– Agatha estaba muy enfadada, se lo aseguro.

Gandy también se inclinó y murmuró:

– Me imagino.

– Aún lo está.

– Fue un acto muy poco digno de un caballero. Muy poco caballeroso.

Tenían las narices tan juntas que Violet podía verse reflejada en los iris negros. Captó un aroma de tabaco fino y colonia, que, al trabajar en una sombrerería y vivir con mujeres, rara vez tenía ocasión de oler. No obstante, no podía permitir que el sinvergüenza saliera impune.

– Señor Gandy, asegúrese de que no vuelva a suceder -dijo, todavía en voz baja.

– Lo prometo.

Adoptó una expresión contrita, ya sin sonrisa ni hoyuelos, y el corazón de Violet se derritió. De súbito, advirtió que estaban nariz con nariz, y se enderezó, ruborizada.

– ¿En qué puedo ayudarlo, señor Gandy? -preguntó, ya en tono normal.

– Esperaba encontrar a la señorita Downing. ¿Está, señorita Parsons?

– Está en el taller. Sígame.

«¡No te atrevas, Violet!», pensó Agatha. Pero fue demasiado tarde. Las cortinas se abrieron y Violet entró en el taller seguida del dueño de la casa.

– El señor Gandy vino a verte, Agatha,

Violet se apartó y dejó pasar a Gandy. Este se movió con el ritmo lento de las personas acostumbradas a la humedad y el calor del Sur, encaminándose pausadamente hacia la mujer sentada junto a la mesa de trabajo, al lado de la ventana oeste. Estaba sentada con la espalda rígida, la boca apretada, con la atención concentrada exclusivamente en las puntadas furiosas que daba al forro del sombrero de fieltro. Tenía el rostro tan encendido como la seda que cosía.

Gandy se detuvo junto a la silla y se quitó el sombrero.

– Buenos días, señorita Downing.

Agatha no lo miró ni le respondió.

– No puedo culparla por no querer hablarme.

– Si necesita algo del negocio, la señorita Parsons podrá atenderle.

– Vine a verla a usted, no a la señorita Parsons.

– Ya tomé el desayuno. Y pagué yo misma.

Clavó la aguja en el fieltro como si fuese el pellejo del hombre.

– Sí, señora. Esta mañana, la vi ir a casa de Paulie. -Entonces, Agatha levantó la vista y las miradas se encontraron. Por primera vez, vio que tenía el vestido gris y las enaguas blancas en el brazo, y se sonrojó todavía más-. Se me ocurrió hablarle en ese momento, pero decidí que sería preferible hacerlo en privado.

Sintió como si la aguja se le resbalara de los dedos. ¿Qué motivo podía tener para observar sus idas y venidas?

– Quería hablarle acerca de la otra noche, en el restaurante de Paulie…

Nervioso, se aclaró la voz.

La mujer dejó de fingir que cosía y lo miró, ceñuda.

– La otra noche, en casa de Paulie, usted tendría que haber tenido el buen tino de irse cuando vio que yo estaba allí. ¿Fue divertido, señor Gandy? ¿Disfrutó humillándome delante de la gente que conozco? ¿Acaso sus…? -Hizo una pausa desdeñosa-. ¿Acaso sus amigos de la taberna se rieron cuando les contó que se ofreció a pagarle la cena a la vieja sombrerera solterona de la pierna baldada? -Tiró la labor-. Y dígame, ¿qué está haciendo con mis pertenencias?

Scott Gandy tuvo la fortuna de ruborizarse intensamente.

– ¿Eso es lo que piensa? ¿Que me ofrecí a pagarle la cena para burlarme de usted?

Crispó las cejas negras y entre ellas apareció un surco.

Agatha levantó el sombrero y le clavó otra vez la aguja, demasiado perturbada para mirarlo a los ojos.

– ¿No es eso?

– En absoluto, señora, se lo aseguro. Soy del Mississippi, señorita Downing. Mi madre me enseñó muy pronto a respetar a las mujeres. Al margen de lo que parezca, no tenía intenciones de empujarla al barro ayer, ni de incomodarla anoche en el restaurante. Quise invitarla a cenar a modo de disculpa, eso es todo.

Agatha no supo si creerle o no. Estaba estropeando la labor, pero siguió pasando la aguja pues no sabía qué hacer, y estaba demasiado avergonzada para mirarlo.

– En verdad, lo lamento, señorita Downing.

La voz sonaba arrepentida. La mujer levantó la vista para comprobar si en los ojos se veía lo mismo, y así fue: tanto los ojos como la boca estaban sombríos. Pocas veces en la vida había visto un rostro tan apuesto. Le resultó evidente por qué las cabezas huecas como Violet se enamoraban de él. Pero ella no era Violet, ni era una cabeza hueca.

