzó sus plegarias.

Las suaves inflexiones del latín le recordaron a Anna las noches en que ella y James habían buscado refugio en St. Mark. Noches en que todas las habitaciones sobre la taberna estaban ocupadas y los hacían salir, prohibiéndoles que aparecieran antes de que el último parroquiano se hubiera ido, tambaleante, a su casa. Anna trató de apartar el penoso recuerdo, pero la cadencia del rezo en latín la retrotrajo a la angustia de entonces. Esa angustia que la invadía cuando se acurrucaba en la penumbra de la iglesia perfumada por la cera, el incienso y las velas; cuando rogaba encontrar una salida a esa vida pues, desde la muerte de su madre, a nadie le importaba si los críos de Barbara estaban vivos o muertos.

A duras penas, habían sobrevivido ella y James, pero Anna se había jurado escapar de esa situación desesperada, sea como fuere. Lo estaba logrando ahora. Ella y James volverían a tener un hogar. Las “damas” y sus clientes, los “caballeros”, ya no volverían a echarlos a la calle. Pero sabiendo lo que había hecho para llegar aquí, sabiendo que estaba engañando a un hombre que no lo merecía, sintió que la culpa la invadía.

Sintió la enorme mano de Lindstrom tomar la suya; sintió las asperezas, producto del trabajo; sintió el firme apretón que revelaba su fuerza, y supo que este hombrón honorable nunca entendería lo que ella había hecho. Tenía la palma tibia y seca, y tan sólida como el roble. Por la forma en que le aprisionaba los nudillos, pensó que se le quebrarían; pero ese apretón significaba que cumpliría con lo prometido ese día. Se puso a mirar esos ojos azules, a contemplar esos labios sensibles que recitaban las palabras del libro que el padre Pierrot sostenía sobre las palmas. La voz de Karl recitaba, y Anna observó su boca, tratando de memorizar las palabras todo lo que pudo.

Y los largos meses de espera, de sueños y de planes para este día formarían parte de la trama que ahora los unía a través de las palabras que él pronunciaba en voz alta. Tampoco los pensamientos que habían vivido todo este tiempo en la mente de Karl podían permanecer ajenos a lo que estaba prometiendo.