– Sí, señor, ya lo creo.

– ¡Buen Dios! ¿Yo le hice eso?

Gandy parecía espantado.

– En absoluto. Cojea desde que la conozco.

Gandy volvió la cabeza en forma repentina.

– ¿Desde que la conoces?

Eso iba de mal en peor.

– Sí. Tiene una pierna lisiada.

Gandy sintió que se sonrojaba por primera vez en años.

– ¿Una pierna lisiada?

– Así es.

– Y yo la tiré al lodo.

Vio que Agatha desaparecía con la ropa sucia en la lavandería de Finn, en la otra manzana. Se sintió como un canalla.

– Tú no la tiraste al lodo, Scotty. Se cayó.

– ¡Se cayó después de que yo la empujé al barro!

– Lo que digas, patrón.

– ¿Por qué nadie me dijo nada? ¿Cómo demonios podía yo saberlo?

– Pensé que lo sabías. Ya hace un mes que tratas de negocios con ella. Recibes el alquiler. Va caminando a Paulie dos veces por día con tal regularidad que puedes poner en hora el reloj. El desayuno y la cena. Jamás falla.

Pero Gandy nunca le había prestado atención. Era de la clase de mujeres que se confundía con la acera gastada. Una polilla gris sobre una roca gris. Cuando fue al local vecino a presentarse como el nuevo dueño del edificio, ella estaba sentada ante el escritorio de tapa corrediza y no se levantó de la silla. En lugar de llevarle ella misma el alquiler, se lo envió por medio de una mujer tímida, de voz chillona, que tenía aspecto de haberse tragado una rana. No recordaba haberla visto las pocas veces que cenó en Paulie.

¡Dios mío! ¿Qué dirían las mujeres de Proffitt? Si era cierto que había una «organizadora» en el pueblo, las tendría a todas sobre la cabeza. Y tendrían mucho que decir en ese fastidioso periódico que editaban. Podía imaginar los titulares:


Dueño de taberna arroja al lodo

a una trabajadora por la templanza,

que es lisiada.

Capítulo 2

Esa tarde, después de las cinco y media, Scott Gandy salió por la parte trasera de la taberna, y subió los mismos escalones, hasta el mismo rellano que Agatha había subido antes. Observó las dos grandes ventanas, una a cada lado de la puerta pero, como siempre, estaban tapadas por unas cortinas de encaje denso. Tiró el puro sobre la baranda y entró por su propia puerta. La taberna y los apartamentos del piso alto ocupaban tres cuartos del edificio mientras que la sombrerería y su correspondiente apartamento, el cuarto restante. Arriba, la parte de Gandy estaba dividida por un pasillo con la puerta en el extremo oeste y una ventana en el este. A la izquierda, había cuatro habitaciones de igual tamaño. A la derecha, la vivienda de Gandy y la oficina privada. Entró en ésta, que era un cuarto pequeño y despejado, con paredes revestidas de madera, una sola ventana que daba al oeste, y los muebles indispensables: un escritorio, dos sillas, perchero, caja de seguridad y una pequeña estufa de hierro.

Era una habitación fría, con las ventanas sin cortinas, la pared que quedaba sin revestir pintada de un verde pardusco, el suelo de roble basto, desnudo. Fue hasta la caja, se arrodilló, giró el dial y sacó un fajo de billetes, y después, con un suspiro, se paró y se frotó la nuca. Abajo, Ivory había dejado de tocar el piano y Jack se había ido a comer. Gandy miró por la ventana, enganchó los pulgares en los bolsillos del chaleco y tamborileó, distraído, con los otros dedos sobre la seda. La vista de afuera no tenía nada que lo atrajese. Estructuras de edificios sin pintar, calles lodosas, y la pradera. Nada más que la pradera. Ni robles bordeados de musgo, ni aroma de magnolia flotando en la brisa primaveral, ni sinsontes [1]. Echaba de menos a los sinsontes.

A esa hora del día, en Waverley, la familia acostumbraba reunirse en la amplia galería de atrás y beber té helado con menta, y Delia les arrojaba maíz molido a los sinsontes, tratando de tentarlos para que lo comiesen de su mano. Podía verla, de cuclillas en medio de un revuelo de faldas, con el grano en el hueco de la mano. La cabeza dorada, con tirabuzones que le llegaban a los hombros. La piel blanca como la leche. Cintura de violín. Y los ojos, oscuros y hechiceros como el ébano, siempre seductores.

– ¿Por qué no das de comer a los pavos reales? -le decía el padre.

Pero Delia seguía, paciente, con la mano ahuecada extendida.

– Porque los pavos son demasiado audaces. Además -Delia apoyaba la barbilla en el hombro y miraba a su marido-: no tiene gracia lograr que un pájaro doméstico coma de la mano, ¿no crees, Scotty? -bromeaba.

Y la madre lo miraba y sonreía al ver la expresión en el rostro del hijo. Pero nunca le importó quién lo supiera. Estaba tan enamorado de Delia como la primera vez que la besó, cuando tenían catorce años.

Entonces, Leatrice se acercaba lentamente a la puerta, la vieja y buena Leatrice, de piel tan oscura como melaza y pechos grandes como melones. Se preguntó dónde estaría.

– La cena, señores -anunciaba.

Dorian Gandy tomaba a la esposa del brazo; Scott se levantaba de la silla y tendía lentamente la mano a Delia. La esposa le dedicaba una sonrisa cargada de promesas para después, y permitía que la ayudara a levantarse. Entonces, de la mano, entraban tras los padres de Scott a la casa fresca, de techos altos.

Pero esa época había pasado para siempre.

Gandy contempló la pradera y parpadeó con fuerza. El estómago le gruñó, recordándole que ya era hora de cenar. Con un profundo suspiro, se alejó de la ventana hacia el escritorio y echó un vistazo al calendario. Hacía casi cuatro semanas que estaba ahí. Jubilce y las chicas llegarían en cualquier momento. Cuanto antes, mejor. Sin Jube, la vida era aburrida.

Salió de la oficina por una segunda puerta, y entró a la sala vecina, en su apartamento privado. Con cortinas color borgoña, una alfombra de fábrica, y muebles sólidos y masculinos, era mucho más alegre. Había un sofá de cuero con sillas haciendo juego, pesadas mesas de caoba, y dos lámparas de mesa. A la izquierda, una puerta daba al pasillo; a la derecha, sobre una cómoda, estaba el humidificador para guardar los cigarros, y el soporte para el sombrero. En la pared, sobre ese mueble, colgaba una acuarela tras la cual estaba metida la rama de una planta de algodón, con tres bolas agrisadas engastadas en los cálices castaños que parecían garras. La pintura representaba una mansión con columnas y un amplio porche frontal, flanqueado por lozanas enredaderas y con prados en los que se veían dos pavos reales con las colas extendidas.

Waverley.

La mirada de Scott se demoró en la pintura mientras dejaba el sombrero sobre el molde. La nostalgia lo abrumó con la fuerza de un golpe. Sacó un cigarro de la caja, tan rico y castaño como el suelo del que había brotado la planta de algodón, las feraces tierras a orillas del Mississippi, en el gran río Tombigbee. Perdido en sus pensamientos, se olvidó de encender el cigarro y lo palpó, distraído. Pensó tanto tiempo en Waverly que, finalmente, dejó el puro otra vez en el humidificador, sin fumarlo.

Fue hasta el cuarto contiguo y tiró la chaqueta sobre la cama doble. Recordó la cama de cuatro postes, de palo rosa, de Waverley, donde llevó a la novia y se acostó con ella por primera vez. Alrededor, una red de gasa los envolvía en un paraíso íntimo y privado. La luz titilante de la lámpara proyectaba una trama de sombras sobre la piel de la mujer.

Parpadeó de nuevo. ¿Qué fue lo que desató todos esos recuerdos de Waverley? No era bueno quedar anclado en los viejos tiempos. Se quitó el chaleco y la camisa y los arrojó sobre la colcha. En el lavatorio, usó la jarra y la palangana. Eso se lo había enseñado Delia. Siempre decía que le gustaban los hombres limpios. Después de Delia, aprendió que a muchas mujeres les agradaba, y los hombres limpios eran tan poco comunes que podían lograr que una mujer hiciera casi cualquier cosa por ellos. Era sólo una de las cosas tristes qué aprendió después que perdió a Delia.

¡Basta, Gandy! No se vuelve atrás. Entonces, ¿por qué te castigas?

Mientras se secaba la cara, fue hasta la ventana del frente. Daba a la calle principal y le proporcionó una vista de algo que, al menos, apartó de su mente a Delia y a Waverley: la señorita Agatha Downing, que cojeaba hacia el restaurante de Paulie para cenar. La toalla se detuvo en su mentón. La cojera era evidente, muy acentuada. ¿Cómo pudo no advertirla antes? Frunció el ceñó al recordarla cayendo de espaldas en el barro. Otra vez, estuvo a punto de sonrojarse.

La mujer entró en Paulie y desapareció. Scott se lanzó hacia la cama y sacó el reloj del bolsillo del chaleco. Las seis en punto.

Miró hacia la calle, tiró la toalla, tomó una camisa limpia del armario, y se la puso. Aunque no tenía un motivo lógico para darse prisa, lo hizo. Sujetando el chaleco con los dientes, tomó la chaqueta y el sombrero, y bajó corriendo las escaleras, aún acomodándose los faldones de la camisa. Cuando llegó al restaurante de Paulie, tenía todo abotonado y metido en su sitio.

La vio en cuanto entró. Llevaba un vestido del color del cielo nocturno y la parte de arriba del polisón asomaba tras el respaldo de la silla mientras Cyrus Paulie le tomaba el pedido. Tenía los hombros angostos, el cuello largo, el torso pequeño, los brazos delgados, y usaba los vestidos muy ceñidos. Llevaba un sombrero monumental, decorado con mariposas y moños que dejaba ver muy poco cabello.

Gandy entró, se sentó detrás de ella y oyó que pedía pollo.

¿Por qué estaba ahí, contemplando la espalda de una mujer vieja y melindrosa? Lo atribuyó a las remembranzas del hogar. Se educaba a los caballeros de Mississippi para que fuesen mucho más educados de lo que él se había mostrado ese día. Si su madre estuviese viva, lo regañaría por su rudeza. Y si Delia estuviese viva… pero si Delia estuviese viva, para empezar, él no estaría en ese pueblo vaquero dejado de la mano de Dios.

Cy le llevó el plato de pollo a la señorita Downing, y Gandy, pidió lo mismo, observándole la espalda mientras los dos comían. Cuando Cy fue a ofrecerle a Agatha el refresco de manzana y a llevarse el plato sucio, Scott le hizo una seña.

– ¿Cómo estaba la comida, Scotty?

Cyrus Paulie era un tipo jovial y sonriente. Por desgracia, sus dientes daban la impresión de que alguien le había abierto la boca y los había arrojado dentro sin fijarse dónde o en qué dirección caían. Apiló el plato de Scott sobre el de Agatha y exhibió su lamentable colección de tocones.

– La comida estaba estupenda, Cy.

– ¿Te traigo refresco de manzana? Está hecho de esta mañana.

– No, gracias, Cy. Ya me voy. -Scott sacó un dólar de plata del bolsillo del chaleco y la depositó en la palma de Cy-. Y cobra también la cena de la señorita Downing.

– ¿De la señorita Downing? -Las cejas de Cy se alzaron tanto que casi llegaron a la raíz del cabello-. ¿Te refieres a Agatha?

– Así es.

Cy lanzó una mirada a la mujer, y luego al dueño de la taberna. No tenía sentido recordarle a Gandy que esa misma mañana había tirado en el barro a esa mujer. Un hombre no olvidaba algo así.

– De acuerdo, Scotty. ¿Café?

Gandy se palmeó el vientre chato.

– No, gracias. Estoy lleno.

– Bueno, entonces… -Cy señaló con el plato sucio-. Vuelve pronto.

Al mismo tiempo, Agatha sacó las monedas correspondientes del bolso de mano y detuvo a Cyrus Paulie cuando pasaba junto a su mesa.

– Bueno, ¿cómo estuvo todo, señorita Downing? -preguntó, de pie junto a ella, apoyando los platos contra el largo delantal blanco anudado a la cintura.

– Delicioso, como siempre. Déle mis felicitaciones a Emma.

– Seguro, señora, sin duda.

Le dio las monedas, pero el hombre no las tomó, y levantó el tazón del refresco.

– No es necesario. Ya está pagada.

Agatha dilató los ojos. Alzó la cabeza y el sombrero se balanceó.

– ¿Pagada? ¿Quién la pagó? Pero…

– El señor Gandy.

Cyrus señaló con la cabeza a la mesa detrás de Agatha.

Se dio vuelta en la silla y vio al que había sido su ruina de esa mañana sentado en la mesa contigua, observando cada uno de sus movimientos. Era evidente que lo estaba haciendo desde hacía un rato; había una servilleta usada sobre la mesa, y estaba fumando el cigarro de después de la cena. Los ojos oscuros estaban clavados en Agatha. Se miraron, y lo único que se movía era el humo que ascendía en espiral sobre la cabeza del hombre, hasta que hizo un gesto cortés con la cabeza.

El rostro de Agatha se coloreó. Apretó los labios.

– Yo puedo pagar mi propia cena, señor Paulie-afirmó, en voz lo bastante alta para que Gandy pudiese oírla-. Y aunque no pudiese, no aceptaría una invitación de parte de un miserable como él. Dígale al señor Gandy que preferiría morirme de hambre.