– ¿Cree que una disculpa basta para excusar un comportamiento tan grosero?

– Para nada. Fue inexcusable. No obstante, en aquel momento yo no sabía que usted tenía dificultades para caminar. Luego, la vi yendo a la lavandería de Finn con la ropa sucia y pensé que la había lastimado cuando la hice caer. Dan Loretto me sacó del error y, cuando lo hizo, me sentí peor todavía.

Agatha bajó el mentón, removiéndose bajo esa mirada tan directa.

– Sé que no puedo remediar la vergüenza que le causa, pero supuse que al menos podía hacerme cargo de la factura de la lavandería. -Dejó la ropa con cuidado sobre la mesa de trabajo-. Aquí está. Limpia y pagada. Si hay algo estropeado, hágamelo saber y lo repararé.

Jamás un hombre había tocado las enaguas de Agatha, y que lo hiciera un hombre como ése, resultaba perturbador. Las manos de Gandy parecían muy oscuras sobre la tela blanca. Apartó la vista, inquieta, y la posó sobre la mano que sostenía el sombrero negro contra el muslo. En el meñique brillaba una sortija con un diamante del tamaño de un guisante, engastado en oro. El sombrero era fino: si había algo que conocía, eran los sombreros. Por el aspecto, ése era un Stetson de paño de castor de copa baja y ala ancha, la última moda para hombres. Si tenía dinero suficiente para diamantes y Stetson nuevos y pinturas del tamaño de una sábana… que pagara la factura de la lavandería. Ella lo merecía.

Se animó a mirarlo directamente en los ojos, con expresión fría y acusadora.

– Señor Gandy, sospecho que se enteró usted de la batalla en este pueblo para gravar la venta de licores, y quiere proteger sus intereses aplacándome con disculpas vacías. Algunas mujeres… -tuvo que esforzarse para no mirar a Violet-…quizá se dejen convencer por su conversación galante. Pero yo sé cuándo tratan de confundirme con una cháchara inspirada en el propio interés. Y si cree que voy a retroceder en cuanto a mis críticas sobre el cuadro lujurioso, se equivoca. Violet tiene miedo de que nos eche si lo contradigo, pero yo no.

Llevada por el entusiasmo, Agatha hizo algo que rara vez hacía delante de extraños: se puso de pie. Y aunque Gandy le llevaba unos cuantos centímetros, se sintió muy alta.

– No sólo pienso contradecirlo sino encontrar a otros que hagan lo mismo.

Cerca de la cortina, Violet braceaba como un molino de viento en un ventarrón, con intenciones de hacerla callar, pero Agatha continuó, eufórica:

– También podría decirle, y pronto lo comprobará, que acepté que la primera reunión de Proffitt por la templanza se realice este domingo en la sombrerería. -Hizo una pausa, apoyó las manos sobre el estómago y retrocedió-. Y ahora, si se siente con derecho a echarnos, hágalo. Lo que está bien está bien, y lo que está mal está mal, y vender alcohol está mal, señor Gandy; también lo es colgar algo tan sucio en una pared pública.

– No tengo intenciones de echarla, señorita Downing, aunque todos los luchadores por la templanza y ese periódico caigan sobre mi cabeza. Tampoco pienso dejar de vender licores. Más aún, la pintura quedará donde la colgué.

– Ya veremos.

Gandy hizo una pausa, pensó, y en su semblante apareció la expresión del cazador que ve a la gama a punto de caer en la trampa, y buscó un cigarro en el bolsillo del chaleco.

– ¿Ah, sí?

El cigarro apenas le tocó los labios cuando Agatha explotó:

– ¡Ni se le ocurra! ¡Si quiere, puede fumar esa hierba endemoniada en su sucio burdel, pero no en mi sombrerería!

Como si se hubiese dado cuenta en ese instante de que tenía el cigarro en la mano, Gandy lo miró y lo metió otra vez en el bolsillo, aunque riendo y con un solo hoyuelo.

– Sí, señora -pronunció con lentitud. Y dirigiéndose a Violet, preguntó-: ¿Y cuál es su opinión personal, señorita Parsons?

Violet se comportó como una perfecta tonta, tocándose los labios y sonrojándose como un cerdo escaldado. Disgustada, Agatha vio cómo Gandy ejercía su seducción sobre la amiga.

– Los hombres beben, juegan y les gustan las mujeres desde que existe este país. Y nosotros pensamos que hay que dejarlos divertirse un poco. Eso no es malo, ¿verdad?

Violet respondió:

– Tt-tt.

– ¡Es indecente! -repuso Agatha, indignada.

Gandy se volvió hacia ella.

– Eso es libre empresa. Intento ganar honestamente mi dinero para vivir, señora, y para eso tengo que estar un paso adelante de los otros sujetos que poseen otras empresas en esta calle.

– ¿Honestamente? ¿Llama honesto a arrebatar a los hombres en las mesas de juego y en el bar el dinero que ganan con tanto esfuerzo?

– Yo no los obligo a ir al Gilded Cage, señorita Downing. Van por su propia voluntad.

– Pero está arruinando mi negocio, señor Gandy. Con tanta bebida y tanta jarana… las señoras ya no quieren acercarse por aquí.

– Lo lamento, realmente, pero en eso también consiste la libre empresa.

Ante una declaración tan alegre de irresponsabilidad, Agatha se enfureció, y dijo con voz aguda:

– Lo diré una vez más. Si quiere, échenos, pero pienso hacer todo lo que esté a mi alcance para que le cierren el local.

Para su total consternación, el hombre sonrió, y esta vez aparecieron hoyuelos idénticos en las mejillas atezadas y un guiño en los ojos de ónix.

– Señorita Downing, ¿es esto un desafío?

– ¡Es un hecho! -le espetó.

Agatha comprendió que detestaba ese acento sureño. Y más aún, el modo gallardo en que se caló el Stetson en la cabeza y fijó en ella los risueños ojos, sin darse la menor prisa en salir.

Gandy había entrado arrepentido a la tienda, y se iba divertido. Observó a la tensa mujer vestida de azul, con el cuello alto y apretado y la severa falda con lazos atrás. Cuando la vio por primera vez, la tomó por una anciana. Al observarla mejor, descubrió que no era nada vieja. Tal vez, más joven que el propio Gandy. Delgada, con buenas formas y un destello de convicción que admiró, a su pesar. El cabello tenía un sorprendente matiz rojizo a contraluz con la ventana detrás. La línea de la mandíbula era magnífica. La piel, muy blanca. Los ojos verdes como el rocío del mar, obstinados. Un par de labios muy hermosos. Y muchos modales de dama antigua.

Pero, por cierto, no era vieja. «Si le pusiéramos una pluma en el cabello, un poco de carmín a los labios, soltáramos unos rizos de cabello, le enseñáramos una canción obscena, tendría tan buen aspecto como Jube, Pearl o Ruby». Contuvo la risa, al pensar en lo horrorizada que estaría si supiera cómo la imaginaba.

– Lo tomaré como un desafío. Usted hará todo lo que esté a su alcance para cerrarme el local. Marchar, agitar banderas, cantar… lo que a sus luchadoras por la templanza se les ocurra hacer. Y yo haré todo lo necesario para atraer clientes a la Gilded Cage.

– Le parece un juego, ¿no es cierto? Pues no lo es. La señorita Wilson no juega. Está aquí cumpliendo una misión.

– Lo sé, lo sé. -Dijo levantando las palmas, y admitió alegremente-: Ella también intenta que lo cierren.

– Por supuesto.

– En ese caso, será mejor que vuelva a trabajar y me prepare para la guerra, ¿no creen, señoras? -Se tocó el ala del sombrero e hizo una reverencia-. Buenos días, señorita Downing. -Se volvió, se aproximó a Violet que seguía junto a la entrada, con un aspecto como si acabara de elogiarle la ropa interior-. Señorita Parsons -dijo, tomando una de las manos atravesadas por venas azules y llevándosela con lentitud a los labios-. Fue un placer.

Pareció que a Violet se le saltaban los ojos de las órbitas y vio que a Agatha le pasaba lo mismo.

– ¡Violet, acompaña al señor, por favor! -dijo con brusquedad-. Después, deja abierta la puerta de adelante. Este lugar hiede a humo de cigarro.

Gandy se volvió riendo, hizo una reverencia y salió.

Cuando Violet volvió, se dejó caer en la silla de trabajo y se abanicó con el pañuelo.

– ¿Viste eso, Agatha? ¡Me besó la mano!

– Tendrías que mirar a ver si no tienes dos orificios iguales.

La euforia de Violet no cedió:

– ¡En serio, me besó la mano! -repitió, suspirando.

– ¡Oh, Violet, compórtate de acuerdo a tu edad!

– Lo hago. Es que tengo el corazón débil, y siento unas terribles palpitaciones.

Agatha se enfureció. «¡Oh, este Gandy es un manipulador audaz! Sabe reconocer a una vieja gallina embelesada y se aprovecha».

Violet se apoyó a medias sobre la mesa de trabajo, exagerando el acento sureño: